domingo, octubre 28, 2007

Ignacio Camacho, Cuando le llamabamos Felipe

domingo 28 de octubre de 2007
Cuando le llamábamos Felipe

IGNACIO CAMACHO
ESE zorro cano de aires cansados y algo displicentes, ese buda esquinado de rencores al que le asoma un resto de brillo en la mirada, ese taimado santón abotargado con el alma cosida de cicatrices mal curadas, fue un día el paladín refulgente y carismático de una esperanza. Entonces era un demiurgo seductor en estado de gracia, un fascinante y kennedyano hechicero de masas en cuyos hombros se posaba el futuro como una paloma recién liberada. Hace veinticinco años, tal día como hoy, no imaginábamos que aquella paloma acabaría desplumada en el guiso de un pragmatismo feroz aderezado de corrupciones y crímenes de Estado, junto con el laurel de anhelos colectivos que aquella tarde ungió las sienes del tribuno victorioso en medio de una sacudida de entusiasmo y confianza.
En aquel tiempo liminar, utópico y radiante en que le llamábamos Felipe no sospechábamos lo pronto que iba a transformarse en González. Aún hoy preferimos creer que se trató de un proceso implacable de adaptación a la lógica descarnada del poder y su ejercicio; sería demasiado cruel pensar que ya desde el principio anidaba el designio del engaño en aquel proyecto iluminado de optimismo histórico. Con todo, el tiempo sedimenta el dolor y pone bálsamo en las heridas del desencanto; a veces incluso ofrece el reflejo macabro de un espejo cóncavo que agiganta la memoria de lo que alguna vez quisimos olvidar. Visto desde el contraste de esta época de incuria, incompetencia y desvarío, incluso el González más crispado, mentiroso y oscuro de su largo declive parece un gobernante responsable y maduro del que añorar al menos su sentido de Estado.
El felipismo fue una ilusión truncada que mientras mantuvo el impulso de la frescura acometió una reforma de modernización imprescindible del país y de sus estructuras físicas y sociales. Luego se dejó enredar en la seducción del poder, y se embarró de codicia, mentiras, ocultaciones y corruptelas hasta convertirse en un régimen degradado y clientelar, sostenido tan sólo por la ambición y la necesidad de alimentarse a sí mismo. Incapaz de aceptar la pérdida de su antiguo vigor y la licuación de su liderazgo, González cometió el error de considerarse imprescindible y acabó odiado y vilipendiado, sepultado por una marea de encono y rabia. Nunca superó su derrota, ni ha terminado de asimilar que un tipo como Aznar, al que humana e intelectualmente despreciaba, enderezase el rumbo de la nación y le superase de largo en eficacia.
Pero quizá lo que más nos gusta de la Transición es que éramos más jóvenes, y por eso el recuerdo del Felipe magnético que encantaba las serpientes del miedo y la zozobra prevalece aún por debajo de la amarga evidencia de su oprobio. También porque le beneficia el relativismo y sale bien parado de las comparaciones; quizá ni él mismo soñase con este tardío engrandecimiento retrospectivo de su perfil, reflejado como la sombra china de un gigante sobre el desolador escenario en el que un insensato aprendiz de brujo juguetea temerariamente con las más delicadas piezas de su legado.

http://www.abc.es/20071028/opinion-firmas/cuando-llamabamos-felipe_200710280246.html

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