viernes 20 de abril de 2007
Estamos solos
Blanca Sánchez de Haro
N UNCA le pregunté cómo se llamaba, sólo le sonreía al doblar la esquina donde él tenía su sitio, y que a mí me dirigía hacia el bar donde, temprano y entre amigos ya compañeros de café o camareros, tomaba mi desayuno. Él respondía también con otra sonrisa que dejaba entrever sus dientes marrones de roñan y puntiagudos de desgaste. Algunas veces me enseñaba las recetas que le había dado el médico para no se qué. No se si hay medicación para el abandono, el desastre, el sida y la drogadicción, pero eran medicamentos caros. Yo le daba 1000 pesetas cuando él me enseñaba algunas de las recetas con sus manos llenas de póstulas escupiendo pus, en verano incluso se descalzaba para enseñarme que tenía los pies igual. Mis contertulios del café mañanero me regañaban por darle tanto dinero en cuanto él me enseñaba una receta, pero yo sabía con seguridad que ellos dejaban caer alguna moneda en sus manos según doblaban la esquina para ir a desayunar. Lo estuve viendo allí casi un año y de repente no volvió durante días. Sabía, porque él me lo había dicho, que dormía en una pensión cercana. No me pareció apropiado ir a preguntar. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho; hubiera sido más caritativo que darle 1000 pesetas para que en lugar de comprarse las medicinas, se metiera un pedazo chute. Le di vueltas durante días pero no pregunté, me sentía incluso avergonzada cuando mis compañeros de desayuno me preguntaban por él. Y respondía airada. - ¿Y yo qué se? - Hombre, como es tu amiguete. - Ja ja, muy graciosos. Ya lo di hasta por muerto, su estado físico se había deteriorado mucho en las últimas semanas. Pero pasado más o menos un mes, volvió. Me asusté cuando lo vi de frente al doblar la esquina, mirándome en pié y sonriendo. Me contó con voz cansada y en breve dialogo que había estado un mes ingresado y que necesitaba dinero para comer y pagarse la pensión del día. Estaba francamente mal, tras su conversación con migo y recoger unas monedas que le di, tuvo que sentarse y apoyarse en la pared porque no se tenía en pie. Ya no tenía rostro, las pústulas lo habían invadido también, apenas le quedaban cuatro dientes y tenía picaduras de jeringuilla hasta en el dorso de las manos. Por supuesto no creí que hubiese estado hospitalizado, así que decidí no volver a darle más que unas monedas, por no contribuir a lo que ya se estaba viendo venir. Un día al llegar a la esquina, vi un tumulto de gente alrededor de él, que yacía en el suelo preso de temblores y amagos de vómito. Un señor estaba llamando a la ambulancia. Yo me agaché para zarandearle ligeramente y preguntarle qué le pasaba, pero ni siquiera sabía su nombre. La ambulancia se lo llevó y al rato mi miga Rosa, que trabajaba en urgencias del Hospital Clínico, me llamó. -Blanca, no se si sabes; han traído a tu pobre, ese de la esquina. Está muerto - Vaya. Oye Rosa ¿cómo se llamaba? -No tenía documentación encima, lo estarán averiguando. Un par de horas después, Rosa me dio su nombre y sus apellidos, porque “mi Pobre” tenía nombre y apellidos. Debe ser dolorosamente triste vivir solo por abandono ajeno o propio. Y morir solo por el mismo abandono debe ser más que terrible. Cuando era pequeña mis padres siempre me decían que si me ocurría algo en la calle llamara la atención de cualquier persona que pasara cerca, que alguien me ayudaría y me devolvería a casa. Y al menos entonces era así, yo lo comprobé varias veces porque entonces, igual que ahora, me perdía siempre. Yo estaba convencida de que me pasara lo que me pasara siempre habría alguien que me pudiese ayudar. Ahora quizá y de alguna forma, también; siempre que vayas bien vestido y tengas un aspecto de persona “normal”. Y a ver quién se atreve a recomendarle a un niño que se acerque a cualquier desconocido para pedirle cualquier cosa. Estamos solos, y nos hemos hecho conscientes de ello. Los que tenemos la suerte de disfrutar de una gran y bien avenida familia y un ejército más o menos numeroso de amigos, lo tenemos menos en cuenta. Yo pienso que de todas formas, no hay que olvidarlo: Estamos solos. Y saber cuidar de uno mismo y saber estar solo sin abandonarse a la tragedia también. Por si las cosas fallan Cuando yo eduqué a mi hijo sobre la importancia de la familia, los amigos, la confianza en los demás. No olvidé ni muchos menos plantearle esta cuestión. Le propuse una adivinanza. Solo tenía siete años pero yo sabía que era listo como una ardilla. - ¿Qué es lo más importante que tienes ahora? - Tú. (pelota) - Imaginemos que yo desaparezco ¿Qué te queda? - Papá. - Bien, imagina que papá también desaparece, y los abuelos y los tíos y los amigos de tu colegio ¿Qué te queda? - El resto de la gente, y buscarme otros amigos y otros padres para tener una casa. - Imaginemos por último que hay una explosión nuclear y que desaparece de la tierra absolutamente todo; las personas, las casas, los colegios, solo queda un desierto de destrucción. Pero tú has sobrevivido. ¿Qué te quedaría entonces? - Nada, me instó ya un poco enfurecido por la tragedia que le estaba obligando a imaginar. - Esa no es la respuesta. Piensa, ¿qué te quedaría? Un poco enfurruñado se fue a su cuarto a leer o jugar, diciendo que si, que ya lo pensaría. Al día siguiente a la hora de la comida llegó del cole con una amplia sonrisa, tiró la mochila y la cazadora en el suelo y me dijo: - Yo - ¿Cómo?, Le pregunte. - Pues la respuesta ¿qué me queda? Pues sólo yo mismo. Me vio a mí sonreírle mientras asentía orgullosa con la cabeza. El arrugó un poco el morro y dijo: - Pero es sólo un invento de los tuyos, eso no va a pasar ¿verdad mamá? - Claro que no cariño, es sólo eso, un juego de los míos.
jueves, abril 19, 2007
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