lunes, octubre 15, 2007

Carmen Posadas, El "show" debe continuar

lunes 15 de octubre de 2007
El `show´ debe continuar

Todo el mundo está de acuerdo en que los realities que tanto infestan la televisión son telebasura y material deleznable. Sin embargo, con ánimo de rizar el rizo (según me han contado, porque soy incapaz de tragar más de dos minutos de semejante bodrio), por lo visto ahora Gran Hermano presenta una especie de corte de los milagros: un travesti, un emigrante llegado en patera, dos hermanas que no se conocen… y a todos los meten allí a remojo en un jacuzzi. Ignoro la razón, pero siempre que haciendo zapping sintonizo con el engendro, todos están macerándose y magreándose unos a otros en tan hortera receptáculo. Mi hermano Gervasio sostiene que amén de los evidentes efectos de mal ejemplo, indolencia y rijosidad, los realities tienen otro efecto colateral aún más perverso: están convirtiendo a la sociedad entera en un reality en el que todo el mundo actúa como si estuviera en un inmenso y universal Show de Truman. Según mi hermano, todo se sobreactúa, lo bueno es siempre buenísimo, lo malo es malísimo, las carcajadas son estentóreas a la mínima provocación y a la mínima provocación también la gente llora como magdalenas por la estupidez más intrascendente. En otras palabras, ya no existen los matices, todo es elemental y plano, como en una tonta telenovela. Yo, por mi parte, creo que lo peor de esta invasión del mundo mediático sobre el real es que todo se ha convertido en un espectáculo. Ahora, cuando en la calle ocurre una desgracia, ya sea un atropello o el lamentable espectáculo de un pobre emigrante quemándose a lo bonzo en plena vía pública, la gente ya no acude al rescate. El primer impulso es sacar el móvil y grabar la escena y mandarla a una televisión para lograr ese cuarto de hora de gloria del que hablaba Andy Warhol. Porque lo peor de este ‘mundo Truman’ que ahora vivimos es que el sufrimiento se ha vuelto el mejor y más buscado espectáculo. Vean si no el lamentable culebrón Madeleine McCann. Por lo visto los padres, aun antes de llamar a la Policía, ya se habían puesto en contacto con una televisión inglesa y desde entonces hemos vivido su sufrimiento minuto a minuto con la increíble variante (todo un forre para mercachifles del morbo) de verlos convertirse de víctimas en verdugos. Tal ha sido la explotación mediática del caso que han recaudado más de millón y medio de euros para la búsqueda. ¿Y qué ocurre con los cientos de niños que han desaparecido en situaciones similares? ¿Qué pasa con otras Madeleines igualmente bellas, inocentes e indefensas? Nada, no pasa nada ni nadie se acuerda de ellas, porque sus padres han preferido sufrir en silencio en vez de entrar en el circo mediático y hacer de su dolor un espectáculo con el que alimentar al monstruo. Y el monstruo somos nosotros, los espectadores de desdichas ajenas, que desde el trono soberano de nuestra butaca frente al televisor nos dedicamos a observar. Y a condenar, porque he aquí otro efecto colateral perverso de este circo. Ahora, la culpabilidad de alguien se dilucida con una encuesta: el 78 por ciento de los ingleses (o los chinos o los letones, qué más da) cree que los McCann son culpables de la muerte de su hija. Y la encuesta se publica así, a modo de veredicto, cuando todos sabemos (aunque tal vez hayamos olvidado) que el hecho de que el ciento por ciento piense una cosa u otra no la hace ni más verdadera ni más falsa. Tal es el estado de las cosas y la distorsionada visión que provocan los medios de comunicación, que yo me atrevería a hacer una propuesta para incluir en esa tan cacareada y polémica asignatura llamada educación para la ciudadanía. No estaría mal que desde ella se enseñara a los futuros ciudadanos a pensar. A pensar con sentido crítico, a separar el trigo de la paja y a no hacer juicios elementales y bobalicones sobre lo que ven en la caja tonta. Nosotros, los viejos, pertenecemos a la generación que creció pensando: «Esto es verdad porque lo dice el periódico o la tele», de ahí que nos resulte tan difícil desprogramar esa creencia. Ellos, no; ellos saben que se dicen mentiras, ayudémoslos a que aprendan a diferenciarlas.

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