El impúdico espectáculo del "¿qué hay de lo mío?"
Pedro Vicente
19 de abril de 2007. El espectáculo se repite cíclicamente antes de cada cita con las urnas. Es la batalla por colocarse en las listas; los que ya están, por continuar en ellas; los que nunca han estado, por conseguir entrar. Ocurre en todos los partidos y es la salsa informativa durante unas cuantas semanas, por encima, obviamente, de programas -ya dijo Tierno Galván que están para no cumplirse- y otras bagatelas que no interesan a nadie. El morbo consiste en comprobar quiénes y en qué puestos van en las listas y, más aún, quienes se ven apeados de ellas, colectivo especialmente abultado esta vez por mor de las cuotas de la Ley de Igualdad. Cuando las elecciones, como las próximas, son a su vez municipales y autonómicas, los afectados son legión. Ayuntamientos, Diputaciones provinciales, Parlamentos regionales y Gobiernos autonómicos desatan mucha codicia personal. Son unos cuantos miles de cargos públicos remunerados -algunos por encima del sueldo de los ministros o del propio Zapatero- a distribuir por las camarillas de cada partido en un proceso en el que la democracia interna brilla por su ausencia. (Y no sólo en el PP: véase en qué ha quedado el invento de las "primarias" puesto en marcha en su día por el PSOE). "Compañeros de partido" En el trance afloran todas las miserias humanas de la clase política. Aquella frase atribuida a Winston Churchill según la cual "hay adversarios, enemigos y compañeros de partido" se pone más que nunca de de relieve. Con el adversario se puedan cruzar acusaciones, descalificaciones e insultos de toda laya. Pero los codazos, zancadillas y, si llega el caso, navajazos por la espalda quedan reservados a los conmilitones con los que está en disputa el puesto. Lo ocurrido en el PP de la Comunidad Valenciana constituye una buena muestra del grado de cainismo a que llegan estas luchas intestinas. Dejando a un lado a los que entran en la política con intención de forrarse, detrás de la mayoría común hay también un "factor humano". Muchos, incluso sin habérselo propuesto inicialmente, acaban convirtiéndose en profesionales de la política; otros se han habituado a un sobresueldo y a otras prebendas a las que cuesta renunciar. Para los primeros, la situación puede llegar a adquirir tintes dramáticos. Después de años enchufados al Presupuesto, volver a madrugar para acudir al tajo como cualquier hijo de vecino sería extremadamente duro. Casi vejatorio. Incluso aunque se disfrute de un puesto de funcionario público en el que la carga de trabajo no sea precisamente estresante. Y afortunados aquellos que después de todo tienen un empleo al que volver. Otros, sin título ni oficio, tendrían que ingresar en otras listas, las del paro, y eso sí que es un trauma insuperable para cualquier político que se precie. Vocación vitalicia Después de Gerardo Iglesias, aquel que sucedió a Carrillo en el PCE, que volvió una temporada a la mina asturiana de la que había salido, no es fácil encontrar entre la élite política casos parecidos. Creo que Julio Anguita ha vuelto también a la docencia, pero es otra excepción. Por lo general, todos aspiran a jubilarse viviendo de la política. Aquella decisión de José María Aznar de autolimitar su mandato presidencial a un máximo de 8 años, nadie más se la ha aplicado en el PP. El 27 de mayo se presentan a la reelección no pocos alcaldes, presidentes de Diputación y parlamentarios regionales que llevan 12, 16 ó 20 ó más años en el mismo cargo, dispuestos a perpetuarse mientras el partido los mantenga y los electores lo consientan. Alfonso Guerra se dispone a cumplir 30 años ininterrumpidos como diputado, los mismos que cumplirán en el Senado otros incombustibles como Juan José Laborda o Francisco Cacharro Pardo, este último a la sazón presidente de la Diputación de Lugo desde 1983. Casos como éstos -a Manuel Fraga hay que echarle de comer aparte- son la envidia de la mayor parte de la clase política.
miércoles, abril 18, 2007
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