jueves, octubre 04, 2007

Eduardo San Martin, Compañeros de viaje

viernes 5 de octubre de 2007
Compañeros de viaje
EDUARDO
SAN MARTÍN
PASEARSE con la bandera constitucional por según qué lugares de España, o colocarla en un balcón municipal por mandato de la ley, puede representar una «provocación» o, en su versión más venial, una «inoportunidad»; pero quemar públicamente, y en tropel, fotografías del Jefe del Estado en esos mismos lugares es una «simple gamberrada» que han sacado de quicio un fiscal obediente y ciertos nostálgicos ancien régime. En España, la falta de simetría en el juicio bordea ya el ridículo. Acción por acción, nadie debería dudar dónde reside la provocación, cualquiera que sea la opción ideológica con la que uno se sienta más cómodo. Así se supone que ocurre en países relativamente similares al nuestro, como Francia, Italia o Alemania. Aquí sí; aquí algunos tienen muchas dudas. Y las expresan en público, lo cual resulta aún más inconcebible.
El llamamiento a ignorar la relevancia del alud de actos inciviles dirigidos contra los Reyes o, más bien, contra lo que representan, destila otro prejuicio que resultaría incomprensible para quien observara la realidad española desde una cierta distancia. Consiste en que, mientras al patriotismo español no se le pasa ni una, y es juzgado con una severidad enfermiza treinta años después de aprobada la Constitución, se trata con una exquisita indulgencia hasta las manifestaciones más extravagantes de adhesión a otras patrias y a otras naciones. El franquismo ya no puede ser la coartada. Ni para la dureza contra uno, ni para la condescendencia hacia los otros. Franco constituye un paréntesis relativamente breve en la historia del nacionalismo moderno español, cuyas fuentes se nutren del manantial de la tradición ilustrada y liberal de principios del XIX. Fue el nacionalismo español el que convirtió a súbditos en ciudadanos; ése es su ADN. Franco pudo haberlo secuestrado durante un tiempo, pero conviene recordar también que los grandes patricios de la República se reclamaban del patriotismo español con una naturalidad que hoy debería avergonzar a muchos de sus herederos.
Salvando todas las distancias, aquellos que hoy consideran el nacionalismo español una carcundia o una entelequia, pero se sienten hipnotizados por unos nacionalismos anacrónicos que buscan su legitimación en la historia (real o ficticia), y no en un presente de derechos compartidos, recuerdan a aquella otra fraternidad intelectual que, hace medio siglo, aborrecía de la democracia de mercado, que le garantizaba la libertad y una buena mesa, pero se dejaba fascinar por el imaginario aliento igualitario con que se disfrazaba uno de los sistemas más inhumanos de la historia. La diferencia entre el comunismo y otras tiranías, escribía el húngaro Sándor Márai a propósito de la ocupación soviética de su país, es que mientras las segundas te lo podían robar todo -la casa, la hacienda, el trabajo y hasta la libertad-, el comunismo te intentaba secuestrar, además, el alma. A aquellos intelectuales instalados en la abundancia a cientos de kilómetros del horror no hacía falta que se la robaran; la entregaban de buena gana. No corrían ningún riesgo.
Describe Márai en sus memorias de aquellos años (¡Tierra, tierra!) tres categorías de «compañeros de viaje» de los invasores rusos. Las recuerdo ahora por si alguien las considera aplicables, hoy en nuestro país, a ciertas actitudes respecto de otro género de «invasiones». Estaba, en primer lugar, el «Progresista Creyente», con auténtica fe en «la Idea». Eran pocos, «porque habrá idiotas en todas partes», pero resultaban peligrosos si se aliaban con el poder. Después venían los compañeros de viaje «cínicos y agresivos», aquellos que pensaban: «Sé en qué consiste esta bellaquería... Quizá la empresa acabe mal porque es inhumana, pero a mí me va a venir bien». Pero la mayoría de aquellos aliados circunstanciales la constituía «ese tipo de intelectual neurótico que teme más que nada quedarse a solas con su neurosis en medio de la tormenta de un gran cambio»; aquel que necesita «protegerse con el trozo de una capa mágica o ponerse el uniforme de la ideología social del momento». En la España de hoy, una de las ideologías sociales del momento es dudar de la existencia de la nación española.

No hay comentarios: