lunes, octubre 22, 2007

Ignacio Camacho, Maragall, entre la bruma

lunes 22 de octubre de 2007
Maragall, entre la bruma

IGNACIO CAMACHO
QUIZÁ ya nunca sepamos cuánto de involuntario había en el borroso desvarío de sus últimos tiempos, agitados en el interior de su conciencia por el descubrimiento de un mal agazapado y tenebroso, saboteador traicionero del orden, el equilibrio y la memoria. Confuso y contradictorio como ha sido siempre, incluso en sus períodos más carismáticos, le queda ahora el beneficio de la duda sobre su errática deriva política, atravesada de humanidad por este amargo arranque de sinceridad y coraje con el que ha desvelado un desalentador diagnóstico neuronal desde el humor elegante y lúcido de una esperanzadora fortaleza. También en el momento crítico de esta valiente revelación ha demostrado Pasqual Maragall i Mira esa condición de singularidad inteligente que le ha alzado siempre, intelectual y políticamente, un palmo por encima de la mediocridad de sus contemporáneos y colegas de la menguada dirigencia española.
El formidable embrollo en que su impremeditada osadía y sus improvisadas zozobras han sumido a la vida pública española a partir del absurdo delirio soberanista ha sido un modo de hacerse poca justicia a sí mismo, un dirigente brillante y capaz que en su momento más luminoso emergió con fulgurante energía al frente de un proyecto colectivo de extraordinaria pujanza. Más allá de su nebulosa vocación de arquitecto de una improbable Cataluña flotante en el espejo roto de una España confederal y asimétrica, Maragall será siempre el alcalde que construyó, con apasionado y vibrante liderazgo, los mejores Juegos Olímpicos de la Historia. Es cierto que sus fogonazos de clarividencia han alternado a menudo con tormentosas ocurrencias tan arrogantes como mal reflexionadas y peor expuestas, pero aun en medio de esos debates estériles su figura de político intelectualmente distinto ha destacado entre el hormiguero de ambiciones de vuelo corto, intereses clientelares y medianías pueblerinas en que se ha convertido la escena catalana. Desde el agridulce apartamiento del poder al que le ha conducido su zigzagueante periplo ha formulado en los últimos meses esbozos de razonable autocrítica parcial que no han servido sino para poner de manifiesto sus errores, sin privarse de algún ajuste de cuentas retroactivo que no parece afectado por el siniestro horizonte de la niebla en la que se dispone a adentrarse con entereza digna de todo elogio.
En cualquier caso, el desbarajuste del Estatuto y la crisis que ha proyectado sobre la política española no podrá nunca imputársele de forma exclusiva, ni su alzheimer servirá de cínica coartada para quienes le han secundado en perfectas facultades mentales. Ni Montilla, ni Mas, ni Carod, ni por supuesto un Zapatero que le dio alas al disparatado proceso sin saber cómo controlar su curso ni su trayectoria, podrán delegar en el declinante Maragall —al fin y al cabo tan culpable como víctima— su propia responsabilidad en el descalzaperros a que nos ha arrastrado esa loca aventura de aprendices de brujo. Y ninguno de ellos tendrá nunca en su hoja de servicios la muy honorable página olímpica de la que el «expresident» acaso pueda llegar a olvidarse, pero siempre será recordada por todos con una legítima sacudida de orgullo.

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