domingo, octubre 14, 2007

Ignacio Camacho, Aparato de poder

lunes 15 de octubre de 2007
Aparato de poder

IGNACIO CAMACHO
UNO de los mayores, insondable misterios de la Administración española es el de cómo es posible que, después de haber transferido la mayoría de sus funciones a unas autonomías hipertrofiadas, el Estado tenga cada vez más funcionarios. Hay ministerios prácticamente reducidos a la condición de un gabinete de iniciativas legales; se han traspasado competencias masivas en educación, sanidad y justicia, acompañadas de contingentes humanos millonarios; se ha licuado y centrifugado la estructura administrativa central en beneficio de unas comunidades autónomas elefantiásicas y, sin embargo, su personal no deja de crecer: seiscientos mil empleados en total, veinticinco mil más sólo en los tres últimos años. ¿Qué demonios hace toda esta gente? ¿Para quién trabaja, para qué sirve?
La única explicación es de índole política y, por tanto, escapa de un criterio de racionalidad gestora: el Estado no es ya una organización institucional para administrar servicios públicos, sino un enorme aparato de poder. Poder al servicio del poder. Un poder que se retroalimenta rodeándose de una maquinaria burocrática engordada sin tasa ni contención por un impulso mixto de clientelismo y de derroche. Cohortes de asesores de confianza -el presidente se ha rodeado en Moncloa de un Ejército de ¡656! pretorianos, y cada ministro tiene su propia legión de colaboradores-, archipiélagos de empresas públicas creadas para huir del interventor, gabinetes de quehaceres vaporosos, consejos de atribuciones fantasmales, delegados y procónsules que duplican funciones en unas autonomías que a su vez multiplican el engranaje en miles de cargos territoriales creados sin otro objetivo que el de colonizar parcelas de presupuesto. Un magma difuso, un megaorganigrama oceánico de imposible transparencia cuyo cometido esencial consiste en la ocupación política del Estado, concebido como una superficie ilimitada capaz de desdoblarse a sí misma en un ritmo de crecimiento exponencial y a la medida de las necesidades clientelares de un poder en expansión ininterrumpida.
La prueba del carácter esencialmente político de tan desproporcionado incremento -mimetizado en forma piramidal hasta los ayuntamientos- es su falta de repercusión en la mejora de los servicios en que teóricamente debería redundar esta muchedumbre burocrática. Ni en eficacia, ni en proximidad, ni en presteza, ni siquiera en competitividad productiva se percibe una mayor calidad en la atención al público. Simplemente porque no es ésa la función esencial del despliegue, sino la creación de una estructura autónoma de poder cuya meta es el sostenimiento del poder mismo a través de redes clientelares y mecanismos de dependencia que vinculan hasta a una cuarta parte de la población. Un insaciable Leviatán sufragado con el esfuerzo sin contrapartidas de unos ciudadanos reducidos a la mera condición de contribuyentes. Como decía ayer, con lúcido sarcasmo, el viñetista Puebla, qué se puede esperar de una tropa de 650 consejeros que en todo este tiempo no ha sido capaz de arrimarle a Zapatero una sola buena idea.

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