sabado 28 de abril de 2007
Una jornada de bolas y sorpresas
Félix Arbolí
A YER estuve en el bingo. Fui con un conocido del barrio que debe tener acciones en la empresa, ya que es raro el día que no va y un noventa por ciento de las veces, quizás me quede corto, sale más pelado que un “marine” americano. Al entrar nos dieron unas cajitas de cartón con unos barquitos de madera procedentes de la sumergida industria china. El mío tenía pegada la etiqueta que lo delataba. Pienso que al “museo de las horteradas” que está formando mi hija le servirá y a ella se lo guardo. Me informaron que era el día del cliente o algo así, ya que invitaban a cenar y daban como regalo al que cantaba el bingo un reloj de pulsera de igual procedencia, aparte del premio en metálico correspondiente. Todo resulta insuficiente, aunque pueda parecer una perogrullada, con tal de captar clientela. Por lo visto y oído, cada vez resulta más difícil atraer incautos dispuestos a dejarse los cuartos, y no precisamente de baños, aunque terminen más limpios que los anuncios del “Colón”, en una aventura que saben les puede llevar a un descalabro familiar, si no se sabe controlar a tiempo. En la entrada, diez tragaperras ocupadas casi en su totalidad por los omnipresentes chinos y compañeros mirones. Es raro encontrar una máquina de éstas sin su chino correspondiente. Dicen que conocen una táctica especial para vaciarlas de todos sus premios. Van echando moneda tras moneda, imperturbables y tranquilos, y no retiran los premios que les tocan, sino que los transforman en avances. A veces han de invertir varios cientos de euros para conseguir que los acumulados lleguen al número que necesitan. Una vez alcanzado el objetivo, es raro que no se produzca la lluvia de premios y monedas pretendida. Antes de cambiar monedas por billetes, se cercioran de que no haya otra libre y a punto de “parir”, porque en ese caso, irán a por ella. Si no, cambian y se marchan satisfechos buscando otro posible”maná”. Hay bares y establecimientos donde las apagan cuando entran pues espantan a la clientela, ya que nadie se acerca a una tragaperras después de haber pasado por ella un chino y pierden al cliente de la barra, que es el que interesa al negocio. Rumor o realidad, nadie lo sabe, pero sí que las máquinas y los chinos en plena faena fueron la primera impresión que tuve al acceder a la sala de juegos. He de aclarar, como penitencia a mi pecado, que yo fui un asiduo a estas maquinas, durante mis desayunos en una época que andaba bastante desorientado y sobrado de cuartos. La errónea afición me duró un mes largo, cuando trabajaba en el Cuartel General de la Marina, antes ministerio, y salía a media mañana a tomar el café con los churros en una cafetería cercana junto a una compañera que se hallaba tremendamente enchufada. Me dejé buenas “soldadas”, como dirían los antiguos, hasta que mi afán de vencer toda clase de vicios me hizo ver el error en que me hallaba y corté por lo sano. Nunca más, como dirían posteriormente los del tristemente célebre “Prestige”. . La sala de un bingo es impresionante por sus luces, su música de fondo, no siempre selecta y adecuada, los gritos de las vendedoras de cartones, el soniquete de los móviles a pesar de que avisan que se apaguen y por el tumulto y murmullo de la diversidad del público que la ocupa. En su mayoría son señoras solas que ya pasaron hace tiempo el “Rubicón” de sus vidas y que tienen formada su propia peña, adultas y jóvenes con pintas de oficinistas, amas de casa y otras muchas profesiones, incluidas las que no suelen ocultar su dedicación al oficio más antiguo del mundo, que son las que más alegremente se dejan los cuartos. Estuve observando a una mestiza con aires sudamericanos, como los que estoy oyendo mientras escribo ( se trata de Los Panchos), que con cierta frecuencia atendía la llamada de su móvil y abandonaba a sus compañeras de mesa, de la misma procedencia y al parecer profesión, aunque una fuera totalmente de color y la otra blanca un tanto aceitunada. Pasada una media hora, regresaba a la reunión, con el pelo un tanto revuelto y aspecto sofocado y reiniciaba sus partidas. Por lo visto debía tener su “cuartel general” cercano y entre col y col una lechuga. Pocas “pelas” recibirá la mamá e ingresarán en las divisas del país de origen de esta binguera. No me explico dar un salto tan enorme cruzando un océano y teniendo que soportar a tanto hijo de vecino de desconocidas intenciones y caprichos, para dejarse el beneficio tan duramente conseguido en la mesa de un bingo. No canté una simple línea y se me quedó el “36” en la pantalla para un bingo especial con prima que ascendía a cerca de mil euros. Mi compañero sudaba copiosamente, (está excesivamente gordo), rogaba, maldecía, rezaba y soltaba tacos como caimanes hambrientos llamando incesantemente al dichoso numerito. Cogía el cartón, lo tiraba, lo pisaba, lo arrugaba y hasta se lo colocaba en la cabeza, sin que a pesar de todos sus conjuros y extravagancias saliera el esperado número que, nada más cantarse el premio, apareció odiosamente en la pantalla, recibiendo todos los improperios habidos e inventados de mi cabreadísimo acompañante. No es agradable, lo reconozco y dan ganas de ir al que lo ha cantado y te lo ha dejado en la puerta y partirle los meniscos, por no subir el pié a más altura. Pero pienso que son las reglas de todo juego y si no quieres sufrir cabreos y sofocos es mejor que te vayas a un cine, teatro o cualquier restaurante a cenar. Es más seguro, económico y positivo. Observo que nuestra sobrecargada inmigración ha invadido plenamente los bingos. Nada queda libre de esta marea humana que se extiende por todos nuestros rincones. No sólo se advierte entre el público jugador, sino que abunda entre los mismos vendedores, recepcionistas y camareros. Los hay de todos los países, especialmente del centro y sur americano, aunque me informan que hay un camarero ucraniano, otra rusa y hasta un libanés, por cierto muy atento y simpático. En la mesa de junto se hallan una anoréxica y joven polaca, según me advierte el compañero, con otra compañera, nada estilizada, y un individuo con aspecto de marroquí o país similar. Un extraño trío que “whiskea” y juega generosamente. Ignoro sus ocupaciones, aunque viendo el pelaje y sus dispendios económicos, se que no son misioneras de la caridad, ni empleadas de hogar. Por mucho que me lo imagino, no acierto a comprender como puede haber hijo de mujer que esté dispuesto a pagar por ver a ese espagueti con faldas en funciones. Lo que me doy cuenta es que la “fideucha” es la jefa del cotarro. Momentos más tarde se acerca otra chica jovencita, que les habla en polaco y besa con cierto respeto a la delgaducha, única que arriesga los cuartos. Viendo ese cuarteto me pregunto, ¿qué falta nos hacían estas mujeres y este hombre?. ¡ Estas son algunas de las extrañas bicocas de ese bloque europeo en el que nos hallamos inmersos!. Pero no eran las únicas foráneas que ocupaban esta enorme sala donde los euros carecen de valor y circulan con más velocidad que el “ave” Madrid-Sevilla. Había una mestiza, dominicana o colombiana, no las distingo por su acento, que sacaba los billetes como si fueran dobladas toallitas de un monedero, que guardaba acto seguido en una abultada bolsa de plástico de la que sobresalían las puntas de unos espárragos, flores de plásticos y un juego de sartenes. De la compra al juego, a ver si recuperaba lo invertido. Lo más seguro es que se quedara únicamente con los espárragos, las flores y las sartenes. Mientras, una ecuatoriana, cabezona y bajita, con pinta de “quechua”, recitaba a más velocidad de lo normal, los números que iban surgiendo del bombo y apareciendo en las pantallas. A veces, se oía de entre el público la voz de alguna vieja enfurecida que le gritaba ¡”Más despacio, que no da tiempo a mirar el cartón!”. Advertencia que no surtía un efecto duradero, ya que tienen la consigna de que se hagan rápidas las partidas para que puedan celebrarse mayor cantidad y así aumentar los ingresos de la empresa. Los móviles ponían otra nota de interrupción a la monótona lectura de números. Algunos con esos chabacanos y ruidosos sonidos tan de moda actualmente. ¡Qué mal gusto y escasa delicadeza tienen algunos!. Las protestas de los de al lado y las miradas inquisitoriales de los más lejanos, obligaban al requerido a abandonar la sala y refugiarse en los lavabos. La contemplación de los jugadores de un bingo, es algo realmente divertido e interesante. Un auténtico manual de sociología y una experiencia muy provechosa de psicología. Mi amigo, que sabe mi interés natural por todo cuanto me rodea y puede serme útil, me va poniendo al corriente sobre los distintos ocupantes de las mesas. Advierto y me regocijan y extrañan las expresiones, vicisitudes y ridiculas ocurrencias que hacen algunos intentando atraer el número que les falta y con el que se quedan. - Mira esa mesa donde hay cuatro señoras. Observo que son cuatro señoras que perdieron el tren de su lozanía y madurez hace muchos años, tres de ellas bastante gruesas como es lo incomprensiblemente habitual entre las de su edad y una extrañamente delgada. - Son dos viudas y dos solteronas que vienen todos los días. Al menos, yo siempre que he venido las he visto. Meriendan, juegan unas dos o tres horas, según hayan cantado o no, y luego se marchan hasta el día siguiente. A la delgada, yo la llamo la “marisabidilla”, porque es la que lleva la voz cantante, el mando de ese vetusto “regimiento”, (que me perdone mi admirada compañera Carmen Planchuelo por usar una palabra que sé no le agrada para referirse a una mujer). Decide, hace, cobra y reparte cuando hay algún premio y pone el tope a la estancia en la sala. Es la mandona. Las brujas éstas suelen tener suerte y es raro el día que no salen con ganancias. A mi acompañante no le debe agradar mucho este cuarteto y no precisamente de cuerda, ya que está para pocos amarres, aunque no se le escape un solo número de los que a toda velocidad recita la ecuatoriana. Deben tener buenas pensiones para mantener ese carísimo ritmo de vida porque, echando cuentas sin mucha precisión, aunque bastante lógica, dos horas o tres de bingo a dos euros por cartón y un juego cada cuatro o cinco minutos, suele suponer una inversión muy cercana a los cien Y ese gasto diario, aunque algunos días salgan lo comido por lo servido, no lo puede soportar un salario normal y menos aún una pensionista. Misteriosos cálculos imposibles de descifrar viendo la clientela más o menos fija que acude a un bingo. La cena fue una mariscada, servida en fuente grande y personal. Bueno, eran productos del mar, en eso no nos engañaron, pero los mejillones, por su pequeñez y sequedad habían quedado reducidos a “mejillos”, ( parecido al molusco en cuestión, pero sin llegar a alcanzarlo), luego las patas de una nécora, sin que pudiéramos encontrar una mínima parte de su cuerpo, algunas gambas que en mi tierra llamarían camarones algo desarrollados y unos langostinos de un tamaño similar a las gambas consideradas pequeñas. De los percebes, ni mencionarlos, ya que eran unas estrechísimas tiras de las que era muy difícil extraer su carne. En la mesa de junto afirmaban que eran marroquíes. Desde luego, de gallegos no tenían ni el deje. Lo más abundante y normal era el fondo y los laterales de lechuga y la mayonesa que habían colocado en su centro. Lo único bueno de esta “melé” gastronómica era la seguridad de que nos iríamos a la cama sin pesadas indigestiones, ni posibles desarreglos intestinales. El Rioja era lo más original y aceptable. Con denominación y garantía de origen. Hubo una viejita de pelo en rodete, gafas de elevadas dioptrías y una muleta aparcada a su lado, que se tragó toda la cena con auténtico deleite, chupando hasta el fondo moluscos y crustáceos y rebañando hasta la última hoja de lechuga, como si la hubieran invitado a cenar en el Ritz, aunque de haberlo hecho en este hotel, hubiera cenado mucho mejor y posiblemente hasta más barato. Mientras daba cuenta de tan exquisito menú, aprovechaba la mano libre para ir borrando los números de los dos cartones que jugaba. No he visto mayor dedicación a ambas cosas a la vez, aunque aparentemente diera impresión de que había que ayudarla en cada tarea. ¡Lo que engaña la edad o lo que consigue el “gusanillo” del juego!. Una señora del barrio, policía municipal, aunque va de paisano, es otra acérrima de esta sala, según mi amigo. Comprobé que jugaba tres y cuatro cartones a la vez. Recoge los que le quedan por vender a la empleada, pensando que en ellos pueda estar la suerte. Fuma sin cesar. Recuerdo que cuando teníamos la librería, era de las que regateaba con la hija, una chica preciosa en la actualidad, los cuadernos, lápices y otros útiles escolares para no gastarse muchos cuartos. Incluso se iba a la cercana de los chinos donde costaban la mitad, aunque fueran de una ínfima calidad. Ahora me explico su tacañería para con el material escolar de su hija. ¡Habrá tantos casos de este tipo!. Se nos acerca un camarero que, según dice a mi acompañante ha leído una de mis últimos dos libros publicados y me ha reconocido por la foto de la contraportada, (habrá sido de los que expusieron y vendieron en la librería de mi calle). Nos invita a una copa. Me pido un “cubata” de ron, los de ginebra se llaman “raff, que hace meses no bebía. Noto cuando llevo algo más de la mitad que me produce algo de efecto, debido a la falta de costumbre y lo dejo. Mi compañero se lo “zambulle”al acabar el suyo. No me extraña que esté tan redondo y abultado, viéndole como traga (se “engulló” toda la “mariscada”), y como bebe. Dos lesbianas conversan y juegan en una mesa del rincón, un poco apartadas de las miradas del público, aunque sus breves carantoñas no sean muy ostensibles. Sin ellas, también se notaría su condición. Es muy difícil no percatarse de ese sello tan especial del que alardean ellos y ellas. Lo más sorprendente de la noche para mi, aunque hubo muchos detalles curiosos y sorpresivos, fue la llegada de esa especie de ballena tan larga, como tripuda, con pasos airosos y aparatosos, como si se tratara de un general victorioso entrando en la ciudad conquistada, acompañada de una gordita pequeña y muy fea que la seguía a duras penas y con enormes esfuerzos, ya que era imposible cogerle el paso a esa masa desmesurada de tetas, tripa y culo que nublarían al sol más espléndido si se nos pusiera delante. El camarero, al verlas, sonrío satisfecho y feliz. Eran, por lo que me cuentan, unas clientas generosas que durante su permanencia en la sala, estaban solicitando los servicios del bar y la cocina. Las vendedoras acudían a ellas como moscas, con sus cartones sobrantes, pues sabían que la gorda aceptaría todos. Una de las jugadas, llevaban entre las dos veinte cartones. ¡Increíble!. Por su aspecto, más parecía dueña de tienda o frutería que decana de alguna facultad, aunque en mi apreciación no haya ningún sentido peyorativo. Su vestuario tampoco hacía honor a los cuartos que se gastaban tan alegremente. ¡Qué buena novela escribiría un avispado autor si pudiera ahondar en la vida y circunstancias de estos extraños y curiosos personajes!. Nunca supuse que la visita a un bingo, en una tarde noche de un día cualquiera, me iba a proporcionar tantos interrogantes, reflexiones y afanes de curiosidad. A las diez y media de la noche, abandoné el escenario de los bombos y bolitas, de las luces, los móviles, la música y las raras caricaturas de una humanidad desconocida y me despedí de mi compañero, que quiso quedarse, para respirar el aire menos contaminado de la calle, (que ya es decir), y someterme a la llovizna que a esa hora de la noche caía sobre el barrio. Menos mal, que no tuve que andar mucho, aunque después de ese ambiente de humos concentrados y abigarrada clientela, se apetecía sentir la frescura del agua acariciando y regenerando el rostro. Sesenta euros se quedaron en la caja de ese carrusel donde en lugar de caballitos y delfines dan vueltas bolitas y pululan algunas ballenas y otros extraños ejemplares de una fauna humanizada.
sábado, abril 28, 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario