viernes 14 de marzo de 2008
Carta al presidente del Gobierno
Por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos
HA pasado el tiempo de unos partidos enfrascados en definir las líneas maestras y los aspectos concretos de sus programas. El habitual guión recurrentemente escrito en época de comicios ha llegado a su fin. Ha expirado el momento de sus herméticos cónclaves y sanedrines en búsqueda de los anhelados votos. Vox populi, vox Dei, Voz del pueblo, voz de Dios. El pueblo soberano -único legitimado en un sistema democrático para dar y quitar- ha expresado libremente su parecer. Toca pues, pasados los días de una campaña electoral, truncada por la execrable banda de criminales de siempre, la constitución de las Cámaras y la investidura del presidente del Gobierno.
El procedimiento viene regulado en los artículos 99 y 170-172 de la Constitución y del Reglamento del Congreso de los Diputados. De acuerdo con él, el Rey propondrá a nuestra Cámara Baja -pues el Senado no participa en su investidura ni en su remoción- el candidato a presidente del Gobierno: «...el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno» (artículo 99. 1). Una de las escasas competencias donde el Jefe del Estado disfruta de discrecionalidad arbitral -siempre en aras de facilitar la formación de un futuro gobierno- pero que en los casos de obtención de mayoría absoluta, como donde los resultados atisban claros visos de articular «contratos de mayoría» o «pactos de legislatura», queda reducida de facto a un papel cuasi automático. Una labor a la que el Rey se pondrá pronto, y en donde -de seguirse la práctica- se entrevistará con todos los representantes de los Grupos políticos de menor a mayor importancia numérica.
Y así, satisfechas las consultas, propondrá al actual presidente del Gobierno -su propuesta se publica en el Boletín Oficial de las Cortes Generales- para su investidura. Pero antes, el todavía candidato habrá de superar dos trámites. Primero, la exposición de su programa: «El candidato propuesto... expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara» (artículo 99. 2 CE). Y, segundo, obtener el debido respaldo: «Si el Congreso de los Diputados, por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros, otorgarse su confianza a dicho candidato, el Rey le nombrará presidente. De no alcanzarse dicha mayoría, se someterá la misma propuesta a nueva votación cuarenta y ocho horas después de la anterior, y la confianza se entenderá otorgada si obtuviera la mayoría simple» (artículo 99. 3CE). Lograda la investidura, el Rey procederá, en tanto que acto reglado, a su nombramiento, ya que en una Monarquía parlamentaria el jefe del Gobierno requiere únicamente de la fiducia del Congreso de los Diputados. Un acto refrendado por el presidente del Congreso, asumiendo la responsabilidad del mismo (artículo 64. 1 CE).
Pues bien, a mí -como a los españoles de cualquier espectro ideológico- me gustaría escuchar en el Palacio de la carrera de San Jerónimo, primero, un diagnóstico realista de las cuestiones pendientes y, después, unas líneas de actuación adecuadas para su satisfactoria resolución. Deseo oír en su programa los futuros haceres que la España constitucional reclama de la Política con mayúsculas y de los hombres de Estado.
Primera. Hay que gobernar para todos. Para todos y cada uno de los ciudadanos. Gobierna, claro, la mayoría, pero hay que respetar a las minorías, sobre todo si son tan mayoritarias. El presidente del Gobierno lo es de la Nación española -ahora que se habla tanto de los fastos de 1808 y de 1812- en su conjunto, y en ella cabemos todos.
Segunda. No se puede decir a todo que sí. «Preferisteis el deshonor a la guerra -apuntaba Winston Churchill- pues bien: tendréis el deshonor y la guerra». Todo no es susceptible de atropellada transacción. Existen principios que no entran en el mercadeo político: el respeto a la unidad nacional, desde la correlativa asunción de la diversidad, y la igualdad de todos los españoles cualesquiera que sea su residencia. No nos podemos adherir a los arbitristas consejos que Quinto Tulio Cicerón (Breviario de campaña) brindaba a su hermano, el destacado filósofo romano: «no decir que no a nadie».
Tercera. Aún siendo mucho el premio, ¡el Gobierno de España!, hay límites de intangibilidad. De una parte, hay que respetar las instituciones, que no han de verse vapuleadas por la agria refriega partidista. Una realidad que ha acontecido últimamente de manera continuada y grosera en nuestros órganos constitucionales: el Defensor del Pueblo, el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial. Hace unos días lo recordaba Miguel Artola (Historia de Europa): «Las instituciones hicieron Europa». Y, de otra, hay que salvaguardar unas normas de fair play, unas reglas de correttezza costituzionale. Es inaguantable un ambiente de cainita confrontación y descalificación personal como el de esta extinta Legislatura. Este es el sentido de los versos del argentino Mario Trejo: «De dos cosas debe librarse el hombre nuevo, de la derecha cuando es diestra y de la izquierda cuando es siniestra».
Cuarta. Tenemos que abordar las reformas legislativas necesarias -especialmente la Ley Electoral-. Incluidas las de nuestra Carta Magna (la más importante, cerrar el modelo territorial). Pero eso sí, desde el consenso -aunque hoy sea irrepetible el Pacto político de 1978-, y desde el respeto a la forma establecida para su revisión en la propia Constitución. Nada hay más desleal que reformas constitucionales espurias a través de fraudulentas revisiones estatutarias. Si la mayoría de los españoles -los exclusivos y únicos titulares del poder constituyente- desean un cambio del modelo de Estado, ¡habré de aceptarlo!, pero éste ha de encauzarse de acuerdo con la legalidad constitucional, con luz y taquígrafos, y no a hurtadillas por una inadecuada mutación tácita de la Constitución.
Dicho lo cual, otra advertencia: no hay Estado que resista el incumplimiento de la Constitución y sus leyes por parte de los representantes políticos. No sólo porque lo diga el Texto constitucional -«Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (artículo 9. 1)-, sino porque de ello depende la persistencia del modelo político. Debemos respetar la Constitución, porque como decía Romagnosi, «se impone a los gobernantes para precavernos contra el despotismo»; y el cumplimiento de las leyes, porque, señalaba Desmoulins, «la voluntad de una Nación es la ley. Sólo a ella le corresponde decir: porque queremos».
Quinta. Hay que perseverar en los logros de estos años de convivencia democrática. Unas conquistas forjadas en los pactos políticos y sociales de nuestra Transición Política. Estas, y no otras -cosa diferente es el justo recordatorio de la memoria individual y el restablecimiento de la reclamable dignidad individual- son las auténticas memorias históricas de la España constitucional. Mantengamos así la vigencia de nuestros principios y valores constitucionales, por más que abordemos sus indefectibles revisiones. Esta es la justificación de un constitucionalismo vertebrador, cohesionado y estable.
Sexta. Debemos hacer Política de verdad, esto es, hacer posible lo que es necesario. Nada más amoral que auspiciar problemas que sólo importan a una endogámica partitocracia. Atendamos a las cuestiones que ocupan a la ciudadanía. Y dentro de ellas suscribamos los consensos quebrantados y los obligados pactos de Estado -al menos entre los dos grandes partidos nacionales (con el 85 por ciento de los votos)- en asuntos transversales. Políticas que son de Estado por dos razones: de una parte, por su relevancia: las reformas constitucionales/estatutarias, la legislación electoral, el terrorismo, la educación, la inmigración y la política internacional. Y, de otra, porque, de no ser así, cuando el partido en la Oposición alcance en su día el Gobierno -algo que ocurre en toda democracia- deshará lo abordado unilateralmente. Si no, seguiremos anclados en el fraccionamiento social y político. Dejemos pues las políticas ramplonas y zigzagueantes.
¡Ah! Y los programas hay después que cumplirlos. No es asumible el descreído juicio de François Mitterrand: «Los programas sólo obligan a sus destinatarios». Es mucho lo que a todos nos va en el empeño. Otro día hablaré de la Oposición.
PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos
http://www.abc.es/20080314/opinion-la-tercera/carta-presidente-gobierno_200803140247.html
viernes, marzo 14, 2008
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