jueves, abril 26, 2007

Joan Pla, Los noventa años de Eduardo Bonnin

viernes 27 de abril de 2007
Los noventa años de Eduardo Bonnín
Joan Pla
H ACE tres años y dos meses publiqué aquí un artículo titulado "Eduardo Bonnín, ese santo que se le pasó a Wojtyla". Tal vez, al Papa Ratzinger se le vaya el santo al cielo y él sin enterarse. Lo que dije acerca de Eduardo Bonnín voy a repetirlo ahora, porque el próximo 4 de mayo, fecha en que ya hervirán las calderas del pronóstico electoral y ya se habrán desfogado los opinantes políticos más ardientes y sectarios, cumple 90 años el que fue fundador de los Cursillos de Cristiandad, un paisano mío al que, por su cumpleaños, ya se le habrá tributado en Mallorca el homenaje multitudinario e internacional que se prepara en estos días, aunque los medios locales, según observo, ignoran el acontecimiento. Yo estaré, si Dios quiere, presente en la misa y en la cena del cumpleaños de tan ilustre nonagenario. Acabo de hablar con él por teléfono y, a juzgar por su voz y por la rapidez mental de sus respuestas, el viejo apóstol seglar está como una flor de mayo y, cuando le preguntas por su salud, te contesta siempre, indefectiblemente: "Mal, gracias a Dios". Y lo dice de corazón, porque, por lo visto, lleva ya muchos años soportando un herpes que, cuando no pica, escuece. Creo que no decepcionaré a nadie si reproduzco aquí algunos fragmentos textuales de lo que publiqué en febrero de 2004 en esta misma sección de "firmas invitadas". Decía: "Eduardo Bonnín Aguiló lleva más de setenta años a pie de obra, en su noble afán de santidad. Es el fundador de los Cursillos de Cristiandad. Nunca fue cura ni seminarista, pero tampoco se le conoce ninguna novia a lo largo de sus largos años de indiscutible fulgor apostólico y espiritual. Vino al mundo el 4 de mayo de 1917 y, hoy por hoy, entre las celebridades que ha dado Mallorca al universo mundo, su personalidad es una de las más influyentes en los cinco continentes y, por razones que más adelante explicaré, su nombre y sus acciones permanecen en el anonimato para la mayoría de los mortales. Pretendo describir la insularidad de su persona, que no puede ni debe, creo yo, catalogarse según parámetros normales de fama o de popularidad. Ni siquiera me atreveré a compararlo con San José María Escrivá al que ya han canonizado en Roma y al que también he tratado en vida, porque, siendo los dos de la misma cuerda, es decir, de la misma profesión de fe y con la misma y única voluntad de santificación, Escrivá como fundador del Opus Dei y Bonnín por haber fundado los Cursillos de Cristiandad, a Escrivá se le han rendido todos los honores y ha contado con el apoyo de las más elevadas instancias jerárquicas, políticas y económicas y a Bonnín le han dejado en la trastienda de su tienda frutos secos de la calle Sindicato de Palma de Mallorca o en su piso de soltero irreversible, donde trata a diario con drogatas y desheredados, con ladrones y con meretrices que, sin duda ninguna y según el Evangelio, nos precederán en el Reino de los Cielos. Es más, tengo la corazonada o la intuición periodística de que a Bonnín no le canonizarán tan fácilmente como a otros santos, porque no le veo yo haciendo milagros y metido en los tinglados económicos y pontificales que conlleva toda beatificación o canonización en el Vaticano. Asimismo, también tengo la certeza de que, cuando se haya muerto aunque el Papa de Roma no vuelva a decir ni media palabra sobre su vida y sus obras, estará vivo y presente entre los vivos y a nadie le faltará su palabra y su ayuda sobrenatural. Hace más de cuarenta años que mantengo esta convicción, sin otro argumento que el de la observación de sus actos cotidianos, aunque no le saquemos demasiado en los periódicos, por aquello de que "vende" más un criminal que un santo, más un político embustero que un ciudadano cabal, más un cantamañanas que un pensador." Hace un par de semanas hablando con el profesor de griego y periodista Román Piña, el que escribe en "El Cultural" y en la edición balear de "El Mundo", le confesaba yo que había pasado treinta y tantos años alejado de la fe y de las prácticas del catolicismo, pero que había vuelto al "redil", valga la manida y beata metáfora, gracias al testimonio vivo de ciertos amigos. Me refería, claro es, a Eduardo y a los viejos amigos con los que tantas vivencias y proyectos místicos compartí. Acababa de morir mi hijo Óscar, apenas treinta años y recién casado, artista cabal, aventurero impenitente, músico percusionista y miembro de un conjunto musical afro-mallorquín y mis viejos amigos, de los que tanto me desentendí durante el fulgor de ciertas etapas de mi carrera profesional, supieron y quisieron estar conmigo, como si no hubiesen pasado treinta y tantos años de distanciamiento. También, refiriéndome a Bonnín, dije lo que a continuación transcribo: "Cuando Eduardo esté en el andén de la resurrección definitiva, ya habrá terminado en estos pagos la discusión bizantina acerca de quien fue el verdadero fundador de los Cursillos de Cristiandad o, mejor dicho, los que quieran escribir libros como el de Xisco Forteza, q.e.p.d., ex marido de la actriz Carmen Maura, exaltándole como pionero, fundador y protagonista capital, lo seguirán haciendo con absoluta veracidad histórica y, por contra, los que quieran dejar escrito que fueron otros - el teólogo Juan Capó Bosch, de Andratx, o el obispo Juan Hervás, etc - los principales promotores del invento, también podrán testificarlo así, sin equivocarse un ápice. En suma, lo que menos importa en su caso personal y concreto es la fanfarria del fundador o el lugar concreto en que se fundaron. Para unos será en Cala Figuera de Santanyí y para otros en Sant Honorat de Cura. Para todos, Mallorca…" No todo han sido elogios para Eduardo. También tiene detractores y yo creo, sinceramente, que ciertos cronistas e historiadores con más ignorancia que maldad afirman que la doctrina que Bonnín practica y difunde tiene connotaciones fascistoides y hitlerianas o, peor todavía, signos inequívocos del nacionalcatolicismo que, según ellos, impuso Franco. Ignoran ciertos colegas que los peores enemigos que han tenido los Cursillos de Cristiandad han sido siempre el clero triunfal y mandón de los cuarenta años de Franco y los carcas meapilas que siempre estuvieron a la sombra del poder temporal de los trasnochados jerarcas - obispos, arzobispos, cardenales y papas - que metían bajo el palio de Dios a determinados gobernantes indeseables. Hasta hace bien poco, la jornada normal de Bonnín era así: Va por la mañana temprano a la cárcel de Palma a visitar a sus amigos, con aquel viejo carnet del año 1942 por el que se acredita como visitador de presos. Predica "rollos" en los "cursillos" de América y de Asia. Hace "reunión de grupo" en las ultreyas de Palma, cada lunes en el viejo caserón del Seminario Viejo, en el barrio de la Calatrava. Calma y amansa con su veterano discurso apostólico, hecho de tópicos inmortales, al enfermo terminal que, después del cursillo y de la cárcel vuelve a las andadas y quiere acuchillarlo y robarle en su piso de Palma, situado en el corazón del barrio en que trabajan las putas y circulan los macarras y los carteristas. Facilita datos inéditos de su fabuloso archivo personal al escritor que redacta una biografía importante. Presta libros singulares al que se los pide, porque, amén de tendero y comerciante proverbial, es un intelectual como la copa de un pino. Visita al Papa, que le recibe y abraza en su condición de líder internacional del apostolado seglar. Se edita un "long play" con la vieja canción emblemática de los cursillos - "De colores" - y con una selección hablada de sus principales conceptos y exhortaciones evangélicas. Ocupa con sus escritos y con su voz infinidad de páginas web en la red de Internet. En una de mis cartas, durante la revolución de los claveles en Portugal, hace ya 33 años, le decía a Eduardo: "Ya eres viejo, compañero mío, hermano mío del alma, pero te mantienes consciente y creciente en tu estado de gracia habitual. Nunca olvidaré el día en que pernocté en tu casa, en Son Roca, y al irnos a dormir, me dijiste: "¿Por qué no rezamos un rosario, de rodillas y brazos en cruz, puesto que el demonio no se toma ni las vacaciones de Navidad?". Y allá nos tienes a los dos, dale que te pego con las avemarías a voz en grito, bajo la noche cálida de aquel verano de 1950, cuando yo estaba enamorado de la cuñada de Guillermo Timoner y tú ya eras un elemento de patilla colorada y Juan Bonet, el padre de la cantautora Maria del Mar, alumbraba aquella novela magistral que se titula "Un poco locos, francamente..." Ayer fui al cine y vi la película de Edith Piaf. "La vie en rose" es, a mi humilde juicio, una gran película. Todo me impresionó en esa amarga y gloriosa historia de grandezas y de miserias. Hay una secuencia, la del encuentro de la Piaf con Marlene Dietrich, que me afectó de manera muy especial. Hablo del gozo que expresan los ojos de la cantante al conocer y abrazar a la mítica actriz. A veces, cuando evoco a determinadas personas que, por razón de mi oficio periodístico, he tenido la suerte, el placer y el honor de haber conocido y tratado, no sólo me acuerdo de que fueron grandes primicias o exclusivas que yo conseguí para mi periódico, sino grandes encuentros personales donde se fundamentó y edificó la sed de unidad, bondad y belleza que atraviesa mi biografía. Es inefable el gozo que siento al recordar la primera vez que hablé sosegadamente con Picasso o con Neruda, con Rabal o con Gloria Fuertes, con Delibes o con Cunqueiro. También he hablado con Adolfo Suárez y con Felipe González, pero esa es harina de otro costal. Hablé yo con ellos y me acuerdo de todo vivamente, pero no creo que ellos se acuerden de lo que hablaron conmigo. Eduardo, dicho sea a propósito, ha predicado durante toda su vida lo que los teólogos llaman la "comunión de los santos", pero siempre ha empleado la palabra "admiración" en lugar de "comunión". La admiración que sentimos y manifestamos por los demás, aunque sean de nuestro gremio o del partido contrario, es la medida más veraz de nuestra grandeza. Acaba de morir en Sevilla el querido colega y amigo José Antonio Garmendia Gil, el ateo que siempre – y nunca en vano - nombraba a Dios. No importa describir las vibraciones que esa muerte provoca en mi corazón. Cuando sus barbas, blancas y patriarcales, se cruzan con las de San Pedro…pongo las mías a remojar. ¡Qué remedio!

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