miércoles, octubre 24, 2007

Luis Hernandez Arroyo, Memoria, tradicion, ciudadania y cultura

jueves 25 de octubre de 2007
Destrucción socialista
Memoria, tradición, ciudadanía y cultura
Si se utilizara el criterio político para seleccionar, cribar y derribar parte de esas obras, actuaríamos como los talibanes hicieron en Afganistán, cuando derribaron a bombazos aquellos budas gigantes, llenos de misterio y belleza.

Luis Hernández Arroyo

Si nos hubieran enseñado la historia de la cultura como es, y no como nos gustaría que fuera, sabríamos que todos esos nombres descollantes en tiempos más o menos remotos, de Homero a Da Vinci, o de Platón a Miguel Ángel, pasando por Virgilio, hasta nuestros días, han estado ligados al Poder; ya fuera porque el poder les encargaba sus inmortales obras o porque ellos mismos cantaban voluntariamente las alabanzas de los mitos, héroes y magnates de su patria.
Por ejemplo, Virgilio fue un gran propagandista de los designios de Augusto el emperador: inventó un hermoso origen para Roma, nada menos que sobre las ruinas de la heroica Troya. Dante, el mayor poeta de la cristiandad, fue un perseguido y exiliado de Florencia cuando los suyos, los güelfos (partidarios de la intervención del emperador en contra de la expansión del Vaticano), perdieron el poder. Y bien que se vengó, ubicando cuidadosamente en su "Infierno" a sus enemigos políticos. Miguel Ángel y Leonardo pintaron para los poderosos sus perennes obras maestras; pero, además, diseñaron murallas defensivas, a la vez que bombardas y piezas de artillería contra aquellas, por encargo de sus señores. ¿Y qué decir de Voltaire, el gran propagador de la Ilustración, que se sometió a ser poco más que un criado de Federico de Prusia, al que en el fondo lo que le gustaba era la guerra y la conquista; o de Descartes, muerto de una pulmonía en Suecia por dejarse seducir por el poder de la reina Cristina? ¿Qué decir de Napoleón –el vendedor de democracia por la fuerza– y su corte de sabios y artistas arrasando Egipto, Italia, España, y gran parte de Europa? ¿Es que alguno pudo resistirse a los cantos de sirena del poder, desde que su gran antecesor Platón fue vendido como esclavo por su "amo", el tirano de Siracusa, cuando éste se hartó de sus consejos?
Estas obras irrepetibles del pasado son, además de un testimonio, un emblema por el que deberíamos sentir un legítimo orgullo. No son de nadie y son de todos, y el pueblo llano suele ser el que más íntimamente las estima, aunque no conozcan al detalle toda la historia que hay detrás. Un día nacieron y se encontraron con esa nave de piedra varada en un páramo, y sienten, más que saben, que es una grandeza que les acompañará toda la vida, aunque un día deban emigrar. Su alma quedará marcada por esa gigantesca figura de la que quedó impregnada en su infancia. Eso debieron sentir los que vivieron su construcción siglos antes, en la que participaron todos ante la ilusión que ellos también iban a tener un santuario grandioso. Eran otros tiempos, dirán algunos, tiempos no democráticos, como si la democracia fuera el rasero por el que hay que medirlo todo. Cierto, lo eran. Por eso son irrepetibles: por razones técnicas, pero también por que las creencias cambian, y de ahí su valor testimonial de unos tiempos en que las prioridades y las motivaciones eran otras; y en rigor no podemos decir que mejores o peores que las nuestras.
El poder es omnipresente, o casi, en la historia de la belleza. Está escondido, encargando y subvencionando, o en primera línea, posando para la eternidad como protagonista. Sea democrático o no, el poder ha necesitado de los artistas, de los mejores, en su sistema de propaganda ilimitada. Ahora no es muy distinto, aunque se envuelva cuidadosamente en la bandera de la democracia. Aún así, los genios, aliados con el poder, nos dejaron grandísimas obras que admiramos.
Que se preserve la memoria cultural depende de que se respeten las obras de los artistas que han dejado testimonio de su época, sea cual sea la motivación que les impulsó a edificar hermosas catedrales, como la de Chartres, pintar la Capilla Sixtina, o escribir El Quijote. Además de ser testimonios de la historia, esas obras pueden tener una belleza que es descubierta y acrecentada con el paso de siglos. En todo caso, la obligación de las generaciones intermedias es conservarlas sin atender a su signo político, pues con el paso del tiempo estas obras se engrandecen necesariamente. "Lo que persiste, va cargándose poco a poco de razón", decía Nietzsche. Si se utilizara el criterio político para seleccionar, cribar y derribar parte de esas obras, actuaríamos como los talibanes hicieron en Afganistán, cuando derribaron a bombazos aquellos budas gigantes, llenos de misterio y belleza. Tradición e innovación se dan la mano para ir trenzando nuestro entorno cultural.
La riqueza de la cultura de un pueblo depende de la acumulación, del depósito incesante del rastro del pasado sobre nuestras creencias básicas. Puede surgir una cultura renovadora que, en su impulso creativo, pretenda negar la validez de lo heredado de sus padres; pero la negación y la crítica no implica destrucción física, sino alarde de originalidad, casi siempre enriquecedor. De hecho, así suele funcionar el mecanismo de culturización: por el cambio continuo de generaciones nuevas que disputan la primacía a sus antecesores: pero para ello se suben sobre sus hombros, no los borran de la memoria; todo lo contrario, su encono contra ellos hace resonar de nuevo sus nombres...
La propuesta de este Gobierno que padecemos, con sus leyes de Memoria Histórica y Educación para la Ciudadanía, tiene una motivación opuesta: destruir las tradiciones y los hitos del pasado por criterios mezquinamente políticos. Es como quitar la tierra sobre la que actúa fructíferamente la innovación, para implantar otra, artificial y estéril. Su destrucción crea un agujero en la historia, un agujero ominoso, que sólo puede minar –aún más– la seguridad con la que se debe mirar una nación a sí misma, seguridad de la que en España tanto adolecemos. Pero cabe sospechar que eso no preocupa, sino todo lo contrario.
Luis Hernández Arroyo es autor del blog Cuaderno de Arena.

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