domingo, octubre 14, 2007

Ignacio del Rio, El Estado y la tribu

lunes 15 de octubre de 2007
El Estado y la tribu Ignacio del Río

La clase política que tenemos y padecemos es la peor de nuestra reciente historia democrática. Si el haraquiri de la UCD ya se llevó por delante una generación política de primer nivel, la caída del felipismo hizo lo propio con los cuadros del PSOE, de los que sólo queda, como testigo de aquella época, un Rubalcaba enjuto y menguante por el paso de los años y la radiación que le transmite el Gobierno de Zapatero. La retirada de Aznar y el 11M liofilizó políticamente a los actores del PP, desperdigados en el retiro europeo o en sus cuarteles de invierno profesionales.
El 12 de octubre, Fiesta Nacional, amenizada con los preámbulos de Ibarretxe y los independentistas catalanes, ha convertido el país político, no el real en su acepción auténtica, en el perfecto paciente de un gabinete psiquiátrico, que acude con una pérdida de la noción del espacio y del tiempo. Algunos pocos, unas minorías, los nacionalistas, padecen un problema de identidad y de adaptación al entorno social, y nuestros políticos convierten “su” problema en “nuestro” problema, hasta tal punto que lo interiorizamos con un íntegro síndrome de Estocolmo. Para salir de esta situación la oposición del PP reacciona con la más intensa y explícita afirmación de identidad.
La solución de la enfermedad es un problema de diagnóstico. ¿Estamos en presencia de un resfriado —Zapatero dixit— o en una emergencia nacional? Probablemente Zapatero tiene razón, es un simple resfriado. Pero la preocupación está en que el tratamiento que Zapatero aplica consiste en pasearse desnudo por la sierra del Guadarrama, después de pasarse hasta las tantas de juerga con los nacionalistas. Lo que sin duda va a acabar en una pulmonía, porque lo que está haciendo el presidente del Gobierno es desvestir permanentemente al Estado.
La inmunización frente al separatismo-independentismo se ha basado en nuestra democracia en dos principios: la frontera ha estado marcada por la Constitución y la Constitución ha sido el émbolo de encuentro entre el PSOE y el PP, convencidos de la necesidad política del Estado, en cuyo gobierno solamente uno de los dos partidos, más allá de apoyos parlamentarios concretos, puede ser el protagonista.
La aventurada, por algunos, integración nacionalista en la gobernación del Estado no se ha producido en estos treinta años y difícilmente se producirá en los próximos. La posición de Ibarretxe no ofrece dudas: nunca estará en el Gobierno de España. Y los moderados de CIU han caído en la perspectiva más paleta y provinciana protagonizada por un Mas que hace que cada día se eche más de menos a Jordi Pujol. Su declaración, reprochando a Montilla por asistir al desfile del 12 de octubre en Madrid, es el último ejemplo de un nacionalismo moderado incapaz de resituar la realidad catalana en un discurso de modernidad dentro del Estado.
Al PP todo este escenario le deja poco margen, pero tiene la obligación de aprovecharlo mejor. Rajoy se ha llevado críticas exacerbadas por decir lo obvio: somos una nación con cinco siglos de Historia y con un pasado cultural donde han cristalizado las civilizaciones que han configurado la cultura occidental, desde nuestro pasado fenicio, pasando por la dominación romana y el cristianismo que se impuso a la invasión musulmana. Y la producción y la escenografía será mejorable, pero los partidos no están para hacer superproducciones, máxime con nuestro dinero.
El gran problema del momento no es ni Ibarretxe ni los independentistas catalanes que queman las fotos del Rey. Es el PSOE que, dirigido por Zapatero, ha decidido reescribir la Transición y da oxígeno a las minorías que ven la situación como una oportunidad histórica para alcanzar sus objetivos, provocando la reacción del PP, que se deforma con los calificativos de histérica y desmesurada.
Es necesario volver a la normalidad, centrando la política española en los grandes partidos y recortando la hipertrofia artificial de los nacionalistas a su adecuada medida. Como dijo Charles Pascua para Francia, España no es una amalgama de tribus. Las próximas elecciones son una oportunidad. Rajoy no puede desaprovechar la cita electoral y los ciudadanos, la inmensa mayoría, desea el restablecimiento del equilibrio constitucional. En el 2004 el PSOE obtuvo 30 escaños más que el PP en Cataluña y en Andalucía (21 a 6 y 38 a 23). Si es capaz de generar confianza en Cataluña, alejando la demagogia victimista, y movilizar a los andaluces, rompiendo el cinturón clientelista de Chaves y compañía, puede ganar las elecciones y gobernar. Si fracasa, preparémonos todos para la pulmonía.

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