martes 25 de marzo de 2008
Reflexiones sobre el oficio de escribir
Félix Arbolí
A veces me pregunto por qué se escribe y para qué. Después de tantos años dedicado a esta fascinante misión o menester, elija lo que más le guste, aún no tengo clara la respuesta. Se que desde que tengo uso de razón, (mejor debería decir tuve, ya que el tiempo y las circunstancias me han hecho dudar en muchas ocasiones si continuo razonando o todo ha quedado en reliquia de un pasado lejano), me veo con ánimos y entusiasmo para escribir. Pero es un empeño que me sale de dentro, instintiva, inherente a mi manera de ser. Recuerdo que a veces lo que había plasmado en el papel era un cúmulo de incongruencias o un galimatías difícil de comprender, que quedaba postergado en alguna vieja carpeta, cajón o libro de escasa consulta, soportando un sueño profundo de dudoso despertar. Tengo perdidos por los distintos lugares donde han transcurrido mi vida escritos, versos y naderías que llenarían espacios quilométricos de aburrido e inservible material en la mayoría de los casos. Tengo la vaga idea de que mi primer trabajo, si se le podía dar tal calificativo, era una parodia en verso del célebre cuento de las cigarras y las hormigas. Si, porque mis primeros intentos en este apasionante mundo de la imaginación fueron líricos. No habían llegado aún a los siete años mi aterrizaje en este valle de lágrimas y sorpresas. Sí me consta que fui todo entusiasmado a enseñárselo y leérselo al entonces novio de mi hermana y mi decepción fue enorme cuando no le prestó la menor atención, ni siquiera por mera cortesía. Fue la primera decepción literaria que sufrí en mi vida y a pesar de haber transcurrido cerca de setenta años aún la sigo recordando. Misterios de la memoria y testimonio de mi temprana vocación literaria.. Siempre me recuerdo utilizando cuadernos, folios y cuantos espacios en blanco llegaban a mis manos, para expresar mis opiniones y estados de ánimo, descubrir poéticamente mis sentimientos amorosos a esas deliciosas e inolvidables novias de la infancia y primera juventud y exponer según me venían a la mente todo lo que sentía, me preocupaba y deseaba. Es decir, liberar mis sueños e inquietudes de ese recóndito lugar donde se hallaban. La razón que nos impulsa a escribir abarca un amplio abanico de motivaciones. Hay quien escribe por llenar los ratos vacíos y perdidos que con tanta frecuencia se suceden en nuestra vida. Por simple divertimiento. Normalmente no tienen en mente publicar sus genialidades y las guardan entre sus cosas más íntimas y secretas. Ocasionalmente puede que alguien las descubra, las lea e incluso hasta lleguen a alabarlas, por convencimiento o adulación, para sorpresa del propio autor. Forman parte de ese bagaje que todos vamos acumulando en el día a día de nuestra existencia, en una mezcla nostálgica y variopinta, que se guarda en el baúl, estantería, cajón o trastero donde duermen su inactividad. Son objetos y cachivaches de los que no deseamos desprendernos aunque tampoco los consideremos de posible y momentánea utilidad. Una acumulación de polvo y ocupación de espacio que generalmente acaban cuando nuestra madre o esposa decide hacer limpieza sin consultarnos, ante el temor de que si lo hacen no nos prestemos al desalojo. ¡Cuánto me hubiera gustado conservar todas esas fotos, objetos, escritos, reportajes y recuerdos de toda índole que desaparecieron en pensiones abandonadas con nocturnidad y alevosía en mis años de bohemia y soltería, en traslados y mudanzas andaluzas y en los distintos escenarios madrileños donde se han ido agotando las “Duraceli” de mi vida!. Hoy algunas de esas futilidades alcanzarían valores importantes en el mercado del coleccionismo y en el de mi propia estimación personal. A veces pienso en lo que tuve y no tengo, en lo que pude ser y no soy y en lo que no supe valorar y ahora me pesa haber perdido inútilmente. No obstante, las circunstancias y la experiencia me han hecho reflexionar de que es más importante y satisfactorio valorar lo que se tiene, que lo que se perdió. También existen los que al escribir ambicionan perpetuarse más allá de los límites vitales y utilizan los dones que Dios le ha concedido con ese objetivo. Son los autores llamados “clásicos”, que alcanzan la inmortalidad porque sus obras no han perdido interés ni vigencia al paso de las generaciones. Los Goya, Velázquez y Picasso de las letras, por citar ejemplos de genios españoles con estilos distintos. Los privilegiados de Calíope. Dentro de este grupo encontramos los que solo pretenden demostrar a los lectores su saber y dominio sobre un tema determinado movidos por la vanidad y el reconocimiento general a la perfección y belleza de su obra o los que están inspirados y motivados por la noble idea de hacer partícipe al lector de una serie de materias y conocimientos que ellos poseen y desean compartir sin petulancia. Suelen ser éstos últimos los que alcanzan los méritos suficientes para lograr la admiración permanente universal. Nada obstaculiza su propósito ni contamina su indeleble huella. Los hay asimismo quienes aprovechan la coyuntura de un logro en cualquier otra actividad o una popularidad no siempre alcanzada por méritos dignos, para lanzarse al ruedo literario con el recurso del llamado “negro” en el argot, y relatar sus memorias inventadas, corregidas, aumentadas y distorsionadas, según aconsejen las circunstancias, tratando de ganarse unas pesetas y verse lanzado a una efímera fama literaria por una vez en su vida o mientras su “negro” le pueda seguir siendo útil. Yo recuerdo a un antiguo compañero y buen amigo, al que pude saludar recientemente con enorme alegría por parte de ambos, Antonio Arias, que era un verdadero superdotado. Siempre había sido para mi un compañero al que admiraba, respetaba y consideraba, pues me constaba que se trataba de uno de esos fenómenos que pasaban por nuestra vida sin que nos diéramos cuenta, ni recibieran el homenaje de admiración y alabanza que se merecían. Su firma aparecía en “Pueblo”, en la sección de pasatiempos, porque era el más prolífico y capacitado autor de crucigramas, jeroglíficos y todo tipo de enrevesados entretenimientos que he podido conocer y comprobar. Resultaba sorprendente verlo en plena actividad sacándose de la “mollera” signos, palabras y definiciones con una rapidez apabullante. Un trabajo que a cualquier ser humano normal e incluso inteligente le hubiera supuesto una larga jornada de ininterrumpido trabajo. Pero no era sólo esta increíble habilidad la que desarrollaba, sino que alternando con ella hacía reportajes, escribía artículos y hasta servía de “negro” a un archiconocido autor de novelas del Oeste, (no, no se trataba del “Coyote”), al que le escribía sus historias con todo tipo de detalles y pormenores, sin moverse de su mesa de trabajo en un tiempo record y por el precio de “quinientas pesetas” de las de entonces por cada obra, a la que el reconocido “autor” sólo tenía que firmar para sacarle un precio varias veces multiplicado. Hablo de los años sesenta. Esta era un claro ejemplo de escritor inspirado y capaz al que no le movía la ambición de la gloria, ni el reconocimiento personal. Lo hacía por el simple placer de escribir y dar cancha libre a sus impulsos, ocupando su tiempo en una actividad que le era grata y lucrativa. ¿Hasta donde podría haber llegado este ingenioso compañero si hubiera firmado con su nombre?. Me río yo de muchos de los que ocupan hoy lugares privilegiados. Desde estas líneas mi más cariñoso saludo y un fuerte abrazo. Escribir no es nada fácil. Depende la inspiración, del asunto a tratar y del estado de ánimo. Al menos en mi caso. Lo que pasa es que compenso mis posibles limitaciones con un entusiasmo desbordante y una vocación casi sacerdotal por el oficio. Me he pasado años escribiendo para un solo lector, el autor, con el mismo empeño y devoción que si lo hiciera para publicar en la portada del más prestigioso diario nacional. Sabía que eran sensaciones, pensamientos, historietas y versos que no verían jamás la luz y a pesar de ello seguía en mis trece, en mis catorce y hasta en mis veinte. Con un tesón y entusiasmo blindado ante las decepciones. Porque escribir nunca ha sido para mi un medio de vida y una profesión, aunque mi título y años de periodismo pudieran inducir a lo contrario, sino la fórmula para dar vía libre a mis deseos de compartir mis secretos, tristezas, alegrías, comentarios y pareceres con los lectores. Nunca he escrito pensando en el dinero, ni poniéndolo como condición a mis trabajos, aunque tampoco he rechazado cuando me lo asignaban como retribución o pago. A nadie le amarga un pastel. Tampoco ha sido condición imprescindible para conseguir mi colaboración. Siempre he estado abierto y condescendiente al que me ha pedido mi granito de arena literario, aunque fuera consciente de que no generaría otro beneficio que el de satisfacer una pasión que me ha acompañado desde pequeño y por la que fui capaz de abandonar mi entrañable Andalucía y renunciar a un mundo más cómodo, aunque no tan fascinante. Soy yo el que se sentía agradecido porque me daban la oportunidad de que mis ideas fueran publicadas. Necesitaba expansionarme, descubrir mi verdadero “yo” a todo aquel que tuviera la paciencia y amabilidad de leerme y comprenderme. Si ello era posible. Se que hay temas más interesantes en los que invertir el tiempo y la lectura. Pero mi principal objetivo, aunque a veces me escore a babor o a estribor impelido por las circunstancias, es confesar y compartir con ustedes mis errores, inquietudes, alegrías y tristezas para no tener que soportarlos yo solo. En más ocasiones de las esperadas nos encontramos abrumados por una y mil dificultades que surgen de improviso y nos aferramos a la escritura como único medio de encontrar un “cirineo” entre los lectores, que nos ayuden a salvar ese escollo con solidaridad y comprensión. ¡Necesitamos tanto la solidaridad en este mundo de egoísmos e indiferencias!. Sé que mi sinceridad me ha hecho más daño que provecho. Que no plegarme al gusto generalizado me ha supuesto críticas, indiferencias y silencios, pero no he sabido ocultar mis sentimientos ni dejar de ser consecuente con mis propósitos en aras de una alabanza que supondría la traición de mis ideales. Vivimos en un mundo de fachadas blanqueadas, modélicas actitudes de cara a la galería y ausencia total de la valentía necesaria para reconocer nuestros errores y pedir las debidas disculpas, a pesar de que cuando intentamos ser auténticos y honestos nos tomen por anormales, cutres, desfasados y otras lindezas por el estilo.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4510
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