jueves 26 de abril de 2007
Curas de los míos
Miguel Martínez
P OR ser quien les escribe algo proclive a contarles a ustedes batallitas de la infancia, ya sabrán aquellos de mis reincidentes con cierta veteranía en estas páginas que un servidor se educó en un colegio de curas. No tanto por las convicciones católicas de la familia de un servidor como por la estupenda fama de la que gozaba aquel colegio, los padres de este columnista llevaron a cabo no pocos sacrificios para que su primogénito, en vez de ir a la “escuela nacional” del barrio como la mayoría de los chavales de su entorno, pudiera asistir a un centro de los entonces llamados “de pago”, en el que a buen seguro dotarían a quien les escribe de una educación en consonancia con la mensualidad abonada. Y por mucho que un servidor, de talante cerril y un puntillo holgazán, no aprovechara en demasía cuanto saber se le brindara en aquellas aulas, lo cierto es que notarse se notaba. Porque en aquel colegio la asignatura de Religión la impartía un “hermano”, vocablo éste que en el fuero interno de aquel niño que un día fue un servidor sonaba de mayor categoría que los simples curas, normales y corrientes, que, sin el rango de “hermano”, hacían lo propio en los colegios de sus amigos. Porque no vayan ustedes a creer que un “hermano” era un cura cualquiera, no. Un hermano de la Salle era un religioso que había consagrado su vida a servir a Dios y a la docencia, entonces llamada enseñanza. De la misma manera, si en las escuelas nacionales daban clases maestros, los seglares que impartían educación en el colegio de un servidor no eran sino profesores. Así, a mis escasos seis o siete añitos me sentía afortunadísimo de ser instruido por hermanos y profesores, en vez de por vulgares curas y maestros. Mientras a los amigos de un servidor les mandaban deberes y les ponían cuentas, a quien les escribe le encargaban tareas y ejercicios de cálculo, y ya con diez u once añitos podía un servidor presumir –ante la admiración de los que estudiaban en los nacionales- de saber pronunciar con corrección lo de “my taylor is rich” o entender a los Beatles cuando cantaban lo de “all my troubles seemed so far away”, frase que –dicho sea de paso- nos viene a todos ahora al pelo. Un servidor gozaba, además, del privilegio de estudiar materias de las que en los colegios nacionales ni se oía hablar, como Solfeo, Pretecnología o Mecanografía, o del indiscutible lujazo de recibir clases de Judo dos veces por semana. Y no sólo destacábamos los alumnos de la Salle frente a nuestros congéneres de la escuela pública en las materias científicas, literarias o de humanidades; en el terreno espiritual nos salíamos de la tabla y cuando nos llegaba la hora de prepararnos para la Eucaristía en las entonces llamadas clases de Catecismo, que no se impartían en los colegios sino en las parroquias, los alumnos de “los hermanos” arrasábamos con nuestros conocimientos sin par sobre los Sacramentos, los Mandamientos de la Ley de Dios o La Biblia, que no en vano triplicábamos las horas dedicadas a Religión, amén de estar obligados -por añadidura- a ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar so pena de quedarnos el lunes sin patio todos aquellos que no recordáramos la liturgia del domingo en misa, mientras que el resto de estudiantes podía pasar las mañanas dominicales durmiendo a pierna suelta o de lo más entretenidos atando latas al rabo de los perros. Cuando quien les escribe escuchaba blasfemar a alguno de sus amigos, no entendía cómo alguien podía expresarse en tales términos sin sentir sobre su cabeza el terrible y firme mazo de la condenación eterna. - Mamá, Pedrito ha dicho “me cago en la (autocensura del autor)” y dice el Hermano Victorino que si te cagas en la (autocensura del autor) te castiga Dios. - Pues ya sabes lo que hay, tú no digas esas cosas. - Es que dice Pedrito que eso es mentira, que él lo dice todos los días y nunca le ha castigado, y que, como mucho, si lo oye su madre, le arrea con la zapatilla. - Más sabrá el hermano Victorino que Pedrito, ¿no? - Pues sí. - Tú verás entonces a quién de los dos te conviene creer. Aunque uno advertía a Pedrito que si no le castigaba el Señor era porque Dios tenía mucha paciencia, pero que el día que se le acabase se iba a enterar de lo que costaba un peine, Pedrito no cejaba en sus defecaciones blasfemas. Y si les soy sincero, mucho no le ha castigado Dios todavía porque Pedrito es hoy propietario de una empresa que produce obscenos dividendos, conduce un vehículo que cuesta casi diez veces lo que el de un servidor, conserva la misma mata de pelo de los veinte años y sin una sola cana y, por si fuera poco, Hacienda le devuelve un dineral ejercicio tras ejercicio. Quizás se condene en la otra vida, pero que le quiten lo bailao en ésta... Y no sólo blasfemar era causa de condenación, el incumplimiento de los Mandamientos –especialmente si la transgresión era sistemática- se consideraba suficiente para arder en la caldera más gorda de Pepe Botero, con lo que un servidor se hizo especialmente cuidadoso a fin de no blasfemar, ni mentir, ni insultar al prójimo, ni se le pasó por la cabeza jamás infringir otros mandamientos serios como el de no robarás o no desearás el Madelman del prójimo. Años más tarde, el hermano Casas -no consigo recordar su nombre de pila-, que era joven, rubio, de pelo larguísimo y con barba a lo Jesucristo, respondiendo a la consulta de un angustiado alumno que le preguntaba qué podría pasarle a un niño –a esas edades uno no se plantea lo que le pueda suceder a un adulto, que sabe más y puede valerse mejor por sí mismo- que, tras haber cometido un pecado, le atropellase un tranvía antes de tener tiempo de ir a confesarse, nos tranquilizaba a todos al revelarnos un recurso que nos serviría, cual salvoconducto, hasta el momento de llegar al confesionario a expiar nuestra culpa: el acto de contrición. - Si pecas u ofendes a Dios has de decir inmediatamente: “hago acto de contrición” y te vas derechito a confesarte. Dios entenderá que te has arrepentido, de forma que si durante el trayecto te ocurriera alguna desgracia, el Señor te dará por perdonado porque tu voluntad era la de acudir a pedirle perdón. Menudo chollo eso del acto de contrición. Rápidamente aprendimos a pervertir la norma y cuando algún chaval te tocaba las narices más allá del borde de la paciencia de cada cual, le soltabas: - Tú, caraculo, vete a la mierda. Y acto seguido, para tus adentros, repetías varias veces “hago acto de contrición, hago acto de contrición, hago acto de contrición...”, y a otra cosa mariposa. - ¿Quién ha sido el que ha tirado la bomba fétida? ¿Ha sido usted, Martínez? Y si antes Martínez (o séase un servidor) hubiera agachado la cabeza y hubiera asentido, avergonzado, que mentirle a un profesor era pecado y gordo, ahora, merced al magnífico acto de contrición, respondía con seguridad al hermano de turno: - No, hermano. No he sido yo. Y acto seguido, nuevamente para sus adentros, “hago acto de contrición, hago acto de contrición, hago acto de contrición”, y allí paz y después gloria. Y si el día que tocaba confesión olvidábamos algún pecado, tampoco ocurría nada, que ya se había cuidado un servidor de preguntarle sobre el asunto al hermano Casas, quien había respondido que lo importante era la intención; y ante tal panorama, ya se sabe, la memoria -como la conciencia- es selectiva y desecha lo que menos le interesa. Durante aquellos años uno creía que cualquier religioso, ya fuese cura, hermano u obispo, debía ser por fuerza persona ejemplar, sin defectos ni vicios, fiel a sus principios y seguidor a pies juntillas de la Ley de Dios, pero algún que otro detalle, insignificante si ustedes quieren –como la insistencia de algún hombre con sotana (que no hermano) a que venciésemos nuestro pudor y nos duchásemos totalmente desnudos en los vestuarios y su agobiante obstinación en colaborar en nuestro aseo personal más íntimo, y otras menudencias de índole similar- hizo que algunos llegásemos a la conclusión de que no todos los curas –como no todos los médicos o los sexadores de pollos- eran buena gente. Y aunque muchos curas seguían siendo “de los míos”, es decir, de los que se esmeraban en enseñarnos a ser honestos, amar los libros y escribir sin faltas de ortografía, aliviando nuestros agobios y temores mediante el truquillo del acto de contrición, aprendimos a reconocer a otros de los que no se podía uno fiar un pelo. Así, treinta y tantos años más tarde, siento especial admiración por el mosén Ballarín, por el padre Casaldáliga, y por el hermano Isidro y especialmente por el hermano Victorino (¿vivirá aún?), quien a base de tirones de patillas me reconvirtió al amor por la lengua y la literatura, por el mosén Tuneu que consiguió que me interesara por el Latín, y por muchos otros curas, párrocos, mosenes y obispos que viven su fe ayudando al prójimo, sin mirar ni el color de su piel ni el estado de su cuenta bancaria ni el sexo de con quién se acuestan ni el destino de los votos de cada cual. Incluso en estos días en los que uno ve cómo parte de La Iglesia contribuye a fletar buques mediáticos de guerra, alimentando de pólvora -o quién sabe si de ácido bórico, que aún hay quien cree que es un explosivo- a cañoneros a sueldo, que a grito pelado lanzan sus salvas de odio y de mala leche sobre todo aquel que no sea afín a sus postulados, ya sea político, periodista o ciudadano de a pie, sin olvidar a otros curas que son, por lo mismo, considerados “rojos”, incluso así, todavía hoy -gracias a Dios- veo a muchos curas de los míos, curas de aquellos que nos enseñaban que injuriar, mentir, insultar y manipular no estaba bien y que, por lo mismo, no debiera ser ése, en ningún caso, el proceder de los cristianos. Y al hilo de periodistas vilipendiando periodistas, y dicho sea de paso, se ha desvelado en el juicio del 11-M que la policía barajó en un principio la posibilidad de que hubiese terroristas suicidas, siendo así que a los periodistas que conocieron y transmitieron entonces la noticia les dieron, desde determinados medios, por todos lados, acusándolos de mentirosos y manipuladores. Por eso, y retomo el tema, uno aplaude que Monseñor Enrique Planas, experto en comunicación del Vaticano, se muestre profundamente molesto por el proceder y el comportamiento del radiopredicador de cierta emisora, de determinada Conferencia, considerándolo contraproducente para la Iglesia, y recomiende “tomar medidas”; o que el Abad de Montserrat lamente "la crispación y el clima de intolerancia y animadversión que se ha creado por parte de ciertos políticos y algunos medios de comunicación, incluso alguno eclesiástico"; o que el arzobispo Martínez Sistachs se moje del todo cuando afirma que “La COPE no ayuda a nuestro ministerio ni ayuda al papel de los cristianos en la sociedad". Y uno se queda más que perplejo cuando el Presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez, que algo debiera mandar en la COPE, afirma en su discurso de apertura de la Asamblea Plenaria que “la Iglesia no debe tener un ordenamiento político preferible” y que “es el pueblo el que debe determinar libremente las formas más adecuadas de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia constituiría una ingerencia indebida". ¡Casi na! Y aunque un servidor aplauda también ese discurso, le da en la nariz que a monseñor Blázquez lo puentean en la Conferencia lo que a la batería de un Seat 600 de quinta mano. Quién sabe si no tendrán razón los que opinan que por mucho que la COPE no sea, ni para la propia Conferencia siquiera, el paradigma de lo que debiera de ser una radio patrocinada por obispos, económicamente sí que interese. Porque la pela -incluso fuera de Cataluña- es la pela. Por mucho que su reino no sea de este mundo.
jueves, abril 26, 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario