viernes, marzo 28, 2008

Paulo Coelho, Leyendas del desierto

viernes 28 de marzo de 2008
Leyendas del desierto

Conocí a Yasser Hareb durante un encuentro en París. Conversamos mucho sobre el último puente que permanece intacto en un mundo cada vez más dividido: la cultura. A pesar de todo lo que estamos presenciando, aún existen valores comunes, y eso puede ayudarnos a comprender a nuestro prójimo. Le pedí a Yasser que escribiese algunas historias de su tierra, que transcribo (resumidas) a continuación: ¿Por qué lloras? Un hombre llamó a la puerta del amigo para pedirle un favor: –Necesito que me prestes cuatro mil dinares para pagar una deuda que tengo. ¿Podrías hacerlo? El amigo le pidió a su mujer que reuniese todo lo que tenían, pero ni siquiera con esto fue suficiente. Hubo que salir a la calle y pedirles dinero a los vecinos, hasta alcanzar la cantidad requerida. Cuando el hombre se marchó, la mujer se dio cuenta de que su marido estaba llorando. –¿Por qué estás triste? ¿Porque tienes miedo de que, ahora que nos hemos endeudado, no consigamos pagar lo que debemos...? –No, no es por eso. Lloro porque el que nos acaba de visitar es un amigo al que quiero mucho y, a pesar de eso, yo no sabía nada de su situación. Sólo me acordé de él cuando se vio obligado a llamar a mi puerta para pedirme dinero prestado. El código del hospedaje Dos hombres estaban cruzando el desierto cuando avistaron la tienda de un beduino y se aproximaron para pedir abrigo. Aunque eran unos desconocidos, fueron recibidos según manda el código de conducta de los nómadas: se sacrificó un camello y se sirvió su carne en una espléndida cena. Al día siguiente, puesto que los huéspedes continuaban allí, el beduino ordenó que se sacrificase otro camello. Los dos hombres, asombrados, dijeron que aún sobraba muchísima carne del día anterior. –Sería vergonzoso ofrecer comida vieja a mis huéspedes –se limitó a responder. Al tercer día, los dos extranjeros despertaron temprano y decidieron continuar su viaje. Como el beduino no estaba en casa, le dieron cien dinares a su mujer, sin dejar de pedir disculpas por no poder esperar, puesto que si se entretuviesen mucho allí, el sol terminaría quemando demasiado. Ya llevaban caminando unas cuatro horas cuando escucharon una voz que los llamaba a sus espaldas. Se dieron la vuelta y vieron que era el beduino, que los venía siguiendo, y en cuanto los alcanzó, arrojó el dinero en el suelo frente a ellos. –¡Con lo bien que yo os recibí! ¿Es que no tenéis vergüenza? Los extranjeros, sorprendidos, dijeron que sin duda los camellos debían de valer mucho más que eso, pero que no tenían mucho dinero. –No me refiero a la cantidad –respondió–. El desierto acoge a los beduinos allá donde vayan, y nunca nos pide nada a cambio. Si tuviéramos que pagar por ello, ¿cómo podríamos vivir? Recibiros en mi tienda es devolver apenas una pequeña parte de lo que la vida nos ha regalado. Generoso a la hora de la muerte Un hombre viajaba de una ciudad a otra cuando supo que se había trabado una sangrienta batalla y que su primo se encontraba entre los soldados heridos. Se apresuró en llegar hasta el lugar para descubrir que su familiar estaba a punto de morir. Echó mano de su cantimplora y le ofreció un poco de agua, pero en ese instante otro herido gimió, y el primo le pidió que le diese de beber al soldado que estaba a su lado. –¡Pero si voy hasta él, es posible que tú no sobrevivas! ¡Tú ya has sido suficientemente generoso durante toda tu vida! Reuniendo sus últimas fuerzas, el herido respondió: –Razón de más para seguir siendo generoso hasta el momento de mi muerte.

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