miercoles 4 de abril de 2007
A vueltas con la reforma del Senado
DE las modificaciones propuestas a la Constitución, la reforma del Senado es la más tópica, pero también la más problemática.
El tópico clama por potenciar un Senado de escaso peso político y, a la par, reconvertir esta Cámara en un espejo de nuestro actual Estado Autonómico.
Una primera cuestión de fondo no debe ocultarse. La época dorada de los senados ya había pasado cuando redactamos nuestra Constitución. El bicameralismo había perdido prestigio. Dinamarca amortizó su Senado en 1953; De Gaulle intentó reducir el peso del Senado en 1969, aunque perdió el referéndum, que también versó sobre otros temas y dimitió; poco después Noruega optó por una Cámara única y su ejemplo fue seguido por Islandia; la Constitución sueca de 1974 recogió un consenso impulsado por Olof Palme para suprimir el Senado y en 1976 la Constitución portuguesa apostó por el unicameralismo. Con este telón de fondo fue lógico el consenso en nuestras Cortes Constituyentes: Conservar el Senado, pero con perfil bajo.
Hoy se suele olvidar lo anterior y sostener que el declive senatorial conoce la excepción de los «senados federales». Ello es cierto sólo en parte. El problema de fondo es la disfuncionalidad que emana de la doble representación, común a todo bicameralismo, que duplica la representación popular mediante sistemas electorales y circunscripciones distintos, y puede dar Gobiernos sustentados en mayorías del Congreso, pero confrontados con una mayoría senatorial adversa. Y de este problema de «gobernabilidad» (noción clave, junto a la de «control», de toda ingeniería constitucional como gusta de recordar Sartori) no escapan los Estados federales.
Pese a que el Senado italiano goza de poderes disfuncionales y paralizantes de la vida política, la Lliga embarcó al Gobierno de Berlusconi en una reforma constitucional de aquél, al que pomposamente se rotuló «Senado Federal de la República», que resultó descartada por amplia mayoría en referéndum celebrado en mayo de 2006. Ni los italianos de derechas ni los de izquierdas parece que quieran más Senado. En Alemania han sido muchos y graves los bloqueos con que la Cámara alta (Bundesrat) ha paralizado políticas federales, pero en septiembre de 2006 culminó un largo debate para reformar la Constitución con un recorte severo de la capacidad de codecisión legislativa de tan problemático Senado.
Y no se nos citen ejemplos de los nuevos Senados de los países regidos hasta hace poco por las llamadas Democracias Populares, pues con el debido respeto hay que constatar que, incluido el caso de Rusia, son sistemas políticos que en un Museo de Democracias estarían en la Sala de lo manifiestamente mejorable. A estas alturas el único país serio de Europa que mantiene abierta la posibilidad de otorgar más poder al Senado es el nuestro.
Verdad es que el Senado de Estados Unidos ofrece la excepción de una dinámica positiva y coherente con la ingeniería constitucional de su sistema presidencialista. Pero allí los partidos no están articulados mediante la férrea disciplina propia de nuestras latitudes, mientras que entre nosotros las Cámaras se estructuran conforme a lo que Manzella denominó la grupocracia superlativa española. Son realidades que nada tienen que ver.
¿Por qué mantenemos abierto el debate de la reforma del Senado? La Cuestión tiene fácil respuesta si observamos cuando se planteó con énfasis: Por primera vez, con el presidente González en su última legislatura al quedar ayuno de mayoría sólida en el Congreso y necesitado del apoyo de los partidos nacionalistas; así planteó la reforma del Senado en el primer debate sobre el Estado de las Autonomías (26/9/94) que generó los trabajos de una Ponencia infecunda. El segundo intento se debió al primer Gobierno del presidente Aznar, también minoritario, en el segundo debate sobre el Estado de las Autonomías (11/3/97) quien postuló una reforma de la Cámara de inconcreción notoria. Y el tercero es hijo del actual Gobierno del presidente R. Zapatero, quien apoyado igualmente en una mera mayoría simple en el Congreso hizo análogo guiño a las fuerzas nacionalistas, a la par que encomendaba el pertinente milagro laico al Consejo de Estado. Tres preguntas suscitan al menos estas tentativas incoadas por gobiernos minoritarios de izquierdas o de derechas -que tanto ha dado a estos efectos- a instancias de los partidos nacionalistas en que se apoyaban: a) ¿Por qué esta reforma constitucional interesa a las fuerzas nacionalistas?; b) ¿Con qué dificultades políticas tropieza el esfuerzo reformista?; y c) ¿Qué problemas jurídico constitucionales básicos suscita la hipótesis de la reforma? Hemos de contestar vía telegrama.
Es comprensible que los partidos nacionalistas defiendan lo que se denomina un Senado asimétrico, es decir aquel en que sus nacionalidades tengan un peso mayor que otras regiones; para ello buscan apoyo en la presunta condición asimétrica de nuestro Estado Autonómico. Pienso que la misma puede contemplar diferencias de población y territorio, y ha de ser admitida en lo que tiene de factores reconocidos constitucionalmente (porque lo que el diferencialismo tiene de alegato racial o historicista debe ser intrascendente a efectos jurídico constitucionales), a saber: lenguas cooficiales, Derecho civil foral, peculiaridades fiscales, realidades insulares y poco más. La cuestión es si de tales «hechos diferenciales asimétricos» debe derivar para las nacionalidades titulares de los mismos un status diferente y privilegiado en el Senado. Los doctos defensores de esta tesis suelen buscar apoyo en Charles D. Tarlton, estudioso del modelo canadiense y del caso de Québec. Pero ni Tarlton se nos muestra como un panegirista de la asimetría ni el federalismo canadiense ha construido un régimen diferenciado para el Estado de Québec. Y es que el concepto mismo de federalismo se asienta en un equilibrio entre la unidad del sistema y los elementos diferenciales que reconoce el Estado.
La reforma del Senado español, amén de cuestiones conceptuales que apuntaremos, tropieza con dificultades prácticas obvias. Si buscamos -lo que es respetable- una composición asimétrica del Senado, hemos de partir de las pronunciadas diferencias que en dimensión territorial y población muestran nuestras Comunidades Autónomas. Según primemos tales factores incrementaremos o disminuiremos el peso de las circunscripciones de amplia superficie, como Castilla León o Andalucía, o superpobladas, como Madrid (con mayor censo, p. ej., que el País Vasco). Y como la orientación del voto no es la misma en todas ellas... hemos de asumir modestamente que por afectar la posible reforma a los intereses básicos de los partidos, no se puede solventar ni en un limbo académico ni en el Consejo de Estado.
Conceptualmente, por mucho que se quiera que el Senado sea una Cámara de representación territorial (según reza el art. 69 de la Constitución, con fórmula huérfana de tradición en el Derecho comparado pues son objeto de representación política los ciudadanos y no los territorios), basada en exclusiva en las Comunidades Autónomas, lo que no podemos desembocar es en un «Consejo» de las Comunidades Autónomas, porque ello ni sería compatible con nuestra concepción Constitucional de las Cortes Generales como representación del pueblo español (art. 66.1), ni con su prohibición del mandato imperativo (art. 67.2), que no admite el sistema de votación uniforme de los senadores de cada land, que caracteriza al Bundesrat alemán. Por lo demás, el incremento de las funciones legislativas del Senado en ámbitos de trascendencia autonómica acarrearía problemas graves de definición de tal campo normativo, sobre todo si se suprime el carácter dirimente de la Cámara baja, garantía capital de la gobernabilidad del sistema, como diría un constitucionalista británico. Es cierto que sabios políticos sostienen que una reforma confederalista del Senado no sería un factor centrifugador sino integrador, pero ello no es susceptible de prueba y nos recuerda que Plinio decía que los rinocerontes sienten crecer la hierba bajo sus pies. Un chusco glosador apostilló: O Plinio ha sido rinoceronte o algún rinoceronte se lo ha contado a Plinio.
ÓSCAR ALZAGA VILLAAMIL
Catedrático de Derecho Constitucional
martes, abril 03, 2007
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