miércoles, octubre 17, 2007

Serafin Fanjul, Un centenario temible

miercoles 17 de octubre de 2007
Un centenario temible
SERAFÍN FANJUL
(Catedrático de la UAM)
TEMO a las grandes efemérides, esas ocasiones para llamar la atención sobre algún capítulo de la vida, de la Historia, o en recuerdo de cualquier personaje más o menos merecedor de los eventos que se le dedican, luego diluidos en el romo desgaste de los días. Aun rememoro con disgusto el 92 y el 98: ninguno de los dos sirvió para mejorar las relaciones de España con América, sino más bien al contrario. Y si en 1892 las repúblicas hispanoamericanas, aun dominadas por los criollos, en unión de la España de la época, que todavía conservaba presencia política en las Antillas, se limitaron a líricas exaltaciones retóricas (nuestro país por entonces poco más podía ofrecer), las conmemoraciones de 1992 fueron útiles para relanzar el indigenismo antiespañol que, curiosamente, desde aquellas fechas no ha cesado de crecer, bien que no sólo por culpa nuestra.
En los años de González no pocas empresas españolas de servicios o hidrocarburos penetraron en áreas que anteriormente ni soñaban, pero la endeblez e inseguridad de tales embarques se vio pronto y hasta hoy siguen la inquietud y el riesgo en Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, Cuba, etc., siempre sometidos los inversores a gobiernos populistas y/o dictatoriales y a una opinión pública dispuesta a la escapatoria fácil de culpar a «la Conquista» o a «la Colonia» -cuando no a los gringos- de cualquier calamidad que les aflige. Se llegó a hablar, sin soltar la risa, de reconquista española de Hispanoamérica, mientras los tópicos antiespañoles seguían circulando como dogmas indiscutibles. En enero del 92 asistí a unas jornadas -unas de tantas- dedicadas al Quinto Centenario en la ciudad de La Habana y en ellas, junto a la prudencia y equilibrio de José Saramago, oímos a un Roa Bastos (olvidado del Cervantes y de su nacionalidad española) abundando en todas las banalidades críticas imaginables, empezando por la hilarante y redondeadita cifra de cien millones de indígenas muertos); a un Heinz Dieterich -becado o algo así de la liberal Fundación Naumann y compadre de Chomsky en los panfletos que les publica la filoetarra editorial Txalaparta de Pamplona- que se jactaba de poder levantar a los indígenas contra la Hispanidad, a su juicio intolerable; a una chisgarabís catalana que decía estar organizando el descubrimiento de Europa, por descontado bufo, en kayak por un grupo de indios canadienses en el puerto de Barcelona (espero que el viaje, que obviamente no harían en kayak desde Canadá, no lo hayamos pagado nosotros); a un fraile mallorquín, muy galardonado en la ocasión, que hablaba de «sus indios» guaraníes como si fueran de su propiedad y él émulo con ventaja de Las Casas o Montoya en las guerras con criminales encomenderos y comuneros. De aquella reunión extraje dos conclusiones: una, que quizá en la sola provincia de Guipúzcoa, o en la de Barcelona, había más comisiones contra el Quinto Centenario que en todo el continente americano; dos, que el florido -y tedioso- verbo gastado por hispanoamericanos en la Madre Patria se esfuma en cuanto salen de nuestras fronteras, algo sabido hacía mucho tiempo. Palabras, pues, las justas y hablemos con los hechos: por ejemplo, ayudando a Pisco y su comarca, como está haciendo la Comunidad de Madrid. Y los campos son infinitos.
El año próximo y dentro de tres años se nos echan encima dos temibles aniversarios más. Y de los gordos. Si Esperanza Aguirre no lo remedia -y esperamos que sí-, el 2 de Mayo puede pasar sin pena ni gloria, difuminado y casi clandestino, con el carácter formulario de cuanto se hace sin convencimiento ni ganas, entre lechuguinos huidizos que se avergüenzan de la historia de su patria y ocupadísimos tecnócratas sin tiempo ni ganas de recordarla. Y después viene el centenario más temible, el de 1810, por la trascendencia que tuvo en el colapso de nuestra nación y por las dificultades no resueltas, dos siglos más tarde, en la normalización verdadera de nuestras relaciones con las antiguas Indias. Quienes patean poco las calles y aun hablan menos con sus habitantes (vecinas de la La Habana, verduleras de Asunción, ruleteros de México, criadas de Acapulco) piensan que con disponer unos cuantos saraos oficiales ya se cubre el expediente. En consecuencia, Rodríguez ha nombrado a González embajador extraordinario, o similar, para las conmemoraciones que, en buena lógica, deberían alargarse hasta 2024. Así se matan dos pájaros de un tiro y líbreme Dios de motejar de pájaro al ex presidente del gobierno, en ninguna de sus acepciones: se le aleja y mantiene entretenido y si hay que propiciar buenos negocios socialistas con Carlos Slim, el venezolano Cisneros o los sucesores de Mas Canosa, ¿quién discutirá su idoneidad?
Pero no veo muy apropiado al sevillano para reflexionar -y proponer acciones útiles- sobre la incapacidad de la España de 1800 para contrarrestar la inquietud y resquemores a la sazón existentes entre criollos y peninsulares que ya denunciaban los ilustrados, los problemas comerciales o de hábitos y lealtades (Campomanes, Carrió, Azara); la integración de las comunidades indígenas, entonces y ahora; o el rosario de vicisitudes históricas que jalonaron aquellos años terribles, desde que en abril de 1810 llegó a Caracas la nueva de la pérdida de Andalucía ante el invasor francés. Ese estallido y el inmediato de 25 de mayo en Buenos Aires provocan un alud de rebeliones y motines en Chile, Paraguay, Nueva Granada, el Bajío mexicano... Con éxitos iniciales pronto neutralizados -con la excepción del Río de la Plata- y adioses prematuros a la Patria Vieja chilena o a la Patria Boba venezolana. Tras la ejecución de Hidalgo (Chihuahua, marzo 1811) y la huida de Bolívar, en 1815, la vuelta de los poderes realistas conservadores es un hecho. No es éste el lugar para escribir una historia de las independencias en las Indias -las hay excelentes- pero sí para recordar que el alejamiento entre España y las naciones sucesoras de los virreinatos es cada vez mayor y la sabia previsión del virrey Abascal de que «la liberalización comercial no podía dejar de traer consigo la irrevocable separación de destinos entre España y la América aun española», en palabras de Halperin Donghi.
Aunque las transposiciones y cotejos históricos son un juego peligroso, grosso modo vemos constantes del secesionismo de entonces repetidas en el de hoy, bien que a una escala menor, pues las cosas de España también son mucho menores: los sublevados (como ya hiciera J. Gabriel Condorcanqui, alias Túpac Amaru II, en 1780) no se atreven a proclamar sus intenciones desde el principio y aseguran estar contra «el mal gobierno», como ahora hablan de soberanismo, de hechos diferenciales, de deuda histórica, agravios y etc. (imposible no pensar de inmediato en el Bloque, en Convergencia y PNV, amén de todo el gallinero de minúsculos regionalistas no menos agraviados en León, La Rioja, Santander, Aragón, Andalucía, Asturias, Canarias...); el Plan de Iguala (Iturbide, 1821) propone algo muy parecido al confederalismo que Rodríguez favorece encantado, una confederación de imperios, mexicano y español, que podrían tener un soberano único (huelga encalcar en la memoria: sin terminar el año 1821, México ya se había independizado); en México, el virrey Apodaca confía en reconstruir el antiguo orden, pero el retorno del constitucionalismo en España (Riego, enero de 1820, en Las Cabezas de San Juan) se convierte en obstáculo insalvable para las fuerzas conservadoras locales que ya no ven interés alguno en permanecer unidos a una metrópoli de signo liberal. El golpe de Riego es catastrófico para la subsistencia del imperio ultramarino, no sólo por impedir la partida de las tropas, sino por disuadir a los leales de América.
Tal vez no valga la pena traer a colación episodios lamentables como la matanza en la alhóndiga de Guanajuato o el fusilamiento de Santiago de Liniers y Martín de Alzaga (héroes de la resistencia contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807) a manos de los insurgentes porteños; ni siquiera el heroísmo desesperado, cuando ya todo estaba perdido, por mantener Puerto Cabello, El Callao, San Juan de Ulúa, anticipos de Baler: los españoles de la época -los de ahora, sabe Dios- más dispuestos a gestos valientes y baldíos que a prever y arbitrar soluciones antes de la descarga de la tormenta. Todo se perdió y a veces me pregunto -mientras un resentimiento absurdo a dos siglos vista arranca la estatua de Colón en Caracas o la de Pizarro en la Plaza de Armas de Lima- hojeando el callejero madrileño, cuántos residentes en calles y plazas como Mejía Lequerica, Pablo de Olavide, Martín de Alzaga, Abascal, Apodaca, Lagasca y un larguísimo etcétera de innecesaria memoria tienen la más remota idea del significado de esos nombres en la historia de España, que es la suya, la de su gente. Los planes de estudio propiciados por Rodríguez no van a ayudar nada, pero aun hay algo peor: infinidad de españoles están contentos así.
SERAFÍN FANJUL
Catedrático de la UAM

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