martes 18 de marzo de 2008
Impostores
Leo con perplejidad que el bueno de Bernat Soria, el destripador de embriones metido a ministro de progreso, podría haber ‘tuneado’ su currículum, exagerando sus méritos académicos, atribuyéndose colaboraciones con eminentes científicos a los que apenas habría conocido de vista, etcétera. Mientras escribo estas líneas, tan pintoresco asunto aún no ha sido dilucidado; pero la sospecha de que el bueno de Bernat hubiese jugado a la mistificación, colgándose medallitas que no le corresponden, empieza a adquirir visos de certidumbre. Lo cual no hace sino añadir ribetes de fascinación al personaje: un político corrupto, maniobrero o meramente mendaz se me antoja la más anodina de las personas; en cambio, un político capaz de incorporar episodios falsos a su biografía está dotado, como mínimo, de imaginación. Y la imaginación puede ser una expresión distintiva del talento.
Lo confesaré: los impostores siempre han despertado en mí una irreprimible atracción. Hubo un tiempo, allá por la época de entreguerras, en que Europa se llenó de impostores: delincuentes que se hacían pasar por refugiados políticos, pícaros que se arrogaban títulos nobiliarios, descendientes apócrifos de tal o cual rey destronado, cortesanas con ínfulas de zarinas… La ramplonería ambiental suele asimilar al impostor con el truhán; y, ciertamente, existe un primer impulso de truhanería en ese afán por apropiarse de hazañas o azares genealógicos que no nos corresponden. Pero el impostor es algo más que un simple truhán: a la hora de caracterizarlo psicológicamente, importa mucho más el esfuerzo por hacer verosímil la impostura que la impostura en sí misma. El truhán usurpa una identidad que no es la suya para obtener un beneficio inmediato; el impostor, por el contrario, hace suya esa identidad usurpada hasta subsumirse en ella, hasta lograr que sea más verdadera que la suya propia. En cierto modo, podríamos decir que el impostor es un artista, incluso el más exigente y abnegado de los artistas; pues, a diferencia del actor, que adopta identidades prestadas mientras dura la representación de su personaje, el impostor hace de la vida entera una representación sin descanso.
A veces, es cierto, el impostor urde su impostura para obtener a cambio, como el truhán, un beneficio o ventaja. Otras veces, en cambio, falta esta motivación fraudulenta; y es entonces cuando el impostor se convierte en artista puro, es entonces cuando su epopeya mistificadora nos emociona hasta las lágrimas. Nada importa que en estas imposturas de ley medie la megalomanía o la esquizofrenia; lo que de verdad importa es el deseo de ser otro, de reinventarse a uno mismo, haciendo de la vida una obra de arte en constante progreso. Un ejemplo de impostor en el sentido artístico de la palabra lo encarna el escritor inglés Frederick Rolfe, más conocido literariamente como Barón Corvo, que por supuesto se trata de un título nobiliario apócrifo. Rolfe estaba convencido de que la aristocracia de su espíritu y su vocación felina de singularidad no podían conformarse con la existencia de pobre diablo que el destino le había asignado; y se empeñó en vivir por encima de sus posibilidades, urdiendo mil añagazas y llevándose mil berrinches cuando la realidad contrariaba su deseo. También estaba convencido de que habría podido ser un magnífico Papa; y no dudó en convertirse al catolicismo, para facilitar esta pretensión. Como sus querencias homosexuales y cierto carácter indisciplinado le impidieron ordenarse sacerdote, se desquitó escribiendo una novela portentosa y desquiciada, titulada Adriano VII, en la que, siquiera literariamente, hizo realidad sus aspiraciones.
La fascinación de la impostura es tan fuerte en algunas almas sensibles que las impulsa a convertirse en falsos impostores. Hubo un tipo que trabajaba como barrendero en Disneylandia que un día vio en la tele cómo entrevistaban a un impostor famoso que se había hecho pasar por cirujano eminente, físico de la Universidad de Harvard, novelista finlandés premiado con el Nobel, presidente argentino casado con una estrella de cine y no sé cuántas cosas más. El barrendero pensó al principio: «Mierda. Yo también podría hacerme pasar por todos esos tipos tan extraños». Pero luego recapacitó: «¿Para qué hacerme tanta mala sangre? Será mejor hacerme pasar por el impostor». A mí me ocurre como a este barrendero de Disneylandia: después de leer, fascinado, que el bueno de Bernat quizá haya ‘tuneado’ su currículum, me han entrado unas ganas irreprimibles de hacerme pasar por el bueno de Bernat.
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martes, marzo 18, 2008
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