viernes 28 de marzo de 2008
LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
El otro Birmajer
Por Horacio Vázquez-Rial
Después de haber leído con devoción y ternura, y a veces muchas risas, las Historias de hombres casados de Marcelo Birmajer, o su espléndida novela Tres mosqueteros, la mejor que se ha escrito sobre la militancia de izquierdas en la dictadura argentina, con la necesaria dosis de humor para sobrellevar el patetismo de la realidad, aparece Historia de una mujer, que leí una vez y media.
O, para ser más precisos, media vez y una vez. Me explico: era lo único que tenía para leer en la casa de un amigo, en la que pasé algunas noches de viaje. Pese a saber que no iba a poder terminarla y que no me la podía llevar, leí la primera parte. No sé si estaba distraído o tonto, pero no me di cuenta de la importancia del libro en esa ocasión. Sólo comprendí que estaba ante otro Birmajer, simplemente distinto.
Días más tarde, volví a leer lo que había leído y, esta vez, terminé la novela. Y resulta que es muy probable que este Birmajer diferente sea aún mejor que el precedente. En Historia de una mujer no hay humor. Porque en la vida no hay humor: el humor es un comentario, un escudo, una invención para que lo real duela menos. Esta novela está llena de dolor y de gente que ha dejado el dolor mismo, que ha logrado anestesiarse y parece indiferente a las cosas terribles que les ocurren. A la protagonista, Isabel, una mujer demasiado bella para poder vivir en paz, hay un punto en que las cosas únicamente le ocurren, u ocurren a su lado, sin que ella pueda hacer nada para cambiarlas, y opta por seguir lo que el destino le impone.
Los personajes de Historia de una mujer están relacionados como para exponer una prueba práctica de la teoría de los seis grados. Un lector renuente puede pensar que sus vínculos son inverosímiles, pero en realidad sólo son rocambolescos: en los libros de Ponson du Terrail que tenían por eje a Rocambole sucedían cosas que exigían un pacto estricto entre autor y espectador, había demasiadas casualidades, aparecían, desaparecían y reaparecían caracteres, relacionados entre sí de las maneras más extrañas y lejanas. Y lo mismo pasa en el libro de Birmajer, y en la experiencia humana más corriente.
Tengo un recuerdo de mi primera adolescencia, cuando leí a Ponson porque estaba en la biblioteca de casa: en mi familia, que estaba llena de locos, de raros, de excéntricos convencidos de que no había un centro al que referirse, todos me insistían mucho en que aquellos libros contenían excesos propios de una imaginación febril, y que las cosas narradas en ellos no tenían correspondencia alguna con la verdad posible: no había niños abandonados que reclamaban derechos a sus padres, hallados por aparentemente puro azar, al cabo de los años (y eso que no había pruebas de ADN), y no había malvados que los esclavizaran, ni orfanatos sombríos, ni putas tísicas y heroicas, ni se cometían crímenes que quedaran para siempre impunes, situaciones de las que yo sabía perfectamente que se reproducían constantemente, aunque aún había visto poco del mundo.
La historia de Isabel, la mujer creada por Birmajer en esta novela mayor, está llena de esas cosas, que no voy a contar por motivos obvios. Apenas mencionar los crímenes sin castigo que encajan perfectamente en la lógica de la existencia, los macarras que ejercen el que consideran único oficio natural del varón, el hospicio, el huérfano rescatado... Y todo ello sin una sola deriva hacia el melodrama: Historia de una mujer no arranca lágrimas, aunque oprima el pecho. Está llena de trágica razón: este mundo es espantoso.
Por una vez en la literatura de Birmajer, no hay personajes judíos. Sin embargo, la presencia de Bashevis Singer y de Philip Roth está allí (sobre todo, la del Singer de escenario sórdido de Escoria). Pero Birmajer es hombre de triple tradición narrativa: la judía, la argentina y la norteamericana. Y sobre Historia de una mujer se proyecta la sombra inevitable (para quien quiera escribir Buenos Aires) de Roberto Arlt: el Eugenio Turacci de Birmajer evoca a Haffner, el Rufián Melancólico de Los siete locos (derivado del cervantino rufián dichoso, aunque libre de cualquier consuelo de penitentes, ni el de Fray Alonso ni el de ningún otro, un rufián mucho más dostoyevskiano, como tocaba a Arlt); y el tono de la Aventura de un fotógrafo en La Plata, de Bioy Casares, el tono y sólo el tono, se percibe en algunos momentos: la realización novelística del modo indiferente de Borges en determinados relatos ("Emma Zunz"), que a veces sostiene acontecimientos tenebrosos ("El perjurio de la nieve", de Bioy). Y, por último, Hammett y Cain.
Toda la literatura está en la literatura antes que en la vida. Por eso heredamos y construimos, aun sin saberlo, tradiciones. Y no hay novela grande que no pertenezca a alguna de ellas, no hay narraciones sueltas. No hay Pasternak ni Grossman sin Tolstoi, pero no serían inmensos si sólo fueran Tolstoi. Es en lo sincrético donde mejor prosperan las tradiciones. En lo que los tontos musicales llaman ahora "fusión", como si no fueran fusión el tango, el jazz, la bossa nova o el fado, en los que se mezclan varios continentes y no pocas religiones. Eso es Historia de una mujer como adopción de un legado múltiple.
Hace años leí una edición de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier que tenía en la portada la fotografía y la pintura de un par de zapatos. Estupideces así se cometen todos los días. No hagan caso de la portada, en la que aparece un rostro de mujer de cómic que nada podría tener que ver, nunca, con la Isabel de Birmajer. Cómprenlo igual. Y lean una gran novela.
MARCELO BIRMAJER: HISTORIA DE UNA MUJER. Seix Barral (Barcelona), 2008, 221 páginas.
Pinche aquí para acceder a la página web de HORACIO VÁZQUEZ-RIAL.
vazquez-rial@telefonica.net
http://libros.libertaddigital.com/articulo.php/1276234465
viernes, marzo 28, 2008
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