martes 18 de marzo de 2007
El peligro de nuestro inexistente bipartidismo
Por Manuel Ramírez, Catedrático de Derecho Político
A poco de comenzar nuestra actual andadura democrática, ya aparecieron algunas opiniones sosteniendo la definición de bipartidismo para el todavía poco rodado sistema de partidos. Es cierto que, en ocasiones y quizá por no andar muy segura la afirmación, lo que se vino a usar fue eso de «bipartidismo imperfecto». Y, a la sazón, este parecer descansaba sobre una casi previsible alternancia entre dos fuerzas con mayoría de votos: UCD y PSOE. Personalmente y en diversos trabajos científicos me opuse a tan prematuro veredicto, sosteniendo que, por el contrario y de acuerdo con los clásicos criterios del maestro Sartori, en España de lo que había que hablar era de «pluripartidismo limitado», definición que permitía perfectamente el pacífico juego de la política. Antes de avanzar habrá que aclarar algo que para mí parecía obvio en aquellas circunstancias (fines de los setenta y comienzos de los ochenta). Unión de Centro Democrático, con ser la fuerza que más y mejor había contribuido al nacimiento de nuestra democracia, estaba llamada a desaparecer pronto. Existían varias razones para tan triste destino. Sea suficiente el recordatorio de que la UCD mucho más que un partido sólidamente consolidado se quedaba en valiosa agrupación de notables, no siempre de acuerdo en las soluciones para los grandes problemas y con permanentes presiones hacia el liderazgo de su reagrupador, Adolfo Suárez. Por supuesto que a él y a algunos de sus ministros (y los nombres de Rosón, Gutiérrez Mellado o Abril Martorell quedarán para la historia, junto a los finales esfuerzos de Calvo-Sotelo) debemos muchos logros claramente meritorios. Sin embargo, la mera imposibilidad de una adecuada Ley para la Universidad, boicoteada desde el mismo seno del partido, bien puede servir de ejemplo de las opuestas presiones del conjunto de barones.
En los actuales momentos y tras los claros resultados de las últimas elecciones, vuelve la tendencia a la denominación de bipartidismo. Y ahora, en boca de perdedores, como algo nefasto. Va de suyo que la vigente ley electoral está pidiendo a voces una reforma, como al igual las culpas sobre notables pérdidas de votos pueden estar, igualmente, en los programas o en las campañas electorales de quienes se duelen. No me corresponde entrar en el fondo de este problema. Diré únicamente que, en mera teoría, el bipartidismo no es ni bueno ni malo. Sencillamente, es o no es. Y, a mi entender, en la España de nuestros días, claramente no es. Dos son los tipos de razones en que me atrevo a justificar la afirmación.
En primer lugar, las razones que podríamos denominar teóricas o generales. Andan entre los expertos de la Ciencia Política hace ya bastante tiempo. Ante todo, no estamos en el contexto geográfico, cultural ni social del bipartidismo, que no es algo que florezca de pronto ni en cualquier lugar. Una situación de bipartidismo requiere, sobre todo, una larga trayectoria electoral que haya ido conformando el sistema de partidos hacia la competencia entre dos grandes fuerzas políticas asentadas que se turnan en el poder y que no resulta afectada por ningún otro tipo de competencia real con posibilidades. Algo, entre nosotros, todavía inexistente. Y se requiere, en segundo término, un contexto sociopolítico muy diferente al español. Un contexto de sociedad consensual, sin cleavages, plenamente integrada, con sistema democrático plenamente consolidado y plenamente asimilado por los ciudadanos al menos en sus grandes puntos de partida (forma de gobierno, estructura del Estado, modelo de partidos, etc). Es decir, un tipo de sociedad específico, no exportable. Es el sistema que, como señalara Neumann, conviene a los pueblos satisfechos, «que están siempre de acuerdo sobre los principios generales de la Constitución y sobre la política de sus Gobiernos, no disintiendo con demasiada intensidad sobre los puntos en que están de acuerdo», con lo que se perpetúa frecuentemente una tendencia hacia el conformismo. Un sistema sobre todo propio de la cultura anglosajona, donde la integración es grande y donde las opciones se han atenuado. Los dos grandes partidos, por ello, se convierten más bien en máquinas electorales y pertenecer a uno u otro no descalifica democráticamente al contrario. Un único ejemplo: en EE.UU. tan demócrata es considerado quien defiende la pena de muerte como quien la ataca.
¿Vale esto para nosotros? Evidentemente, no. Quizá porque subsiste la influencia de la carga ideológica con origen en la Revolución Francesa. O quizá por la misma falta de total integración de nuestra sociedad. Lo cierto es que, sin ningún tipo de reparo, nuestros partidos y con mayor o menor fuerza suelen sostener puntos de partida que pueden afectar al mismo sustento básico de la propia comunidad: tipo de Estado, una o varias naciones, monarquía o república, opción religiosa, política exterior, etc. Sin llegar ni siquiera a catalogar un grupo de temas que deben requerir acuerdos de Estado: sanidad, educación, Universidad (por cierto ésta no ha aparecido ni una sola vez en los debates electorales: ¡es que es tan buena!), justicia, etc. Frente al acuerdo básico, lo de cambiarlo todo. Y así nos va, claro.
Y en segundo lugar estarían las razones que yo llamaría «hispánicas». Es decir, las derivadas de otra forma de ser. Algo que choca frontalmente con la idea del pacífico bipartidismo. Siempre nos ha costado mucho aceptar los puntos de partida y opiniones del otro. Este, «el otro», no suele ser el distinto, sino el adversario a eliminar. Escribía el maestro Dahrendorf que «El demócrata es el individuo que ha llegado con los demás al acuerdo de ser distinto de ellos». Y allá, hace ya tiempo, en su famoso ensayo «Sobre la libertad» nos legaba John Stuart Mill esta sentencia: «Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de acallar sea una opinión falsa; y si estuviéramos seguros, también sería incorrecto acallarla».
¡Qué lejos estamos de estos postulados! La verdad ha sido siempre la de cada uno y por ello hay que despreciar la ajena. Y dentro de esa verdad también siempre ha cabido todo: la interpretación o manipulación del pasado (¡léase Ley Memoria Histórica!) economía, fronteras (¿Cataluña o Países Catalanes?), idioma, cultura y hasta la misma apropiación u olvido, según convenga, del todo común llamado España.
Entonces, mal camino para el bipartidismo. Sería algo construido desde el «apasionamiento atropellado y pueblerino» que condenara Ortega. El que existió durante la Restauración no puede servir de precedente por estar lastrado, desde el comienzo, por un enorme falseamiento llamado caciquismo. Dejemos que el innegable pluripartidismo limitado se vaya limando, mientras, a la vez naturalmente, se vayan limando también las aristas de nuestra sociedad. Si no es así, si es artificial y creado para la lucha política, siento terminar diciendo que a mí, en vez de a bipartidismo, me suena a «bifrentismo». Y de eso ya tuvimos las consecuencias en un pasado no tan lejano y tan poco asumido. Al igual que de eso, de un tanto irascible, es lo que para la sociedad ha dejado la última consulta electoral.
MANUEL RAMÍREZ
Catedratico de Derecho Politico
http://www.abc.es/20080318/opinion-la-tercera/peligro-nuestro-inexistente-bipartidismo_200803180249.html
martes, marzo 18, 2008
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1 comentario:
En Galicia no se pondrán nombres a calles con el nombre de Gutiérrez Mellado
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