miercoles 19 de marzo de 2008
HISTORIA
Un hispano-francés, ante la "Guerra de Independencia"
Por Juan Gillard López
Embocar el bicentenario del Dos de Mayo cuando uno es al tiempo español y francés, o viceversa, sugiere una mezcla de desasosiego y pasión difícil de superar. Llevar en un riñón a Castaños y en el otro a Murat anuncia digestiones complicadas si no se toman las medidas depurativas adecuadas. En todo caso, y para mayor confusión del lector, me concederán la licencia de hablar en primera persona cuando refiera las ópticas de ambos bandos.
Para empezar, nunca he entendido el título utilizado en España de "Guerra de Independencia". Se trata de una expresión propia de conflictos de emancipación colonial, y no encaja con la rebelión de una nación en armas cuya soberanía sólo cesó brevemente, para transformarse, y que desarrolló el primer Estado moderno en el sentido renacentista de la palabra. Los franceses dicen la "Guerre d'Espagne", sin necesidad de mayores añadiduras.
Jean Lannes era uno de los contados mariscales de Napoleón que, junto con Oudinot, Lefebvre o Auguereau, realmente procedían de la tropa y habían ascendido gracias a su arrojo, por méritos de guerra. En su caso, no sólo tuteaba al Emperador, sino que con una regularidad aún más temeraria lo embroncaba hasta límites insospechados, lo que no pocas veces estuvo a punto de llevarles a la ruptura.
Durante el crepúsculo del día de la batalla de Essling, Lannes se sentó en una zanja a descansar, abatido por la muerte del general Pouzet, viejo amigo y maestro de armas que acababa de caer fulminado, con una bala en la cabeza, mientras paseaban juntos. A los pocos minutos, una granada de cañón austriaca llegó rebotando y le destrozó las piernas a la altura de las rodillas. Tuvo una muerte lenta, debida, más que a las propias heridas, a la septicemia que le invadió en los días siguientes, a pesar de la amputación practicada.
Enterado Bonaparte, se precipitó para recoger el último estertor de uno de sus pocos amigos sinceros, al que lloró durante semanas. Ocasión que el agonizante aprovechó para soltar a su mentor un último chaparrón: "Tu ambición es insaciable y te perderá... Serás traicionado y abandonado. Date prisa en terminar esta guerra, es el deseo general. Ya no podrás ser más poderoso, pero sí más querido".
Efectivamente, apenas hacía unos meses que Lannes había coronado la toma de Zaragoza. Numerosos autores franceses reconocen que esta experiencia le había marcado en lo más hondo. En su camino de vuelta, en el curso de una parada en el castillo de Mongermont, dijo a sus anfitriones: "Verse obligado a matar a tantos valientes, o incluso a tantos furiosos... Esta guerra es horrible. Es una guerra inhumana, puesto que, para conquistar una corona, primero hay que matar a una nación que se defiende, y esto es triste y largo. Es un gran error atacar de esta manera las convicciones de los hombres". Y eso es lo que vio Lannes en los españoles: una nación en armas, en el más noble sentido que los ilustrados del siglo XVIII dieron a dicha expresión.
El propio Napoleón, desde su retiro en Santa Elena, confesaría: "Inicié muy mal todo este asunto, lo confieso. La inmoralidad debió de mostrarse demasiado patente, así como la injusticia y su cinismo (...) Esta desgraciada guerra de España fue una verdadera calamidad, la causa primera de las desgracias de Francia".
Ya lo dijo Jean Tulard, considerado en Francia el pope de la napoleonología moderna: "El único país que no nos ha perdonado la invasión es España". El mismo autor, en su introducción a una monografía sobre la Campaña de Rusia, recuerda que, si bien Tayllerand afirmó que el "principio del fin" tuvo lugar al cruzar el Niemen, él sabía mejor que nadie que debía retrotraerse al paso de los Pirineos en 1808.
Pero, entonado el mea culpa del antiguo invasor, resulta triste enfrentarse a la valoración dispar que en España hacemos de un acontecimiento que debiera ser angular. La conclusión pasa por poner de manifiesto una de tantas empanadas mentales que caracterizan el análisis de nuestra historia, de acuerdo con aproximaciones de izquierda/derecha o separatismo/españolismo. Para terminar de complicar el cóctel sólo faltaba la publicación de alguno de los libros recientemente puestos en el mercado. Efectivamente, sin negar su evidente interés, uno no sabe si debimos resistirnos al invasor, someternos a sus intenciones modernizadoras o todo lo contrario.
En cualquier contienda, las motivaciones que impulsan a salir a la calle y jugarse la vida son tan variadas como las personas que intervienen en ella. Por otra parte, es claro que el pueblo llano, que poco o nada tiene que perder, y todo que ganar, es más propicio a la revolución que el burgués instalado. Situación que en la España de 1808 se vio acentuada por la defección de la cabeza del Estado y el desmoronamiento del ejército regular.
Pero lo cierto es que no sólo se trató de una subida de mala leche cavernaria, sino de la materialización de un impulso patriótico tan antiguo como natural frente a la visión de una tropa extranjera en la calle de uno y que cristalizó en la Constitución de Cádiz, que supuso el paso del Antiguo Régimen a la soberanía popular depositada en el Tercer Estado o Nación (española, por más señas).
La conmemoración en condiciones de la guerra de 1808 resulta fundamental en la desvencijada nación española, por cuanto fue el último impulso patriótico que nos puso de acuerdo a casi todos, sin distinción de geografías. Lo que vino después fueron guerras civiles o desastres coloniales que sólo sirvieron para disgregar. Sería el momento de enseñar a los niños del sistema educativo autonómico quiénes fueron el Tambor del Bruch o Agustina de Aragón, ambos catalanes, y cómo arriesgaron su vida por la supervivencia de la idea de España.
Los pueblos mentalmente equilibrados celebran aquello que les une, y nunca los acontecimientos que les separan, las diadas, los aberri egunas y otras calenturas de historia-ficción. Pero, en fin, para qué nos vamos a engañar: este género de incertidumbres augura un bicentenario bastante lóbrego, en el que primarán los ninguneos y que sólo salvará Madrid, celebrando como se merece el Dos de Mayo, a lo que se sumarán con entusiasmo muchos franceses.
Efectivamente, a falta de consuelos morales patrios, de nuevo deberemos dejarnos arropar por el juicio de los referentes galos y, tomando la síntesis de André Castelot, recordar que, "por primera vez, los soldados veteranos de la revolución ya no luchaban contra reyes, sino que se enfrentaban a un pueblo que combatía por su libertad".
http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276234442
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