viernes, marzo 28, 2008

Garcia Brera, Fervor, originalidad y grandeza en las procesiones de Lorca

viernes 28 de marzo de 2008
Fervor, originalidad y grandeza en las procesiones de Lorca
Miguel Ángel García Brera
D URANTE la pasada Semana Santa, he asistido a un espectáculo de gran categoría. No me recato en hablar de espectáculo, porque creo que la palabra sirve también para lo religioso, y así lo conviene la Real Academia, cuando en la segunda acepción lo define como “aquello que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de interesar y mover el ánimo”. En Lorca, aparte de las procesiones, que se celebran con fervor y en el sentido tradicional de las mismas, incluyendo las saetas, se representan dos espectáculos grandiosos, en los días claves de Jueves y Viernes Santo, capaces de mover intensamente el ánimo de los presentes e interesar incluso a los más escépticos o críticos. Durante la Semana Santa, y aún antes, desde el Viernes de Dolores hasta la gran fiesta de la Resurrección, salen a la calle las distintas Hermandades y Cofradías, tituladas, más habitualmente, Paso Blanco, Paso Azul, Paso Negro, Paso Encarnado y Paso Morado. El Jueves y el Viernes Santo, llevan el gran peso de los desfiles los "enfrentados" Paso Blanco y Paso Azul, enfrentamiento que separa, temporalmente, incluso a los parientes durante esos días en que cada uno, siempre con raíz religiosa, desea que el desfile organizado por su Paso sea el más imponente. Ambos rivalizan por hacer honor, primero a su gran devoción a Cristo y a las dos Vírgenes titulares, la de la Amargura y la de los Dolores, y también, desde al año pasado, al hecho de haber sido la Semana Santa lorquina declarada de Interés Turístico Internacional. El cortejo - que tarda en hacer el recorrido más de tres horas - se forma con un recuerdo bíblico, en majestuosas carrozas y profusión de troncos de cinco y seis corceles, cuádrigas, carros unipersonales y caballistas, que llevan a la calle personajes de pueblos y culturas cercanas a la historia del pueblo judío y a la del cristianismo, como Moisés, Asuero, Esther, Alejandro Magno, Octavio, Tutankamon, Cleopatra, Tiberio César, Santa Elena, Constantino, Teodosio, y muchos más. A lo largo de la avenida, de casi un kilómetro, el paso de los caballos se convierte en una apoteosis de la doma y el valor y preparación de los jinetes, que cabalgan -avanzan y retroceden-, hacen cabriolas y suertes fantásticas, en una exhibición ante el público que abarrota las gradas laterales. Aunque, en principio, parezca raro encontrar en una procesión cristiana a tipos como Nerón –al que por cierto los espectadores arrojan productos de la huerta como rechazo a su persecución religiosa- la lógica marca el desfile de Lorca. Así se comprende cuando el recorrido relativo al mundo pagano o precristiano se cierra, por el Paso Blanco, con la carroza dedicada al triunfo del cristianismo en la que parece Satán encadenado y triunfante San Miguel arcángel, con San Pedro, primer Papa, luciendo el, indescriptiblemente bello, manto de la Resurrección. El Paso Azul, por su parte, cierra su muestra bíblica con la carroza “La destrucción del Espíritu Malo”, inspirado en El Apocalipsis y con sus Cuatro Jinetes. En ambos casos, como preludio de los grupos escultóricos cristianos, flanqueados por sus cofrades. Mientras carrozas y caballistas avanzan, el pueblo va enardeciéndose, cada cual al hilo de su Paso, celebrando las novedades y "picando" a los del otro, con gritos llenos de gracejo y espontaneidad. Así se entablan pequeñas disputas a voz en cuello sobre si el águila majestuosa del estandarte blanco más bien parece un pavo o preguntando los blancos si no hay azules en la grada, dando a entender que se les oye menos. Pero la gran emoción se expresa en la otra faceta del desfile, cuando las imágenes religiosas y, especialmente las Vírgenes, pasan a hombros de hombres y mujeres y se alzan de vez en cuando con milimétrica maestría. "Guapa, la única guapa, la Reina de Lorca, la Madre nuestra", son gritos que se repiten desde las gradas, dirigidas como un pregón de los unos frente a los otros, siempre en un ambiente de respeto, a pesar de la pugna “que mueve el ánimo” en favor de la Virgen de la que se es devoto. Hay que añadir que el vestuario es impecable y llamativo, y en él destacan los mantos bordados en oro, plata y seda de vivos colores, alguno de los cuales se tardó en confeccionar veinte años, habiendo sido muchos de ellos declarados bienes de interés cultural por la finura de un bordado que sólo se da en Lorca y que se pueden ver en los Museos de cada Paso. Este año, la llovizna hizo acto de presencia el Jueves Santo, pero se abrieron, a ratos, los paraguas y el cortejo siguió bajos los rubenianos arcos triunfales, que no fueron sino el clamor de la gente, que también se ponía en pié y se recogía en impresionante silencio en los momentos cumbres. El Viernes Santo, los cofrades tenían reluciente y a punto, tras un trabajo de titanes para evitar los efectos de la lluvia anterior, todo el amplio surtido de varales, faroles, trajes, estandartes, mantos, tronos y un largo etcétera. El cielo premió, con mejor tiempo, tan devoto esfuerzo y lució el espectáculo en toda su grandeza estética y religiosa. Conozco las procesiones de Valladolid, Sevilla y otras ciudades, pero con ser impresionantes, la originalidad de la de Lorca obliga a visitar esa ciudad, -por otro lado monumental y acogedora-, en esos días grandes de la Pasión de Cristo. Y, aunque un cristiano en ese trance se conmueve con el dolor de Jesús y el de su Madre, también se anticipa en su alma saber que el Hijo de Dios va a resucitar el Domingo, de modo que los Vivas a la Virgen, escuchados en Lorca, nacen de la seguridad de que, tanto la de la Amargura como la de los Dolores, volverán a sus templos para seguir protegiendo a los que, unidos en la intención, laboran por el esplendor de la Semana Santa, aunque, a la hora de su representación, tengan a gala sobresalir sobre el Paso ajeno. La grandeza de las dos procesiones reseñadas es muy superior a la que mi pluma puede expresar, pero todavía hay otras de necesaria evocación, como el conmovedor encuentro del Cristo del Rescate con San Juan y la Verónica –ésta a hombros de unas cien mujeres-, en la monumental Plaza de España, al pie de la excolegiata de San Patricio, cuando la noche se ilumina con los hachones y faroles al paso de los cofrades, vestidos con túnicas y capuchones de singular gusto. Al final de la procesión, “la recogida” en la iglesia de Santo Domingo eleva la tensión fervorosa al máximo. Pero quizá el acto de mayor expresividad del pueblo se produce, para pasmo de los forasteros, cuando la Virgen de la Amargura, luciendo uno de los mantos más notables, el Viernes Santo, tras procesionar, entra en su iglesia de Santo Domingo, no sin grandes esfuerzos de sus 132 portapasos para conseguir que no sufra daño al penetrar por una puerta casi de la misma anchura que la carroza que la lleva, hecha de caoba, plata, quince medallones de marfil y un dosel bordado con primor. Los jóvenes – ellos y ellas, sin distinción - se alzan unos a otros, se suben a hombros para acercarse más a la altura del Trono y gritarle a la Virgen, roncos de haberlo hecho ya en el desfile, los mejores piropos. Desde el privilegiado lugar del Coro, me he emocionado al escuchar el silencio contenido de quienes la esperan inundando toda la iglesia despojada de bancos, antes de prorrumpir en vítores y aclamaciones persistentes cuando entrar la bellísima imagen, realizada en cedro y pan de oro.

http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4523

No hay comentarios: