domingo, octubre 14, 2007

Ferrand, Libertad sin agravios

domingo 14 de octubre de 2007
Libertad sin agravios

M. MARTÍN FERRAND
NO debiéramos equivocarnos. Digan lo que digan los códigos de las distintas especialidades del Derecho e interprétenlo los jueces como les dicte el rigor de su oficio y la rectitud de sus conciencias, quemar una bandera -constitucional, republicana, extranjera, separatista o anacrónica- no es un ejercicio de libertad de expresión. Aunque fuere legal, sería algo grave para la convivencia: una exhibición de mala educación cívica. Las manifestaciones de repulsa contra algo o contra alguien, cosa liberadora y conveniente, han de someterse a las exigencias del respeto. Algo que, desde viejo, marcan las costumbres mejor que las leyes.
La revista Punch, la gran publicación del humor satírico británico que hizo sonreír a los ingleses desde 1841 a 1962, ya dijo al poco de su nacimiento que «un caballero puede matar a otro en un duelo a pistola; pero no llevarse, cuando come, el cuchillo a la boca». Nuestro problema nacional reside en que no pueden perder la buena educación, la compostura, quienes nunca la han tenido y por eso, antes que por las ideas y la militancias, hay gentes que prenden fuego a una foto del Rey Don Juan Carlos o -¿con el mismo encendedor?- a otra de Josep Lluís Carod-Rovira.
La libertad, el mejor de los bienes al que puede aspirar el ser humano y al que se llega, mejor que por cualquier otro procedimiento, por el ejercicio exigente de la democracia, no es troceable. No se puede alcanzar la de expresión con menosprecio de otras que la complementan y limitan. De ahí que quienes la ponen en primer plano y, vociferantes, desprecian a los demás suelen decir «libertad» mientras piensan en el totalitarismo excluyente que ofrecen todas las gamas, muchas y muy variadas -del fascismo al comunismo-, del desprecio político y cívico a los demás.
Cuando la ultraderecha, afortunadamente en extinción, le prende fuego, como acaba de hacer en Barcelona, a la imagen de un líder de ERC y a una bandera independentista, exhibe su mala educación y, al tiempo, justifica las acciones equivalentes de signo contrario. La libertad de expresión, insisto, no es eso. La barbarie, el desorden, la zafiedad violenta y las amenazas no son hijos de la libertad. Todo lo contrario. Se trata de sus más viejos y recalcitrantes enemigos.
La educación, como escribía el olvidado -¿por qué?- Gregorio Marañón, «no es más que una superación ética de los instintos» y es esa educación, capaz de entender los límites del ejercicio de la propia libertad para no irrumpir en la de los demás, el aval y garantía de una convivencia civilizada y próspera. Conviene aclarar que la educación a la que me refiero no es la que administra y destroza el Ministerio de Mercedes Cabrera en cooperación con sus franquiciados autonómicos, sino la que nuestros abuelos entendían como cortesía y urbanidad.

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