domingo, octubre 14, 2007

Jose Antonio Zarzalejos, Simplemente, no

domingo 14 de octubre de 2007
Simplemente, no (Ibarretxe en La Moncloa)
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS. Director de ABC
EL lendakari del Gobierno vasco acude el próximo martes a La Moncloa para plantear al presidente del Gobierno de España nada menos que «un pacto político» que, de lograrse, los ciudadanos del País Vasco respaldarían, o no, mediante una «consulta ratificadora» el día 25 de octubre de 2008. Si no hay «pacto político», ese mismo día del año venidero también habría llamada a unas fantasmales urnas, pero sería una «consulta habilitadora» que, según palabras textuales de Ibarretxe, «traslade un mandato imperativo a todas las partes, ETA, Gobierno español y partidos políticos vascos, con el objeto de desarrollar un doble proceso de diálogo y negociación que desemboque en el final de la violencia y en la solución al conflicto de normalización política en un tiempo fijado». En otras palabras: o Rodríguez Zapatero le garantiza a Ibarretxe la viabilidad de un plan independentista como el que rechazó el Congreso en 2005, o el lendakari pedirá una «habilitación» para declarar unilateralmente la soberanía de Euskadi y, en consecuencia, su «libre asociación» con el Estado español.
El pequeño problema de este excéntrico planteamiento nacionalista consiste en un hecho relevante: ni el presidente del Gobierno español ni ninguna institución -legislativa o judicial- pueden disponer de la Nación española. España es una realidad indisponible, anterior a la Constitución -que la formaliza y articula como Estado-, y el País Vasco una comunidad autónoma -una nacionalidad, en términos constitucionales- que forma parte de la Nación y del Estado. La respuesta del presidente del Gobierno el martes sólo puede ser, en consecuencia, negativa: ni él, como tal presidente, ni ninguna otra institución pueden urdir un «pacto político» para quebrar la soberanía nacional y aceptar un proceso de secesión. Si existe una mayoría parlamentaria en el País Vasco, cabe una reforma del Estatuto de Guernica, y ésta sólo será aceptable si se atiene a la Constitución. Y no hay ningún otro margen, ni caben «consultas ratificadoras», ni «consultas habilitadoras» ni ninguna otra zarandaja verbalizada en una jerga no lo suficientemente críptica como para que hasta el más lerdo pueda entender que lo que Ibarretxe trae bajo el brazo es la reclamación segregacionista que ya naufragó tiempo atrás, y lo hizo, además, irremisible y definitivamente.
El asunto que plantean el PNV y adláteres resultaría grotesco si no fuera porque tras de ese plan secesionista humea la pistola etarra, crepita el miedo al chantaje de empresarios y profesionales y se difunde el temor a la violencia callejera, indiscriminada y bárbara. Sería grotesco -pero no lo es- si no fuera porque Ibarretxe clava su pretensión en el dolorido lomo de una Nación cuya autoestima ha sido zarandeada -no deja de ser una realidad «discutida y discutible» según el mismo presidente del Gobierno-; cuya «memoria histórica» se ha abierto en canal para que vuelva a sangrar la herida del enfrentamiento bélico del siglo pasado y emerjan a la superficie sus prolegómenos y sus epílogos, ambos trágicos y fratricidas; cuya lengua -el castellano en España, español fuera de ella- es marginada y estigmatizada en comunidades con otra lengua española, sea el eusquera o el catalán; cuya forma de Estado -la Monarquía parlamentaria- es injuriada y cuyo titular -el Rey- debe salir a reivindicarla ante el silencio de unos y el ruido y la piromanía de otros; y, en fin, cuyos hábitos, valores y principios éticos de carácter social han sido volteados sectariamente escindiendo a los españoles de manera dudosamente reversible.
Ibarretxe, como todos los nacionalistas, aprovecha el momento de mayor desconcierto nacional, la situación de más tensa confrontación entre los partidos nacionales, la coyuntura de más incertidumbre institucional, para agravar toda la sintomatología con una rimbombante y tramposa reclamación soberanista. Si fuésemos patriotas en la mejor y más elevada acepción del concepto, el lendakari y su pretendido «pacto político» debían cursar como lo hacen las crisis de recuperación: superando como en 2005 la división que nos atraviesa para, en coro político y social, con sobriedad y determinación, decir, simplemente, no.
Puede que buena parte de la responsabilidad de lo que viene a plantear el presidente del Gobierno vasco sea de la errática política de Rodríguez Zapatero en el manejo de la cuestión territorial; puede que el fracaso del llamado «proceso de paz» esté en la raíz de este nuevo asalto a la integridad de España y de su Estado; resulta muy verosímil que la debilidad gubernamental con los radicalismos de ERC y de otros haya envalentonado a los «duros» y anulado la contemporización de los «moderados» como Josu Jon Imaz. Puede -es más, lo creo- que todos esos factores estén en el origen de este viaje a Madrid de Ibarretxe para pedirnos -«amablemente»- que nos suicidemos como Nación. Pero no estoy nada seguro de que sea éste el momento de dirimir esas diferencias.
Quizá por mi condición de vasco transterrado -me pasa como a Jon Juaristi, que bendice todos los días este exilio interior- me conmina más en este trance la unidad de acción que la dispersión de la discusión, y, en consecuencia, debemos hacer lo que el aforismo latino nos aconseja: primero, vivir -como Nación-, y después, filosofar cómo la organizamos. Porque de lo contrario, Ibarretxe se dará por satisfecho si regresa a Vitoria después de haber provocado otra monumental bronca en Madrid y sus aledaños y separado aún más las dos orillas en las que acampan los españoles en estos tiempos convulsos.
Sospecho que, conociendo como conozco a los nacionalistas sinuosos y melifluos como Ibarretxe, brazos ejecutores de sabinianos dieciochescos como Arzalluz o filobatasunos como Eguibar, se dará inicialmente por satisfecho si con su propuesta de imposible «pacto político» y su amenaza de «consulta ratificadora y habilitadora» logra acentuar la crisis nacional por la que transita España y agrupar así a sus huestes nacionalistas desperdigadas bajo siglas y discursos que el PNV tiene la urgente necesidad de unificar para así presentarse a las elecciones generales con el nervio separatista tenso, sustituyendo -en radicalidad y bronquismo- a los encarcelados heraldos de los terroristas.
Los partidos, en determinados momentos de la historia, deben percibir cuáles son los mojones que delimitan su propio sentido y su auténtica función. Si ellos son los que encauzan el pluralismo ideológico de la comunidad nacional, se deben a ese menester en el servicio de la sociedad española en su conjunto y si ésta, como titular de la soberanía, se diluye o desaparece, queda mutilada o desmembrada o, simplemente, remitida verbal y políticamente al trastero de los cachivaches inútiles, su función se esfuma porque la Nación es la patria de las libertades y sin ella caemos en el vacío. Ese vacío es el que desea el siniestro visitante del martes -admitamos que Ibarretxe es, en versión caricaturizada, siniestro- para ocuparlo con la ensoñación mítica de una Euskadi que, sin España y en España, deviene en inviable. En un puro esoterismo político e histórico

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