miércoles, febrero 20, 2008

Aleix Vidal Cuadras, Multilingüismo y politica, el caso catalan

miercoles 20 de febrero de 2008
MULTILINGÜISMO Y POLITICA: EL CASO CATALAN


(Ponencia presentada el 28 de Marzo de 1995 en

el seminario organizado con el mismo título por la Fundació Concòrdia)

A. Vidal-Quadras

" Cuando un pueblo cae en la esclavitud, mientras conserve su lengua, es como si tuviera la llave de su prisión ".

(Alphonse Daudet, Cuentos del Lunes)



" Ahora pues, descendamos y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero ".

(Génesis, 11-7)



"En 1867 Hungría se elevó a la categoría de Estado separado dentro del Imperio. Inmediatamente comenzó a oprimir a sus propias minorías, sobre todo a

los eslovacos y rumanos, con una ferocidad y un ingenio mayores que los que se habían manifestado en la opresión que ella había sufrido a manos de Austria.

(Paul Johnson, Tiempos Modernos)



"La lengua tiene una importancia primordial. Si la lengua se salva, se salvará todo".

(Jordi Pujol)

LENGUA Y PODER POLITICO

Muchos de los conflictos nacionalistas del último siglo y medio han sido de carácter lingüístico. Sin ir más lejos, la presente realidad española se ha visto agitada recurrentemente por una fuerte polémica en torno a la inmersión monolingüe en catalán de los escolares del Principado en la etapa inicial de su enseñanza básica, con recursos ante los Tribunales que han alcanzado el Constitucional y han dado lugar a diversas sentencias del supremo intérprete de la Ley Fundamental, que han sido fuente de ulteriores discusiones y tomas de posición no siempre serenas de sectores sociales, culturales y políticos de toda índole. Muy recientemente, otro recurso de inconstitucionalidad presentado por el Grupo Parlamentario Popular en el Congreso contra cuatro artículos de la Ley Orgánica 16/94, entre ellos uno en el que se suprimía la facultad que tenían los jueces y magistrados de ordenar de oficio la traducción de documentos procesales a la lengua oficial del Estado, ha suscitado una nueva tormenta mediática de gran virulencia, en la que una vez más la visceralidad y el prejuicio apasionado se han impuesto al rigor técnico o al sentido común. Si se tiene en cuenta que hasta el mismo Cambó se refirió a la lengua como "el nervio de la Nación" y "su alma y la esencia de su vida", no cabe duda de que el espinoso terreno de las relaciones entre lengua y política merece ser explorado.

Los micronacionalismos separadores que se han enfrentado a los grandes Estados-Nación a partir del último cuarto del siglo XIX y que lo siguen haciendo en la actualidad, han recurrido y recurren en muchos casos a las reivindicaciones lingüísticas como ariete contra el poder central que presuntamente les oprime. Frente a otros pretextos identificadores como la etnia, la religión o el expolio fiscal, que también han sido abundantemente empleados, bien sea de forma exclusiva o bien en combinación, la lengua se ha revelado como uno de los instrumentos más eficaces de los particularismos segregadores.

Sin embargo, la elección del elemento definidor de la supuesta nación a salvar por parte del correspondiente movimiento nacionalista nunca es arbitraria, aunque sí suele ser oportunista. Aunque el nacionalismo consiste, al igual que el socialismo, en la explotación desaprensiva de aquellas componentes de irracionalidad instintiva que conducen a los seres humanos a la gregarización y facilitan su manipulación, no hay que olvidar ni un momento que sus técnicas son implacablemente racionales. Cuando el gran Shaman nacionalista entrechoca sus abalorios, murmura sus conjuros o traza sus pases mágicos ante la tribu convulsa y entregada, cada uno de sus ademanes y de sus invocaciones ha sido fría y meticulosamente calculado de antemano para conseguir el efecto previsto.

En el caso de la lengua, es del mayor interés analizar la génesis de su aparición como rasgo definidor de naciones, la naturaleza de su considerable fuerza movilizadora y los métodos que los movimientos nacionalistas emplean para instrumentalizarla al servicio de sus intereses políticos y electorales. De todo ello intentaremos un breve esbozo en esta ponencia, con especial atención al caso de Cataluña , dado que constituye un ejemplo extraordinariamente ilustrativo de los enormes peligros que para los derechos individuales más fundamentales entrañan ciertos programas de ingeniería social lingüística impulsados coactivamente desde la Administración.

El mito de la lengua "nacional".

Las lenguas no son engendradoras de naciones. A pesar de la ilusión óptica que los nacionalismos lingüísticos doctrinarios intentan crear sobre el carácter primordial y eterno de su lengua "nacional" como pieza clave en la definición de su nación, hay que dejar bien claro que, en sus orígenes, las primeras naciones modernas surgidas de los procesos revolucionarios de finales del siglo XVIII no tuvieron en absoluto a la lengua como punto de referencia.

Ni los padres de la gran nación norteamericana ni los campeones del Tercer Estado en la Francia sacudida por la guillotina utilizaron la lengua, la religión o la etnia para movilizar a las masas hacia un proyecto nacional aglutinador. Este tipo de apelaciones comenzaría a actuar con cierta intensidad casi un siglo más tarde. El lenguaje político de los albores de los Estados Unidos, a diferencia del discurso propio de la Revolución Francesa, experimentaba incluso un cierto temor púdico ante la palabra "nación" y prefería términos como "pueblo", "confederación", "unión" o "bienestar público", que no sugerían resonancias centralizadoras o rígidamente uniformizadoras. La nación era vista por Madison, Washington, Mirabeau o Saint- Just desde la perspectiva de una empresa común encaminada al establecimiento de valores universales como la fraternidad o la libertad frente a los privilegios y la tiranía. Cualquier idea de recuperación de identidades perdidas o de resurrección de esencias olvidadas les era totalmente ajena. Las diferencias de grupo étnico como base configuradora de la nación no aparecían o, si lo hacían, no tenían carácter decisivo. Por supuesto, lo que enfrentaba a los colonos de Massachusetts, Maryland o Virginia con el rey Jorge III no era la lengua o la raza sino algo tan novedoso entonces como habitual hoy en día y que se concreta en el célebre slogan "no taxation without representation". En cuanto a la naciente República francesa no vaciló en incluir al anglonorteamericano Thomas Paine entre los miembros de su Convención Nacional.

Por consiguiente, no existía la menor relación entre los fundamentos conceptuales e ideológicos de las primeras naciones revolucionarias modernas y los programas nacionalistas de construcción o invención de naciones a partir de elementos étnicos o lingüísticos, que tanta virulencia han adquirido en el siglo XX. Cuando los Comités de Salud Pública surgidos de la Revolución de 1789 insistían en la extensión y el uso de la lengua francesa, no lo hacían porque pensasen que ésta era un pilar irrenunciable en la definición de la nación, sino porque la veían como la puerta de acceso a lo realmente sustantivo, es decir, el conjunto de leyes, libertades y derechos de los ciudadanos en la nueva Francia emancipada del Antiguo Régimen. Este espíritu estuvo presente en la indignación causada muchos años después por la puesta en duda de la condición francesa de Dreyfus debido a su ascendencia judía. Una bajeza de tal calibre fue correctamente interpretada como una traición al legado de la Revolución y a su diseño de Francia como nación.

Más adelante, cuando se alumbró la primera generación post-revolucionaria de grandes naciones europeas articuladas alrededor de procesos de unificación, modernización y progreso liberalizador, tampoco la presencia de lenguas y culturas minoritarias englobadas en el Estado-Nación principal fue percibida como una fuente de tensión o de conflicto, ni generó inicialmente contranacionalismos centrífugos. Así, al tiempo que se gestaba el primer Reich, los pangermanistas estimulaban indulgentemente la producción literaria en bajo alemán o en frisón mientras la Italia de Cavour y de Mazzini canturreaba orgullosamente romanzas en napolitano o Robert Louis Stevenson se descolgaba con algún que otro poema en escocés. Las nacionalidades menores eran exhibidas y jaleadas como muestra de la rica policromía interna de las naciones grandes en tanto que no plantearan impertinentes desafíos. En el Principado de Gales, muchos intelectuales y escritores autóctonos se resignaban hacia 1850 a la eutanasia indolora de la lengua vernácula y la perspectiva de su extinción natural no producía, a lo sumo, más que piadosos suspiros. Tampoco la Bélgica francófona le hacia ascos al flamenco y no se ponían reparos a su uso. En todo caso, eran los flamencos los que se resistían a la lengua francesa hegemónica. La Renaxença catalana era contemplada con benévola simpatía desde Madrid, y Aribau, Milá i Fontanals y Guimerá, entre otros, comenzaron a edificar un corpus literario en catalán impulsando su difusión entre los estratos sociales más cultos ante la general complacencia del resto de España.

Antes de 1870, el único nacionalismo políticamente correcto era el que integraba, ampliaba y englobaba economías, territorios, etnias y lenguas en aras de la modernidad, la industrialización y el progreso. En este contexto, a las lenguas y culturas minoritarias no les quedaba otra opción , que en general asumían de buen grado, que adoptar el papel de depositarias de tradiciones y de acunadoras de nostalgias, así como de proporcionar colorido interno a la gran Nación-Insignia revestida del poder del Estado. Las lenguas vernáculas no eran enarboladas como banderas de irredentismos de separación, sino que ocupaban resignadamente un rol secundario de ámbito localista o folclórico, dispuestas incluso a transformarse en reliquias de un pasado sugerente pero irrecuperable.

A medida que el siglo XIX se acercaba a su fin, este panorama de lánguido conformismo y de ausencia de beligerancia fue cambiando paulatinamente. Los grandes imperios austro-húngaro y otomano, abigarrados mosaicos de razas, religiones y lenguas, no podían reclamar patente de modernidad, de libertad y de progreso, y entraron en ebullición al calor del nuevo principio de las nacionalidades construído sobre criterios etnico-histórico-lingüísticos. El camino para que las lenguas adquiriesen relevancia política de primer orden quedaba abierto y por él siguen transitando aquéllos que no sienten escrúpulos en valerse de cualquier medio, por peligroso que sea, en su afán de acceder al control de los resortes del Estado y a disponer de las arcas del erario público.

La lengua "nacional" como artificio

Las llamadas lenguas "nacionales" son casi siempre construcciones semiartificiales y, en ocasiones, prácticamente inventadas. Son exactamente lo contrario de lo que la mística nacionalista pretende que son, es decir, la expresión oral del espíritu de la comunidad y la encarnación de sus esencias. Las actuales lenguas "nacionales", ya sean de gran difusión o demográficamente modestas, suelen tener dos tipos de origen. Unas proceden de una lengua literaria o administrativa, empleada por élites cultas para la actividad de gobierno o de producción literaria a espaldas y por encima de las masas iletradas, que se valían de numerosos dialectos locales a veces incomprensibles entre si. Otras se han formado a partir de un determinado dialecto, que ha sido escogido por razones extralingüisticas para acceder a la categoría superior de lengua apta para la ciencia, la política y la religión, después de un proceso de estandarización, depuración y enriquecimiento.

En ningún caso las lenguas habladas en la vida cotidiana y aprendidas por los niños campesinos de sus madres analfabetas, utilizables en un reducido ámbito geográfico, han dado lugar de manera "natural" a una lengua "nacional" extensa y potente para todos los usos. La emanación espontánea del Volkgeist a modo de verbo revelado no forma parte de la realidad y responde a la necesidades de despertar adhesiones acríticas sobre bases emocionales en beneficio de los movimientos nacionalistas.

En la construcción de una lengua "nacional" existe, por tanto, un elemento de arbitrariedad. La elección de un dialecto concreto para su promoción y generalización puede tener claras motivaciones políticas. Así, de los tres dialectos croatas hablados en el siglo XIX, los impulsores del paneslavismo ilirio seleccionaron el que era también el dialecto principal de los serbios. De esta forma se privaba al nacionalismo estrictamente croata de un fundamento lingüístico y se proporcionaba tanto a croatas como a serbios un pretexto para futuras ansias expansionistas, con las trágicas consecuencias de todos conocidas.

Cuando un dialecto constituye la base de una lengua "nacional", el número de sus hablantes no es relevante mientras tengan el suficiente peso político como para imponerse a los demás. El francés, que fue determinante para la cristalización de lo que de Gaulle llamó en sus Memorias "una cierta idea de Francia", sólo era hablado correctamente por un 12% de los franceses en 1789 y totalmente ignorado por más del 50%. En el sur del país era casi desconocido.

En cuanto al italiano y al alemán son buenos ejemplos de la transformación en lengua "nacional" de un código de comunicación selecto de amplio alcance territorial, pero utilizado por un grupo reducido de personas. En el momento de la unificación de Italia, tan solo el 3% de su población usaba el que hoy es el idioma italiano en sus actividades cotidianas, y las obras escritas en alemán literario contaban a principios del siglo XIX con un público lector inferior al medio millón de personas y un contingente aún más exiguo de hablantes habituales.

Es interesante resaltar que el espejismo de la fijeza e intemporalidad de la lengua nacional deriva precisamente de su carácter de construcción artificial, que le proporciona una aureola de permanencia e inalterabilidad de la que carecen las lenguas vernáculas de tipo popular, abandonadas a su evolución espontánea. Paradójicamente, el objeto de adoración reverente por parte de los nacionalistas como producto primigenio surgido del amanecer de los tiempos y transmitido puro y pristino hasta nuestros días, es frecuentemente el resultado de una decisión pragmática o interesada de un grupo dirigente con el concurso ardiente de unos pocos filólogos no siempre profesionales. Muchas lenguas "nacionales" han nacido a través de la conjunción de sus Prat de la Riba y Fabra particulares en los últimos doscientos años.

El pueblo incontaminado en comunión directa con la naturaleza ha sido totalmente ajeno a estas operaciones lingüístico-demiúrgicas, y ha vivido en la era prenacionalista alejado por completo de la percepción de la carga política potencialmente explosiva de la lengua.

La vida corriente de la inmensa mayoría de los chinos hasta bien entrado el siglo XX no se hubiese visto alterada si los mandarines hubiesen decidido de repente comunicarse en hebreo o en griego ático, lenguas para ellos tan impenetrables y herméticas como el chino mandarín, al igual que a los habitantes de la India les dejó absolutamente indiferentes al paso del persa al inglés como lengua de trabajo de las elites que les regían en la primera mitad del siglo XIX.

En definitiva, no existen razones para suponer que la lengua hablada fuese originalmente algo más que uno de entre muchos criterios de autoidentificación, y no necesariamente el más significativo.

La lengua como opción política

La lengua adquirió su connotación inequívocamente política como consecuencia de la instauración de la democracia, el gobierno representativo y la regla de la mayoría. Asimismo, fueron factores decisivos de su protagonismo a la hora de seleccionar referentes de identificación las necesidades administrativas del Estado moderno y la producción industrial masiva.

Cuando los primeros censos estadísticos de alcance general elaborados con criterios de rigor científico fueron establecidos en la segunda mitad del siglo XIX, la lengua no se incluyó inicialmente como dato relevante.

Sin embargo, a la hora de averiguar la "nacionalidad" de los encuestados, se hacia imprescindible disponer de un dato simple, objetivo y fácil de tabular. Ni las características antropológicas ni los hábitos sociales ni el lugar de nacimiento poseían la nítida inmediatez o la falta de volatilidad requeridas. La lengua, en cambio, presentaba el gran atractivo de ser un parámetro directamente asequible y de indudable valor clasificatorio. Se siguió así la tendencia marcada por los intelectuales nacionalistas alemanes, que seleccionaron la lengua como indicador de nacionalidad porque era el más adecuado para las dispersas comunidades que hablaban dialectos germanos repartidas por toda Europa y por ser el cemento aglutinante de los numerosos micro-Estados que aspiraban a unificar.

Lo que seguramente no calcularon los eruditos y los gobiernos que preparaban los censos fue que el mero hecho de formular una pregunta provoca a veces respuestas no deseadas. Al verse obligados a elegir una lengua, los ciudadanos de Estados multilingües, donde habitualmente coexistía la lengua "superior" en el nivel oficial y de alta cultura con otras "inferiores" de uso local y familiar, tomaron conciencia de su identidad lingüística en términos políticos. La mecha del conflicto territorial a partir de argumentos lingüísticos estaba prendida, tal como demostró el contencioso de Schleswig - Holstein entre Alemania y Dinamarca.

Además, la progresiva implantación del sufragio universal impuso a los aspirantes a un escaño parlamentario la utilización de una lengua que fuese comprendida por los electores, y el propio vehículo de comunicación se constituyó así en contendiente de la dialéctica política y en herramienta movilizadora. La creciente sofisticación de los mecanismos administrativos del Estado, a su vez, obligaba a los funcionarios a interaccionar directamente con sus administrados, que lógicamente deseaban acceder sin barreras lingüísticas a los servicios públicos que representaban a sus ojos las justas contrapartidas a las exigencias que les planteaba un aparato estatal cada día más omnipresente.

A lo anterior, hay que añadir la perentoriedad de disponer de masas de individuos alfabetizados, con un nivel mínimo de educación e intercambiables, para atender a las necesidades de la industrialización, que imponía un crecimiento económico continuo como garantía del progreso. En consecuencia , las sociedades industrializadas obligaron a los Estados a promover políticas de uniformización lingüística que posibilitasen un sistema educativo universal y piramidal favorable a los nuevos y modernos procesos de producción manufacturera y a la innovación científica y tecnológica. Estas políticas estatales chocaron con los orgullos lingüísticos vernáculos que emergían al amparo del Romanticismo cultural y del principio de las nacionalidades. La lengua se convertía inexorablemente, a través de diversos fenómenos sociales y económicos que se reforzaban entre si, en una bandera política que los descubridores de los micronacionalismos separadores no vacilarían en enarbolar.

En este contexto, todo nacionalismo sin Estado pasaba a ser automáticamente un nacionalismo insatisfecho de carácter político, deseoso de conquistar un Estado propio que le suministrarse una coraza protectora en la que la nación pudiese desarrollarse y afianzarse. Para ello, resultaba imprescindible que la lengua propia, si era distinta a la del Estado, se adoptase como lengua de la educación pública y de uso oficial en la Administración. Los polacos, los checos y eslovenos así lo reclamaron a mediados del siglo XIX. Los catalanes, galeses, vascos e irlandeses se irían incorporando en los años subsiguientes hasta la Gran Guerra. Cuestiones tales como la enseñanza no ya "de" sino "en" la lengua vernácula, la toponimia y los indicadores de carreteras y calles, los impresos para solicitar una licencia de obras, el requisito de conocimiento de la lengua propia para ser maestro o enfermera, o el arduo problema de si las informaciones al público debieran ser mono o bilingües, levantaron arduas polémicas de signo ferozmente político. Las lenguas ya no sólo eran meros obstáculos a la comunicación sino actos de militancia ideológica. En una reciente entrevista, la escritora catalana Isabel Clara Simó declaraba que en su caso "escribir en catalán fue una decisión política y ética". Un análisis valorativo comparado de la obra de esta abnegada autora y la de Franz Kafka ayudan a entender porqué Kafka nunca tomó la resolución de escribir en checo por razones éticas y políticas, limitándose poco patrióticamente a ser un genio en lengua alemana.

Lengua y Estado

El nacionalismo lingüístico circunscrito a una parte del territorio estatal requiere indefectiblemente el control del Estado a través de un proceso de autodeterminación segregadora, o, en un nivel previo, la oficialidad de la lengua "nacional" dentro del Estado y frente a la lengua hegemónica de éste.

En el trasfondo del nacionalismo centrado en la lengua, como es el caso catalán, late un problema de poder político, siendo la vertiente cultural o de comunicación una excusa o una coartada. Esta es una pauta típica de los nacionalismos lingüísticos. Si la cuestión fuera de mera comunicación o de ejercicio de los derechos lingüísticos, el actual Gobierno nacionalista de Cataluña hubiera impulsado una política educativa y de medios de comunicación tendente a una normalización aditiva del catalán y no, como hace pertinazmente, una campaña de sustitución del castellano por el catalán mediante toda suerte de disposiciones administrativas, iniciativas legislativas y actuaciones de facto.

Si la comunicación o la dignificación cultural hubiese sido la preocupación central del nacionalismo sionista, no se hubiese emprendido el esfuerzo aparentemente inútil de inventar una nueva lengua hebrea que nadie hablaba todavía, dejando de lado el yiddish, conocido por la inmensa mayoría de judíos del planeta. Tampoco el movimiento nacionalista irlandés se hubiera lanzado en el siglo XX a un estéril intento de reconvertir a los irlandeses a una lengua casi desaparecida y poco apta para las realidades del mundo moderno. Los quebraderos de cabeza que padeció Gandhi para intentar implantar una sola lengua hindi que unificase las variedades hindú y musulmana existentes en el norte de la India son otro buen ejemplo de condicionantes políticos que priman sobre los estrictamente comunicacionales. La inextinguible hostilidad de los grupos visceralmente antimusulmanes dentro del partido del Congreso dieron al traste con los píos deseos del ascético apóstol de la independencia y al final se creó un hindi de nuevo cuño, estandarizado, dotado de terminología científica y técnica, y coronado por una enciclopedia. No es aventurado suponer que si Jordi Pujol hubiese militado en las filas del nacionalismo hindú, Gandhi no se habría visto precisamente apoyado en sus esfuerzos de enfocar racionalmente la nacionalización lingüística del subcontinente asiático.

Las lenguas devienen ejercicios de ingeniería social tanto más cuanto más se pone énfasis en su valor simbólico sobre su utilidad real. La pasión con que el Gobierno nacionalista catalán procedió a eliminar los topónimos Gerona y Lérida para sustituirlos por Girona y Lleida, incluso cuando aparecen en textos o declaraciones públicas en castellano, no tiene nada que ver con el habla, la comunicación o la geografía. La lengua es blandida como arma de conquista del poder y del presupuesto y cada avance en el campo lingüístico equivale a plantar la bandera en fronteras inexorablemente dilatadas por la larga y paciente marcha hacia la toma del Estado. Cuando el Casino Alemán de Praga sentenció enfáticamente en 1890 que aprender el checo, lengua hablada, por cierto, por el 90% de los habitantes de la ciudad, era traición, no reflejaba precisamente una loable preocupación por poner al alcance de mucha gente los placeres de la lectura de Goethe y de Hölderlin. Si algún Diputado del Parlamento de Cataluña tuviese en la actualidad el feliz antojo de hablar desde la tribuna en castellano seria anatemizado por conducta altamente impropia por un hecho en teoría tan inocente como valerse de una lengua plenamente oficial.

La lengua en un contexto nacionalista queda ligada al Estado mediante un doble vínculo. De una parte, para su implantación, construcción y dignificación, es imprescindible el poder del Estado. De otra, la lengua adquiere el carácter de instrumento eficacísimo de la conquista del mismo Estado.

Algunas actitudes aparentemente absurdas de los Gobiernos nacionalistas dejan de serlo analizadas desde esta perspectiva. Los nacionalistas finlandeses encontraban difícil de aceptar que en las postrimerías del pasado siglo, la mayoría de intelectuales de su país considerasen el sueco más apropiado para su trabajo que el finlandés. De igual forma, los nacionalistas catalanes de hoy consideran irritante que los escritores contemporáneos más prestigiosos de Cataluña publiquen en castellano y ven la obra de los Goytisolo, de Eduardo Mendoza, de Juán Marsé, de Carlos Barral o de Jaime Gil de Biedma más como una molestia que como un motivo de legítimo orgullo nacional. Al rechazarlos como parte valiosísima de la cultura catalana, lo que revelan es su identificación entre lengua y poder político y su visión de la lengua como la manifestación explícita del deseo de dominio del Estado. Lo que culturalmente aparece como mezquino o incluso aberrante, adquiere una lógica inapelable en el plano auténticamente significativo, que es el político.

La obsesión por expulsar el castellano de la enseñanza, del uso público y oficial, de los medios de comunicación, de la rotulación de los comercios y de la toponimia, y reducirlo a la intimidad doméstica, no es otra cosa que la demostración palpable de que la lengua catalana actúa de indicador de la eliminación del Estado español de la realidad catalana, y que la inevitable lentitud y las limitaciones objetivas que la Constitución y el Estatuto de Autonomía imponen sobre el proceso nacionalizador, son compensadas, gracias a una transferencia simbólica, por una aceleración combativa en el terreno lingüístico.

Por supuesto, el mayor obstáculo a las pretensiones nacionalistas de establecer coactivamente la hegemonía de una lengua de ámbito limitado frente a otra de alcance mundial y de gigantesca potencia cultural es el interés de los ciudadanos por no ver reducidas sus posibilidades de realización personal en los planos laboral, educativo, de movilidad geográfica y de acceso a una literatura, una prensa y unos medios audiovisuales de enorme volumen, calidad y riqueza. Luchar contra esta corriente poderosa implica poner en pie de guerra a miles de funcionarios, asesores, normalizadores y comisarios lingüísticos, subvencionar costosas campañas de concienciación y promoción, mantener artificialmente editoriales y periódicos deficitarios y convertir al conjunto de la Administración autonómica y local en una vasta red policial de control de los hábitos lingüísticos de una población indefensa, que oscila así entre la irritación, la militancia, el servilismo o el autoodio.

Lengua y estratos sociales

En las sociedades donde el nacionalismo lingüístico es una fuente de polémica política y cultural, el protagonismo de las reivindicaciones en favor de la lengua vernácula corre a cargo de los estratos intermedios. La aristocracia y la gran burguesía, cosmopolitas y políglotas, no se identifican con los particularismos separatistas porque su medio natural de actividad económica y de relación social rebasa ampliamente la pequeña "nación" que pugna por liberarse del Estado- Nación protector de la lengua común hegemónica. Los trabajadores manuales y los asalariados campesinos no sienten demasiado entusiasmo por la lengua como plataforma de defensa de sus intereses, que son más percibidos en términos de clase que de identidad étnica o lingüística. El tópico del "internacionalismo proletario" no carece de fundamento. Tan sólo cuando los niveles de renta más bajos y la preterición social coinciden con una comunidad lingüística se puede presentar una sinergia entre conflicto de clases y conflicto de lenguas, tal como sucedía con las minorías no magiares en la Hungría del Imperio Habsburgo, calificadas curiosamente en los censos de la época de "magiares de habla no magiar".

El otro tópico paralelo, el del "nacionalismo pequeño-burgués", tan caro al lenguaje paleomarxista, indica que, efectivamente, el motor de la construcción, resurrección y difusión de las lenguas vernáculas radicaba en las capas mesocráticas de pequeños comerciantes, maestros de escuela, funcionarios subalternos y periodistas de modestas publicaciones locales, circunstancia que no ha perdido del todo su vigencia.

Las lenguas vernáculas eran, y son todavía, un excelente vehículo de las aspiraciones y un eficaz lenitivo para las frustraciones de las clases medias y medias bajas con cierta instrucción. Su oficialización y su implantación en todos los niveles educativos, muy especialmente el secundario, creaba y crea numerosos empleos en la Administración y en la enseñanza pública. Atrapados entre una alta burguesía a la que contemplaban con envidia y unas masas proletarias que les inspiraban temor, los sectores mesocráticos aliviaban su inseguridad, sus complejos de inferioridad y sus resentimientos en un micronacionalismo del que la lengua era un referente idóneo de auto-identificación. Reduciendo el tamaño del campo de juego, se abrían nuevas oportunidades a jugadores de resuello corto. La adhesión al nacionalismo lingüístico sigue siendo hoy por hoy en el País Vasco y en Cataluña un rápido camino de ascensión social a escala local, como lo fue en Flandes y en Finlandia a finales del siglo XIX.

Un fenómeno nuevo e interesante es el sometimiento al consenso lingüístico-nacionalista de amplios sectores de la alta burguesía catalana y vasca, así como de las filiales en estas Comunidades de los partidos de izquierda de ámbito nacional español. Esta claudicación patética significa una ruptura con la tradicional frialdad de los estratos sociales superiores y de las masas trabajadoras respecto a los pequeños nacionalismos separatistas. Una posible explicación de este comportamiento tan contradictorio con los intereses económicos de las grandes empresas familiares y los intereses electorales de una izquierda que se nutre de grandes núcleos urbanos de población mayoritariamente inmigrada, podría hallarse en la notable capacidad de clientelización que unos abultados presupuestos ponen en manos de los Gobiernos autonómicos nacionalistas y en la búsqueda desesperada de causas movilizadoras alternativas por parte de una izquierda que ha perdido sus anclajes de toda la vida.

El futuro del nacionalismo lingüístico

La estrategia clásica del nacionalismo lingüístico, tal como se desarrolló entre los últimos decenios del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, a saber, la transformación de una lengua popular vernácula en lengua "nacional" mediante un proceso de normativización, oficialización y adaptación a usos "superiores" de orden literario, científico y tecnológico, parece agotada. Los actuales nacionalismos lingüísticos de separación en Europa, tales como el catalán, flamenco o vasco, o en América, como el quebequés, explotan lenguas ya consolidadas y " limpias, fijas y esplendentes". Los vivos y esperpénticos rifirrafes entre el catalán "heavy" y "light" no tienen mayor significación que la irrupción del "black English" en los EEUU o del "joual" en los barrios bajos de Montreal. Las grandes epopeyas de construcción de una lengua por un solo hombre excepcional, al estilo de Pompeu Fabra con el catalán, Henrik Arnold Wergeland con el landsmal o Ludovit Stur con el eslovaco, ya forman parte de la leyenda. En Cataluña, sin embargo, la ardua empresa de la normalización ha despertado la ambición de una pléyade de aguerridos filólogos y sociolingüistas, que, trémulos de ardor patriótico, sueñan con pasar a la Historia y a la Gran Enciclopedia Catalana como los héroes de la monolingüización del Principado, con la expulsión a las tinieblas exteriores de la odiosa lengua de Nebrija. Hay que reconocer que constituyen un espectáculo muy ameno, diminutos e incansables Sísifos empujando cuesta arriba su canto rodado mientras sueñan con la Creu de Sant Jordi. Dios los bendiga.

La globalización de los mercados y las modernas redes de telecomunicación y de transporte terrestre y aéreo han diluido apreciablemente el modelo del Estado-Nación centinela de su lengua "nacional" única y hegemónica. Los Estados actuales, bien sea por su complejidad lingüística interna o por las grandes corrientes migratorias de un mundo interdependiente, son a menudo multilingües y las pautas de multilingüismo no competitivo y convivencial se están imponiendo por encima de los chovinismos autárquicos. Las lenguas "neutrales" de uso universal, superadoras de los conflictos étnicos, se hacen crecientemente necesarias y este rol ha sido triunfalmente asumido por el inglés con general aceptación. Las pugnas entre las grandes lenguas habladas por centenares de millones de personas y muy extensas geográficamente, como el español, el inglés o el francés han desembocado en un equilibrio dinámico, en el que por encima de escaramuzas histéricas como el intento de declarar al inglés única lengua oficial en ciertos Estados norteamericanos sometidos a una fuerte presión hispánica, existe una fluída coexistencia en territorios como Florida, Texas o California.

La asignación de categoría oficial a muchas lenguas minoritarias o vernáculas a instancias de movimientos étnicos o nacionalistas en paralelo a la oficialidad de la lengua nacional común a todo el Estado-Nación no implica que el nacionalismo lingüístico sea un fenómeno político en alza. Se está produciendo, de hecho, un cierto regreso a la situación de la primera mitad del siglo XIX europeo, cuando la lengua principal "alta" y la local "baja" se repartían las funciones, aunque afortunadamente ha desaparecido la jerarquización humilladora de la lengua "inferior" para dar paso a un reparto de roles sin subordinación. Así, el guaraní en Paraguay, el quechua en Perú o el catalán, el gallego y el vasco en España conviven en íntima vecindad con el castellano sin división en dos comunidades, sino que una sola comunidad conoce y emplea dos lenguas, recurriendo a una u otra a tenor del interlocutor, la ocasión , el tema a tratar o el estado de ánimo, sin tensiones ni traumas, salvo los que provocan los intelectuales indigenistas o los comisarios político-lingüísticos. Si se puede aceptar, previo un ligero acto de fe, que dos naturalezas conviven en una misma Persona, no parece demasiado pedir que se asuma que una única nación puede tener dos o más lenguas igualmente propias, en un espontáneo y enriquecedor equilibrio.

Verdad y camuflaje de los nacionalismos divisivos de fin de siglo.

Los movimientos nacionalistas que predominan en la década de los noventa son de tipo divisivo y, en particular, todos los lingüísticos lo son. Se trata de movimientos políticos conducentes a segregar a una supuesta "nación" poseedora de una lengua propia del Estado-Nación presuntamente opresivo que impide su pleno desarrollo histórico. Cataluña es un ejemplo típico de este escenario y la coalición actualmente gobernante un paradigma de nacionalismo lingüístico separador.

La apelación a la lengua como elemento de singularización y de estímulo a la separación es particularmente atractiva en aquellos casos, como el catalán, en que no se puede invocar ni a la religión ni a la etnia, salvo que se esté dispuesto a provocar un cisma encabezado por el Obispo de Solsona o se ponga en marcha una frenética campaña de medición de cráneos de payeses del Ampurdán. En ciertos aspectos, cabría ver a estos nacionalismos como herederos de los que agitaron a las pequeñas nacionalidades que integraban los imperios austro-húngaro, otomano y zarista a caballo de los siglos XIX y XX, y en esta dirección y al cultivo de esta imagen parecen apuntar algunas referencias esotéricas de Jordi Pujol a la monarquía dual o a la gran oportunidad (sic) que Cataluña perdió en 1919.

Sin embargo, hay una diferencia esencial que enturbia el paralelismo. Una de las principales objeciones que los nacionalistas enfrentados a Francisco José o a la Sublime Puerta ponían a las administraciones imperiales que los sojuzgaban era su polvoriento anacronismo, su carácter de antiguallas inoperantes incapaces de seguir el ritmo de la modernización, y clamaban por romper sus cadenas en aras de una renovación de sus estructuras políticas que les abriese el futuro y el progreso. Los actuales nacionalismos separatistas de apoyatura lingüística son todo lo contrario porque rechazan las modernas modalidades de organización política descentralizada, que permiten el ejercicio de lo que Edgar Morin ha definido como "identidades concéntricas", y que son respuestas inteligentes a la complejidad de nuestras sociedades plurales, para encastillarse en la voluntad de imponer la uniformidad cultural y reproducir las insuficiencias del Estado-Nación a pequeña escala.

Quieren aparecer como reacciones de debilidad temerosa ante la amenaza de transformaciones sociales, culturales y económicas que les desbordan entre los primeros vagidos del siglo XXI. Su causa, presentada como la resistencia de pequeñas naciones a desaparecer,aniquiladas por Goliats implacables y abusivos, está perfectamente diseñada para despertar simpatía, comprensión y piedad. Nada más lejos de la realidad. No existe ni tal fragilidad ni tales amenazas.

Tanto el francés en Quebec como el catalán en Cataluña, por citar dos ejemplos típicos, gozan de férrea salud y están alimentados por un sistema educativo que los emplea contundentemente, por una Administración que les dedica ingentes recursos y por unos medios de comunicación audiovisual de gran audiencia. En Cataluña, además, el Estado central financia generosamente toda suerte de programas de extensión y normalización lingüística, y mira pudorosamente hacia otro lado ante las tropelías del Gobierno nacionalista, que se entrega con poco disimulada ferocidad a la ingeniería social lingüística de la peor ralea ¿Por qué entonces este interés por fingir desvalimiento y estos remilgos de doncella azorada ante los imaginarios ultrajes del ogro centralista?.

Sencillamente, para ocultar la verdad y las auténticas entretelas del proceso. Ya hemos señalado que la preocupación solícita por la lengua no obedece a razones sentimentales o culturales, al amor a tradiciones desfallecientes o a la comunión espiritual con las esencias patrias. Estamos ante un fenómeno tan cruel como prosaico, tan despiadado como inflexible, de conquista y conservación del poder político y de control del erario público por parte de elites mesocráticas ansiosas de promoción social y de acceder a los procaces goces de la púrpura. La elección de la lengua como catalizador de la adhesión a las tesis disgregadoras y de herramienta de movilización electoral es estrictamente pragmática en función del contexto. El recurso a la lealtad lingüística obedece a una mera cuestión de oportunidad. Igualmente se podría invocar a la etnia, la religión, los derechos históricos, la gastronomía o los trajes regionales. Cualquier factor de excitación de la identidad grupal en oposición al resto del mundo, cualquier estandarte que configure un "nosotros" frente a un "ellos" sirve para la tarea, si es lo suficientemente lineal y soliviantador.

Desde una perspectiva liberal, o meramente racional, los nacionalismos lingüísticos excluyentes y coactivos han de ser combatidos con toda energía. Su vulneración sistemática de derechos individuales inalienables, su conceptualización aberrante de la lengua como un atributo territorial, su imposición de cuotas lingüísticas de pantalla y de antena en salas de exhibición cinematográfica y emisoras de radio de capital privado, su agorafobia cultural, sus discriminaciones arbitrarias, sus maniobras de intimidación y su constante sometimiento de los espíritus a un cerco claustrofóbico de reduccionismos fanáticos, hace inaceptable este género de movimientos políticos en lo doctrinal y en lo material para todos aquellos que crean, como creía Hayek, que "aunque el concepto de independencia nacional sea análogo al de libertad individual, no son lo mismo, y el esfuerzo para conseguir la primera no siempre se ha traducido en un acrecentamiento de la segunda".

LA LENGUA COMO INSTRUMENTO DE ACCIÓN POLITICA EN LA CATALUÑA DE HOY

Tal como se ha señalado en la primera parte de este trabajo, el nacionalismo catalán ha venido utilizando la lengua como elemento prácticamente único de movilización e identificación desde la restauración de la democracia en 1977. A diferencia de lo que sucedió en el primer tercio del siglo XX, cuando el catalanismo político se valió, además de la lengua, de otros instrumentos suscitadores de adhesión en los órdenes cultural, económico, arquitectónico o literario, que llamaban a grandes empresas colectivas que trascendían la pura reconstrucción de un código de comunicación, y todo ello en un ambicioso esquema global del que el factor lingüístico era solo un componente más, central pero no exclusivo, el nacionalismo pujolista es de carácter estrictamente lingüístico. A pesar de algunos intentos de estructurar su doctrina sobre otros elementos definidores, más allá de la pura recuperación de la lengua, éstos han quedado reducidos a unos pocos slogans relativos a la demografía, a la integración en Europa o al trabajo bien hecho, cuya generalidad y falta de contenido diferenciador han puesto de relieve el vacío intelectual de la propuesta pujolista, que se ha apoyado de manera cada vez más intensa en la lengua para atraerse voluntades, presionar conciencias y manipular sentimientos.

El acento puesto sobre la lengua ha sido de tal magnitud que ha acabado creando un problema allí donde no existía. La sociedad catalana actual es, en el terreno lingüístico, enormemente abierta y convivencial. En Cataluña no existe, como en Bélgica, una línea divisoria que separa dos partes del país lingüísticamente disjuntas y homogéneas. Sus dos lenguas, la catalana y la castellana, están presentes en todos los ámbitos sociales y territoriales en un fecundo y enriquecedor equilibrio. Su uso indistinto, cruzado, alternativo y hasta simultáneo, dependiendo de la situación, el interlocutor, el contexto o el estado de ánimo, se lleva a cabo con toda naturalidad, fluidez y flexibilidad, sin incomodidades ni tensiones. La población ha aceptado de buen grado la necesidad de realizar un esfuerzo especial para extender el conocimiento del catalán al conjunto de los ciudadanos y la Ley de Normalización Lingüística de 1983 fue aprobada con el voto unánime de todos los grupos parlamentarios. Esta norma se centra en aspectos tales como el impulso, el estímulo y la extensión en libertad del uso del catalán, sin recurrir a coacciones, sanciones o discriminaciones de ningún tipo, por lo que su correcta aplicación, con pleno respeto a su espíritu y a su letra, hubiera sido una excelente herramienta de protección y reforzamiento de la lengua catalana, evitando la colisión o la fricción con la lengua común de España y los derechos individuales de sus hablantes. Sin embargo, la necesidad que tiene todo nacionalismo doctrinario de disponer de un totem aglutinador y de un enemigo exterior ha llevado a los sucesivos gobiernos de CIU a forzar progresiva y aceleradamente la presencia pública del catalán, transformado en símbolo y referente de su hegemonía política, a la vez que contrapeso compensador de su inanidad ideológica y programática. La extraordinaria eficacia de la lengua como polo identificador y generador de lealtades viscerales y acríticas, con las consiguientes ventajas electorales, ha sido una tentación demasiado fuerte para el pujolismo, que ha elegido el camino de la rentabilidad fácil e inmediata frente a la mayor dificultad y exigencia que hubiera representado la articulación de un proyecto colectivo equipado de un bagaje más complejo, sólido y profundo.

Sobre un fondo social de convivencia lingüística ejemplar, el empecinamiento doctrinario de la fuerza política mayoritaria ha ido implantando sucesivos gérmenes de problematización, que si bien hasta ahora no han degenerado en conflictos abiertos - muestra evidente de la madurez cívica y del alto grado de civilización de la sociedad catalana - constituyen riesgos potenciales de cara al futuro, sobre todo si la coalición gobernante sigue apretando las tuercas de la normalización lingüística entendida como sustitución de una lengua por otra.

Así, el Estatuto del Consumidor, aprobado por el Parlamento de Cataluña en Febrero de 1992, en el que se imponía a todos los establecimientos públicos la obligación de atender a aquellos clientes que se expresasen en catalán bajo amenaza, en caso de no poder hacerlo así, de sanciones económicas; la inmersión lingüística en catalán con carácter general y obligatorio para la enseñanza infantil y la etapa inicial de la enseñanza básica, suprimiendo el derecho de elección que las familias habían tenido hasta 1992; la introducción de medidas de discriminación positiva de tipo lingüístico en la provisión de plazas de la Administración pública, o la eliminación de la facultad que tenían los jueces para mandar de oficio la traducción de documentos procesales, han sido hitos sucesivos en una escalada de entronización por la vía legislativa o directamente ejecutiva de un nacionalismo lingüístico de tipo dogmático, conducente a imponer el monolingüismo en un territorio cuya condición bilingüe se remonta al siglo XV.

La reciente aprobación por parte del Consell Social de la Llengua y por el Consell Executiu de un mastodóntico y exhaustivo Plan de Normalización representa la manifestación explícita de un propósito cada vez menos disimulado: la transformación lingüística de la sociedad catalana, conducida desde el poder político, mediante un amplísimo abanico de subvenciones, discriminaciones, coacciones e imposiciones, apoyadas en las consiguientes iniciativas legislativas, hasta conseguir la monolingüización del Principado, con el catalán como única lengua de uso público y oficial, tanto en el ámbito de la Administración como en el institucional privado, y el castellano reducido a lengua de orden estrictamente familiar y carente de proyección pública. De esta forma, se produciría una forzada oscilación del péndulo lingüístico, invirtiendo la tendencia de sustitución del catalán por el castellano que, según la visión nacionalista, las circunstancias políticas y los grandes movimientos migratorias han venido marcado a lo largo de los últimos tres siglos. En estricta aplicación de la doctrina nacionalista, una acción tenaz e intensa del poder político produciría los efectos de homogeneización lingüística deseados, impidiendo la consolidación de un equilibrio convivencial y espontáneo , tal como el presente marco de libertades establecido por la Constitución y de autonomía política garantizado por el Estatuto, permitirían augurar y desear.

El propósito de esta ponencia no es analizar en detalle los aspectos sociolingüísticos, pedagógicos o jurídicos del Plan de Normalización Lingüística del Gobierno de CIU, sino examinar críticamente algunas cuestiones de orden político y conceptual sobre las que descansa su diseño y el de cualquier nacionalismo lingüístico.

Identidad, cultura y comunicación

Entre entender las lenguas como barreras comunicativas o como variedades de un único código de comunicación propio de la especie humana, la segunda opción resulta mucho más fecunda, abierta y estimulante. Entre entender la lengua como signo de identidad o como herramienta de comunicación, parece mucho más prometedor un enfoque que ponga el énfasis en nuestra capacidad de relacionarnos y aproximarnos a los demás, que otro que acentúe la separación y la distancia. Heidegger definió la lengua como "la casa del ser" y no como la expresión de la diferencia. La afirmación de Manuel Alvar de que "somos tantas más veces hombres, cuantas más podemos comunicar nuestro propio espíritu" es una magnifica forma de recordarnos que las lenguas han de ser instrumentos de unión y no de aislamiento, que su papel ha de ser el de aglutinadoras de voluntades y no el de divisoras de intereses.

Cuando la cuestión se plantea entra las lenguas castellana y catalana, todavía resalta más la artificialidad de su pretendida confrontación. Desde un punto de vista lingüístico, el castellano y el catalán son dos gotas de agua. No puede darse mayor grado de proximidad o de parentesco. Tal como ha puesto de manifiesto Merrit Ruhlen, las dos son indo-hititas, indoeuropeas, del grupo centum, italo-celtas, itálicas, romances, del grupo continental romance, del subgrupo occidental, en particular del galo-ibero-romance, y dentro de éste, del ibero-romance, y más precisamente, del grupo septentrional. Para un castellano-hablante desconocedor del catalán, llegar a adquirir soltura en esta lengua le resulta más fácil que respecto a cualquiera de las otras tres mil lenguas del planeta, con la única posible excepción del portugués. La fraternidad y la permeabilidad entre el castellano y el catalán son tales, que resultan grotescos los inmensos esfuerzos hechos desde el poder para erigir el catalán en estandarte diferenciador, poniéndose así de relieve el mero valor instrumental que el nacionalismo asigna a la lengua como elemento de movilización política, degradando su alta función de puente y de nexo entre las personas para transformarla en arma arrojadiza contra adversarios prefabricados. Además de estas consideraciones estrictamente lingüísticas, las dos lenguas han sostenido a lo largo de cinco siglos una relación de convivencia permanente y fraternal. A partir del siglo XV, trescientos años antes de la fatídica fecha de 1714, surgen numerosos autores bilingües y las dos lenguas están presentes en la vida oficial, cultural y cotidiana de los catalanes sin traumas ni problemas y todo ello fruto de la libérrima voluntad de acercamiento y de incorporación , en un dilatado proceso ajeno a coacciones u opresiones de ningún tipo, exceptuando los dos paréntesis dictatoriales del presente siglo.

En la actualidad, resulta imposible clasificar a los catalanes en dos bloques lingüísticos, castellano-hablantes vs. catalano-hablantes. La mayoría de la población es, en mayor o menor grado, bilingüe, y la sociedad catalana real vive una gran fraternidad lingüística en los ámbitos comercial, deportivo, lúdico y familiar. Las dos lenguas son empleadas con toda naturalidad y espontaneidad, y no se puede hablar de dos grupos sociales caracterizados en términos de lengua, sino de actitudes y posiciones individuales, que no son fijas, sino que en una misma persona varían en función del interlocutor, la situación o el contexto. En este sentido, en Cataluña no existen minorías en la acepción lingüística, y mucho menos jurídica, del término. Una política lingüística equivocada podría acabar creando división donde hoy sólo hay unión y conflicto donde hoy sólo hay armonía.

Frente a la idea decimonónica y algo apolillada de que cada lengua constituye el patrimonio exclusivo de un pueblo y que, en consecuencia, la lucha lingüística forma parte del forcejeo entre naciones para definir sus espacios vitales o su simple supervivencia, hay que partir del axioma de que todas las lenguas europeas de cultura se integran en un patrimonio común que nos enriquece a todos, y que la moderna identidad de los europeos ha de ser necesariamente multilingüe, superando así el prejuicio de que el enlace nación-lengua es unívoco y singular.

La lengua ha de ser concebida como "cultura" y no como "política", y así los individuos pueden asumir una identidad multilingüe integradora y no conflictiva. La confrontación política de las lenguas puede, en cambio, producir desgarros internos irreversibles, a la vez que rebaja lo que son ricas formas de creación y comunicación a signos lineales y esquemáticos de bandera partidista. Cuando una cultura se reduce, por razones mezquinamente políticas, a simple decoración de una lengua entendida como instrumento de lucha electoral, los resultados son muy empobrecedores y suelen abocar a las sociedades que padecen tal fenómeno a la claustrofobia y al fracaso. Cuando el nacionalismo impone el uso de un código de comunicación concreto y hace del mismo una obligación patriótica siembra la semilla de la intolerancia y condena al lenguaje a la ortopedia. Algunas sesiones del Parlamento de Cataluña, en las que determinados Diputados castellano-hablantes se debaten patéticamente en la tribuna con un catalán semánticamente pobre y sintácticamente chirriante son una excelente ilustración de esta autotortura. En una sociedad flexiblemente multilingüe, hablarían en castellano sin complejos, con lo que el debate ganaría en altura y sus señorías en facilidad de palabra.

En una comunidad que habla dos lenguas culturalmente potentes y con un peso demográfico similar, el maximalismo nacionalista de tipo lingüístico en favor de una de las dos constituye un grave peligro de escisión de la población en dos mitades hostiles. El intento de construir un proyecto colectivo postulando como elemento decisivo aquello de lo que carece el cincuenta por ciento de los ciudadanos es un disparate inviable y vejatorio que conduce indefectiblemente a una bisección del cuerpo social. Levantar una nación requiere propuestas más inteligentes y ambiciosas. Conseguir el poder y el usufructo del presupuesto mediante la manipulación sentimental, en cambio, sólo exige habilidad demagógica y falta de escrúpulos.

En la base del nacionalismo lingüístico se encuentra una determinada concepción de la cultura. La cultura puede ser entendida como progresiva afinación de la consciencia, como humanización orgánica, como incremento continuo de nuestra capacidad de entender el mundo, acentuando los elementos superiores y civilizatorios del acervo común, subrayando el nos-otros, es decir, el nos que suma, engloba e incorpora a los otros, de tal forma que se profundice en lo positivo y se orille lo negativo, se destaque lo que une y se minimice lo que separa. Desde esta óptica, la sociedad catalana no presenta fisuras hacia adentro ni hacia afuera y lo que comparte con la sociedad española y con la europea en general es de tal dimensión y altura, la herencia grecolatina, el Cristianismo, la Escolástica, el Renacimiento, la Ilustración, el románico, el gótico, el barroco, el art nouveau, el romanticismo, el racionalismo, el idealismo, el empirismo, la revolución industrial, el heliocentrismo copernicano, la mecánica newtoniana, la relatividad y el darwinismo, tantos y tantos descubrimientos científicos, estéticos, tecnológicos, literarios y filosóficos de enorme trascendencia y alcance, que la búsqueda obsesiva de pequeñas diferencias para explotarlas políticamente aparece como una tarea rastrera y mezquina, que rebaja al país y lo envilece. Cuando aquello que une es tanto y tan excelso, un proyecto articulado sobre las nimiedades que separan adquiere tintes empequeñecedores y siniestros.

Porque hay otra aproximación a la cultura, que se hace no a través de la gran entrada principal, sino por una escotilla trasera. Se trata de la cultura vista como diferencia, del enfoque folclórico, banal y estrecho que arranca de lo que Freud llamaba "el narcicismo de las pequeñas diferencias" y Santayana ridiculizaba considerándolo propio de "individuos demasiado insignificantes para mantener una personalidad distintiva propia, que se aglomeran en pequeñas sociedades voluntaristas y grupos ficticios". Un nos-otros reducido a un nos discriminador y excluyente de los otros, lo que Joan Francesc Mira ha descrito como "la tendencia irreprimible a la propia unicidad irrepetible, tendencia que conduce a menudo a considerar como exclusivas instituciones, formas sociales y rasgos culturales, que de hecho se encuentran en otros pueblos de manera muy similar". El cultivo enfermizo de la diferencia lleva a subrayar todo tipo de disparidades o, lo que es peor aún, de discriminaciones, los catalanes de socarrel, los nuevos catalanes integrados, los recién llegados todavía no asimilados, los residentes sin voluntad de asimilarse, comarcas que son más catalanas que otras, catalanes que lo son de verdad y catalanes que lo son menos, buenos y malos catalanes, y así sucesivamente. Puede llegarse a la paradoja cruel que tan gráficamente ha apuntado Xavier Rubert de Ventós, de que "el lerrouxismo y un cierto catalanismo son la misma cosa", una fábula en la que las supuestas verdades fundamentales y los dogmas intangibles no son sino mixtificaciones gratuitas o prejuicios irracionales, fuentes de crispación y angustia colectivas y aliviadores de problemas que ellos mismos generan.

Al nacionalismo lingüístico le resulta imposible, en su obsesión segregadora, aceptar que lo mejor y más noble de Cataluña es lo que compartimos con el resto de España y con Europa en su conjunto, y se ve abocado al cultivo de una identidad empobrecida, vacilante e insatisfactoria que vive instalada en la inseguridad. El propio Jordi Pujol lo ha expresado de forma inequívoca: "Los catalanes" (entiéndase la fracción que se arroga la representación del todo) "necesitamos un pueblo capaz de defendernos de la duda", es decir, que hay que desterrar los interrogantes creadores. A diferencia de San Agustín, de Descartes, de Unamuno o de Camus, que hicieron de sus incertidumbres su mejor arma intelectual y de creación, Jordi Pujol no puede permitirse la duda, habida cuenta de lo endeble de su pedestal, que a la menor exploración indagadora cae derribado por la realidad vasta y compleja que el gran líder es incapaz de abarcar.

Y como todos los que desean desterrar sus dudas, los nacionalistas lingüísticos se recrean en la pulsión taxonómica y se entregan a auténticos delirios clasificatorios, en un frenesí de fichas, controles, encuestas, estudios sociológicos y demás intentos desesperados de fijar en una fotografía retocada a una sociedad cambiante, dinámica e inasible.

A este respecto, son especialmente ilustrativos los "círculos concéntricos" propuestos por Isidor Marí y que son, "de fuera adentro y de mayor a menor":

1 - Los catalano- hablantes

2 - Los catalano-hablantes que aceptan y comparten la unidad de la lengua.

3 - Los catalano-hablantes que aspiran a usar su lengua en todas las funciones pero que no creen en una identidad cultural.

4 - Los catalano-hablantes convencidos de que comparten una misma identidad cultural y nacional.

A estos cuatro grupos, hay que añadir "un grupo o, cuantitativamente importante, de personas que viven en el territorio lingüístico catalán pero que hablan otra lengua".

La clasificación no deja de ser curiosa. Los círculos recuerdan los grados iniciáticos de los grupos de elegidos, con un núcleo interno de brahmanes lingüísticos patrióticos y unas tinieblas exteriores de intocables castellano-parlantes, de gran significación "cuantitativa", porque ya se entiende que cualitativamente los parias no ofrecen demasiado interés.

Sin embargo, los arrojados a la periferia del ascenso místico hacia las esencias sagradas, no parecen enterarse de su mísera y desagregada condición, y son capaces de organizar la Feria de Abril y el Rocío en el cinturón industrial de Barcelona, movilizando a un millón de visitantes en torno a sus propias pautas culturales identificatorias de manera abierta y festiva, sin apenas subvenciones oficiales. Curiosamente, las élites del circulo interior montan sus casetas en el recinto ferial y participan en la romería al son de las sevillanas, los fandangos, las rumbas y las bulerías, porque - detalle molesto, pero difícilmente corregible - las multitudes de ilotas que "viven en el territorio lingüístico catalán, pero que hablan otra lengua", también pueden ejercer su derecho al sufragio universal libre y secreto, en igualdad de condiciones que los "convencidos" del recinto más próximo al tabernáculo. El dilema de aparentar que se quiere solucionar el supuesto - e inexistente - problema de la división de Cataluña en dos comunidades y simultáneamente mantener el sistema de discriminación favorable a las élites nacionalistas gobernantes y a sus clientelas políticas se resuelve creando y sosteniendo un debate permanente entre la vanguardia selecta del arcano interior y el pelotón de los torpes del anillo externo. Inicialmente se pedía que el catalán se entendiese, después que mal o bien se hablase, más tarde que se escribiese, habilidad convenientemente probada mediante la obtención del Certificado B de la Junta Permanente del Catalán, el paso siguiente es exigir un catalán hablado y escrito de calidad, con lo que pasamos al Certificado C y es previsible que en un futuro no lejano los buenos catalanes se acrediten por la forzosa posesión del Certificado K. La escalada es imparable e inquietante, la presión creciente.

La plena integración se hace así cada vez más ardua y aunque se redoble el ritmo de la carrera, la meta no se acerca al exhausto corredor deseoso de alcanzar la definitiva normalización. La última vuelta de tuerca la ha dado el Departamento de Educación de la Generalitat, al establecer que además de dominar el catalán y utilizarlo habitualmente, es un objetivo que los alumnos se sientan catalanes. Es de esperar que la militancia obligatoria en un partido o movimiento político concreto no sea la próxima parada en este camino de perfección. Hay que tener presente que para comprobar que se conoce bien una lengua es preciso un profesor, para realizar un seguimiento de su grado de utilización, hace falta un soplón y para verificar que la propia identidad es correctamente interiorizada es necesario un confesor o un psiquiatra. En el terreno legislativo, los contenidos imperativos van también en aumento. De la Ley de Normalización de 1983 a los Decretos de inmersión de 1992 y al Plan General de Normalización recientemente aprobado se ha producido un salto cualitativo notable. Los derechos han pasado a ser deberes, las recomendaciones, mandatos, y los deseos, necesidades ineludibles.

El discurso justificativo de la normalización actúa por argumentación acumulativa y una vez consolidada una posición se ataca la siguiente sin pausa ni piedad. Al principio, el carácter de lengua propia del catalán, aunque minoritaria en su uso, obligaba a entenderlo; una vez entendido, se podía exigir su uso, y alcanzado el punto en que el catalán sea mayoritario, su imposición a la minoría vendrá automáticamente. Algo similar es aplicable al nacionalismo como doctrina política, que en el caso del nacionalismo lingüístico, se expande hipostáticamente a partir de la lengua. Si existe una lengua, existe una cultura vinculada, si existe una cultura existe una identidad nacional, si existe una identidad nacional existen unos símbolos y unas instituciones, si existen unas instituciones existe una estructura política y administrativa. Si existe una lengua, una cultura, una identidad, unas instituciones y una estructura política y administrativa, la plena realización nacional demanda un Estado independiente segregado del Estado español, y la serie divergente estalla en un éxtasis final.

Esta huída hacia adelante es incompatible con la comprensión de la contingencia del hecho nacional, tal como acertadamente la describe Santayana, al señalar que "la libertad de un hombre hacia su país debe ser condicional, por lo menos si es un filósofo. Su patriotismo tiene que subordinarse a la lealtad racional, a la humanidad y a la justicia".

División y marginación

De forma aceleradamente progresiva, la esfera pública de actuación en la Cataluña actual se desarrolla dentro de las pautas, esquemas e instituciones de la cultura oficial catalano-hablante de orientación nacionalista. La condición de castellano-hablante representa márgenes cada vez más estrechos de posibilidades de acción pública y desventajas objetivas para acceder a determinados status o para asumir roles de nivel superior, con las consiguientes frustraciones y crisis de identidad. Referirse a este problema de forma explícita es considerado de muy mal gusto y políticamente incorrecto por la opinión dominante creada desde el poder político nacionalista, pero su existencia real es cada día más palpable y encierra riesgos que sería irresponsable ignorar.

La identidad castellano-hablante no representa una alternativa en pie de igualdad a la catalano-hablante, lo que entra en contradicción con el hecho de que la mitad de la población catalana tiene al castellano como lengua habitual y familiar y con la pertenencia a un Estado-Nación cuya lengua oficial es el castellano. Jordi Pujol escribía en 1976: "En Cataluña, el protagonismo cultural es catalán y también el político. En Cataluña, no se deja de ser marginal hasta que poco o mucho no se engrana con la catalanidad". Después de quince años de gobierno monocolor nacionalista, parece claro que el Presidente de la Generalitat cuasi-vitalicio ha llevado a cabo este propósito con implacable tenacidad.

En este contexto de presión psicológica creciente, los castellano-hablantes se ven compelidos a ejercer, en ocasiones de manera inconsciente, un estricto autocontrol sobre su imagen "lingüístico-nacional" y a comportarse libremente como castellano-hablantes en ámbitos cerrados bajo restricciones protectoras de tipo espacial y temporal. La situación es curiosa e incluso algo chusca. La gente actúa como si la cuestión lingüística fuese irrelevante, cuando en realidad todo el mundo sabe que el status lingüístico es determinante a la hora de fijar las relaciones y los roles de los ciudadanos. Gradual, pero inexorablemente, el sistema social en sus diferentes actividades y manifestaciones públicas abiertas a todos se organiza previendo el uso del catalán, mientras que el castellano se comprime a la interacción exclusiva entre castellano-hablantes y a ciertos sectores concretos, cada vez más restringidos.

A través de este proceso impalpable, pero impulsado con férrea determinación desde las instancias políticas y culturales nacionalistas, metas personales y ambiciones vitales legítimas quedan fuera del alcance de los castellano-hablantes, porque no hay que olvidar que todos los catalano-hablantes sin excepción dominan a la perfección el castellano. A los castellano-hablantes, frente a esta situación de fait accompli, les quedan tres estrategias básicas:

1) Incorporarse al grupo político y culturalmente dominante, aceptando sin protestar la inmersión lingüística monolingüe para sus hijos y renunciando a trasmitir sus propias pautas y valores. Esta no es una opción fácil ni probable. No es probable porque tal como ha apuntado acertadamente Oriol Pi de Cabanyes "ningún sentimiento de participación se construye desde la coacción estructural". No es fácil, porque a nadie le resulta llevadero purgar con autoodio y autodesprecio su origen, ni cortar traumáticamente con el legado de sus ancestros. Cuando Jordi Pujol advertía en 1976 que "los castellano-parlantes habrán de tener muy presente el hecho de la agresión castellana que ha presidido las relaciones entre las dos lenguas, de la cual ellos, muchas veces, han sido el instrumento objetivo", obligaba a los castellano-hablantes a un ejercicio doloroso de contricción por pecados que ellos no habían cometido, lo que todavía hace más mortificante la reparación. Por otra parte, la estrategia de incorporación, superpuesta a la huida hacia adelante del proceso nacionalizador a la que nos hemos referido en el apartado anterior, empuja a los castellano-hablantes a posiciones sociales bajas o marginales, con el consiguiente estancamiento cultural y el inevitable resentimiento político, semilleros ambos del conflicto y de la ruptura violenta.

2) Aceptar su condición de "minoría" e intentar defender sus posiciones concentrando sus actividades diferenciales en reductos concretos debidamente aislados y protegidos, mientras que su participación en el conjunto del sistema se hace renunciando a sus rasgos identitarios propios. Este "pase a la clandestinidad" evita la aparición de dos partes enfrentadas y puede ser la antesala de la plena absorción, pero también encierra el peligro del autoodio, que, aunque interiorizado y controlado, puede generar patologias que, a la larga, desaten la colisión crispada.

3) Acentuar su identidad de manera agresiva y desafiante, haciéndola presente en todos los ámbitos de actividad pública, incluso aquellos que los nacionalistas consideren de su hegemonía exclusiva, y organizando e impulsando nuevas iniciativas para constrarrestar la presión homogeneizadora del nacionalismo. Esta opción admite diferentes variantes, desde el nativismo folclórico al nacionalismo españolizante, con la consiguiente guerra lingüística, enfrentamiento abierto de dos comunidades y conflicto étnico desatado.

Las estrategias 1) y 2) conllevan necesariamente el autoodio con sus secuelas de frustración y amargura, y el riesgo de incubación de posibles perturbaciones futuras, las 2) y 3) conducen a la marginación y a la corta o a la larga a la hostilidad entre sectores sociales, que de ser y sentirse partes de un todo armónico, se transforman en facciones rivales que luchan por la supremacía.

La única alternativa sensata y compatible con una sociedad de auténticas libertades es la de la convivencia equilibrada, en la que todos los ciudadanos conozcan y dominen las dos lenguas y puedan utilizar la que deseen en cualquier situación o contexto público o privado, con naturalidad y sin complejos. Este enfoque requiere poner el énfasis en los valores superiores de la libertad, la dignidad, la tolerancia, la justicia y la convivencia, y situarlos por encima de la identidad lingüística, que debe ser minimizada y reducida a sus justos términos. El mensajero no debe estar en un plano superior al mensaje, el contenido es más importante que el continente, y lo realmente relevante son los valores y las ideas que se intercambian y se defienden y no el código de comunicación concreto en que estas ideas y valores son expresados. Hay que presentar como "ridículas las obstinaciones de algunos en perseguir en nombre del uniformismo la diversidad de expresiones lingüísticas", en palabras de Oriol Pi de Cabanyes, cuya autoridad en estos temas es indiscutible como habitante, no se sabe si voluntario, en el vientre del dragón. Si la sociedad catalana comprendiese mayoritariamente que, tal como lúcidamente ha sentenciado Pedro Lain Entralgo, "Todas las victimas del patriotismo son victimas de un malentendido y de un absurdo del que al fin de cuentas sólo unos cuantos - los más brutales - sacan auténtico provecho", el nacionalismo lingüístico de naturaleza dogmática aparecería como una doctrina primitiva y empobrecedora, indigna de concitar los esfuerzos y las energías de un pueblo europeo occidental avanzado y civilizado.

Etica y política lingüística

Para determinar la calidad ética de un programa político, que no su eficacia, su rentabilidad o su oportunidad, el mejor criterio es analizarlo desde la perspectiva de los derechos humanos. Por una parte, hay que examinar los medios que se utilizan, y por otra, los objetivos que se plantean. En el caso de una determinada política lingüística, si la "normalización" de una lengua exige un incremento del fracaso escolar y el fomento del autoodio, habrá que ponerla en cuarentena. Y si se propone el respeto a ciertos derechos de un grupo concreto, habrá que contrastar como esa política afecta a los derechos análogos de otros grupos afectados. Este será un buen test, en lo que a los objetivos se refiere, para averiguar si realmente estamos ante un programa que vela por la satisfacción de derechos humanos o ante la mera instrumentalización de éstos al servicio de intereses espúreos de tipo electoral o partidista. Si la política en cuestión se inspira de manera sincera e imparcial en principios éticos, el énfasis puesto en unos derechos específicos, tales como el derecho a la escolarización en la lengua materna o el ejercicio de la propia identidad cultural o étnica, vendrán amparados por un imperativo universal, y por tanto la implementación práctica de dicha política dará satisfacción a todos los que se encuentren en situación de ser atendidos. Si se preocupa solamente de un grupo particular, ignorando, o lo que es peor, discriminando a otros en favor del colectivo privilegiado, la invocación a los derechos humanos no dejará de ser una artimaña encubridora de propósitos éticamente indefendibles. Aunque es cierto que en ocasiones, por razones de complejidad o diversidad, se hace difícil suministrar a todos un tratamiento idéntico, los procedimientos empleados para otros grupos no pueden ser el negativo del dado al grupo considerado propio, por muchas injusticias históricas o persecuciones pretéritas que se invoquen. Si por un lado se declara que en España todo grupo lingüístico tiene derecho a la escolarización en la propia lengua, al uso público y oficial de la misma y a unos medios de comunicación que la empleen habitualmente, este derecho también es exigible en el interior de Cataluña para las dos lenguas que se hablan en su territorio. Es absurdo postular una exigencia absolutamente razonable para el conjunto de España y dejarla sin aplicación en el ámbito de una Comunidad concreta. Afirmar que el multilingüismo representa una riqueza a proteger y estimular en todo el Estado, salvo en Cataluña, constituye una inconsistencia inaceptable y la aplicación de una moral de doble rasero que no admite justificación posible.

Desde un punto de vista ético, hay que tener presente que cualquier programa de acción social o institucional incide sobre todo en las capas sociales más vulnerables, que carecen de la capacidad de autoorganización, de protesta o de influencia de sectores más cultos o de mayor renta. Por eso, antes de poner en marcha un plan de normalización lingüística, la pregunta obligada es ¿A quién perjudica?, antes incluso de ¿A quién beneficia?. La cuestión lingüística o la supuesta recuperación de la identidad nacional no pueden servir de cobertura a la imposición de normas legales o de acciones administrativas que conculquen derechos individuales inalienables. No es admisible considerar los derechos lingüísticos de ciertos grupos como personales y colectivos y los de otros grupos como simplemente personales a partir de criterios arbitrarios o de conveniencia electoral. Bajo el régimen de apartheid, hoy felizmente abolido, la población de color de la Unión Sudafricana recibía la enseñanza únicamente en su lengua indígena y algo en afrikaans, pero no se le permitía el aprendizaje del inglés. Frente a esta intolerable discriminación, que operaba bajo la peregrina excusa de preservar las identidades culturales y étnicas, los estudiantes de color se rebelaron hasta que su protesta culminó en la célebre manifestación de Sophiatown y la subsiguiente matanza. Esta práctica condenable contrasta con el sistema seguido en países altamente civilizados, como Suecia, donde toda la población recibe enseñanza del sueco y del inglés, a la vez que se facilita que todas las minorías puedan aprender su lengua materna. Las políticas lingüísticas han de ser diseñadas de acuerdo con el respeto escrupuloso a los derechos humanos, lo que implica impulsar una sociedad multicultural y multilingüe, con un respeto equitativo y ecuánime a los distintos grupos.

Es obligación de los Gobiernos hacer cosas razonables y acordes con la realidad social sobre la que operan, y no transformar a la sociedad de acuerdo con modelos prefijados derivados de construcciones doctrinales o de mitos. La Generalitat de Catalunya es una institución con facultades legislativas, ejecutiva y administrativas, y no la encarnación mística del Espíritu del Pueblo. Su función es legislar y gobernar, y la definición de la identidad colectiva o la fijación de la ortodoxia nacional en los órdenes histórico, cultural y lingüístico no forman parte de sus competencias. Cataluña es una democracia moderna, plural y libre, no una colectividad de fieles entregados al culto a la diosa Nación. El Presidente de la Generalitat es la cabeza del Ejecutivo autonómico, elegido por el Parlamento y con un mandato limitado en el tiempo. Convertir una magistratura civil electiva, con poderes delimitados constitucional y estatuariamente, en el Supremo Pontificado de una religión absorbente y excluyente, con la identidad como valor supremo en cuyo altar cualquier sacrificio es poco, resulta aberrante cuando no ridículo. Cuando dos lenguas coexisten en equilibrio demográfico, la única solución inteligente y natural es el equilibrio lingüístico. Decretar que una de las lenguas de Cataluña debe ser "prioritaria y hegemónica", para utilizar la expresión literal acuñada por el actual Director General de Política Lingüística de la Generalitat, refleja un voluntarismo totalitario condenado al fracaso. Tal como advierte Bertrand Russell en La conquista de la felicidad, "El mal consiste, en esencia, en destacar una o dos cosas deseables, olvidándose de todas las demás, y el suponer que el producir algún daño incidental carece de importancia. Contra este temperamento fanático, no hay mejor profilaxis que una amplia concepción de la vida del hombre". Frente a las razones esgrimidas para consagrar el catalán como lengua "prioritaria y hegemónica" de Cataluña, se podrían seleccionar otras igualmente poderosas, e igualmente subjetivas, para imponer el castellano, posición inadmisible que fue legítimamente combatida por la oposición democrática al régimen anterior.

A la vista de la internacionalización y globalización crecientes, de la tendencia imparable a la desregulación y de la feroz competencia de productos culturales gráficos y audiovisuales en mercados cada vez más abiertos, cualquier posición de proteccionismo autista en el campo lingüístico carece de sentido y condena a las sociedades que la adopten a un esfuerzo baldío y frustrante. Las lenguas no pueden ser defendidas en base a la funcionarización y la proliferación burocrática. No hay leyes ni decretos ni ejércitos de normalizadores y asesores lingüísticos que pueda poner puertas al campo. La potenciación y el impulso a una lengua pasan necesariamente por una cultura sólida y prestigiosa apoyada en una demografía suficiente. Un sistema educativo de calidad, una literatura original y brillante, un dominio amplio de los avances tecnológicos y una economía saludable y próspera son factores que contribuyen al fortalecimiento y a la difusión de una lengua en mucha mayor medida que el frenesí legiferante y los Planes de Normalización intervencionistas y coactivos elaborados por sociolingüistas y filólogos ardientes de patriotismo.

La aplicación pura y dura de la regla de la mayoría puede llevar en el ámbito lingüístico a los despotismos más feroces, y por ello es imprescindible que cualquier política lingüística garantice los derechos fundamentales individuales por encima de hipotéticos e imprecisos derechos colectivos, proteja a las minorías y asegure el ejercicio de la libertad lingüística evitando irredentismos mesiánicos de una parte de la sociedad contra otra o uniformismos centralistas impuestos por la fuerza. Si se desea articular una política lingüística éticamente correcta, su jerarquía axiológica debe anteponer ineludiblemente la libertad a la identidad.

Las identidades múltiples

En el terreno cultural, democracia es sinónimo de reconocimiento del derecho a ser diferente. Sin embargo, en las sociedades modernas, abiertas y complejas, aceptar y vivir la diversidad no es tan sólo la manifestación de un derecho sino una necesidad de la convivencia y del progreso. Una misma persona puede pertenecer simultáneamente a varias comunidades culturales sin que ello represente división interna, contradicción o dispersión. Se puede ser a la vez catalán, español y europeo, en lo político, en lo cultural y en lo lingüístico, y asumir estas identidades "concéntricas", afortunado término acuñado por Edgar Morin, de forma totalmente compatible con la unicidad de la persona y la unidad de su pensamiento. Primar a una de nuestras posibles identidades culturales por encima de las demás, o lo que es peor, repudiar unas en función de otra en una amputación traumática y dolorosa es un síntoma de incapacidad de abarcar lo complejo y un empobrecimiento del horizonte vital.

El ejercicio de la libertad se basa en intentar permanentemente escuchar y comprender las razones de los demás, aunque no se compartan. La divisa "Audiam alteram partes" indica un camino mucho más fructífero que las invocaciones a "un solo pueblo, una sola nación y una sola lengua", slogan de resabios totalitarios muy caro a los nacionalismos reduccionistas. La comprensión, sin embargo, no es sinónimo de aceptación acrítica, de indiferencia o de menosprecio. Cuando desde las filas del chovinismo separador se emite el lamento de que "no nos entienden", lo que se está diciendo es "no nos dan la razón".

La diversidad no ha de ser percibida como un obstáculo o una molestia, sino como una riqueza positiva, que nos hace más completos, más civilizados, y que nos vacuna contra la intransigencia. Una sociedad que, como la catalana, está acostumbrada a conocer y utilizar dos lenguas desde hace siglos, disfruta de un valor añadido que no poseen otras sociedades, como la castellana o la portuguesa, uniformemente monolingües.

Suponiendo que fuese cierto que España se hubiese construído de espaldas a su heterogeneidad y alejada de la casa común europea, sería absurdo organizar la Cataluña democrática contemporánea sobre la misma mentalidad equivocada, pero a escala geográfica y demográficamente menor. La Gran Unanimidad en torno a una formulación de la identidad elaborada por una parte de la sociedad a golpe de subvenciones, ayudas, dirigismos burocráticos, presiones psicológicas y manipulaciones sentimentales, es un planteamiento forzado y peligroso. Una identidad alimentada y mantenida desde el poder político partidista a través de la acción continua y agobiante de una pléyade de evangelizadores lingüísticos burocratizados a sueldo del erario público, es un artificio que carece de futuro. La verdadera y duradera unidad sólo se conseguirá cuando dejemos de obsesionarnos por la lengua para preocuparnos por la comunicación y por los contenidos que se comunican. En Cataluña, la experiencia cotidiana nos demuestra cómo en reuniones de trabajo, en tertulias familiares o amicales, en debates vecinales o en las aulas universitarias, la espontaneidad de los participantes acaba soslayando el código para centrarse en los mensajes y en los valores que propagan. Al final, lo importante es entenderse y conocer con precisión el pensamiento y las experiencias del interlocutor, para compartirlos o rebatirlos, y la lengua utilizada pasa a un segundo plano estrictamente instrumental. La elevación de la lengua a objeto en si misma, más allá de su papel de simple vehículo de las ideas, es una maniobra política con propósitos políticos, elaborada y ejecutada por políticos mediante técnicas políticas al servicio de intereses políticos.

Una simple ojeada a un diccionario etimológico demuestra los límites de cada lengua y la espectacular conexión entre todas. Si cada comunidad lingüística se cerrase sobre si misma, moriría de inanición semántica y conceptual. Para expresarlo con las palabras magistrales de Jesus Royo : "Hay que decirlo sin tapujos : entre salvar la lengua y salvar la comunicación, antes hay que salvar la comunicación, tanto a nivel individual como colectivo. Entre otras cosas, porque sacrificando la comunicación, también se compromete la lengua".

Sólo la primacía de la comunicación sobre los códigos nos permitirá articular una sociedad bien vertebrada, civilizada y dialogante, con posibilidades reales de progresar material y espiritualmente.

La identidad múltiple de los catalanes ha de ser interiorizada y vivida de forma aditiva. La coexistencia del castellano y el catalán en Cataluña no es un juego de suma cero, en el que los avances del catalán impliquen retrocesos paralelos del castellano. Se trata, por el contrario, de un proceso aditivo, en el que unos valores no perturban a otros, sino que los complementan, una vocación "nacional" no debilita a la otra, sino que la refuerza y una lengua no entorpece a la otra, sino que la extiende y la estimula.

Si estamos condenados a habitar un mundo en el que flamean muchas banderas, la única opción viable es el respeto a todas ellas porque cualquier intento de izar la nuestra que implique arriar las de los demás es la antesala de la violencia y la barbarie.

http://www.geocities.com/Athens/Academy/1410/articulo/multiling.htm

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