lunes 2 de abril de 2007
A dos años de Juan Pablo II
Por Olegario González de Cardedal
DESDE el 22 de octubre de 1978 hasta el día 2 de abril de 2005 Juan Pablo II ocupó la sede de Pedro, llenando casi un cuarto de siglo de la vida de la Iglesia. Llegaba en joven y plena madurez, con una larga experiencia de pensamiento y de acción en lucha por la libertad del hombre, del creyente y de la iglesia, frente a un régimen dictatorial, que negaba nuestra dimensión trascendente y la fe en Dios.
Asumía la suprema responsabilidad de guiar, sostener y regir la Iglesia en un momento de especial tensión interior, cuando aún se debatían dos acentuaciones del Concilio Vaticano II: como un nuevo comienzo del cristianismo en ruptura con lo anterior o como una reforma en continuidad con la tradición y sus fuentes originarias. Su elección manifestó la voluntad de poner al frente de la Iglesia a un hombre con experiencia de la modernidad, a la vez que con experiencia de una fe vivida, en fidelidad teórica y decisión práctica. Formado en la cultura centroeuropea (Francia, Bélgica, Alemania...) traía también consigo la experiencia de los países del Este, con lo que el marxismo teórico, el socialismo real y un ateismo consecuente significan para el hombre y la sociedad
¿Cómo nos aparece su figura en la distancia objetiva que dan estos dos años? Una característica permanente de su pontificado vino y quedó dada por sus primeras palabras: «No tengáis miedo». El, procedente de una nación sucesivamente arrasada por el nazismo y el marxismo, transmitía como primer mensaje a la Iglesia y a la Humanidad la confianza en sí mismas, la capacidad para ser soberanas de su destino, la invitación a salir del sentimiento de impotencia o resignación fácil. Y en un segundo momento la esperanza: por la abertura a la capacidad iluminadora, transformadora y santificadora de la fe en Cristo. «Abríos a Jesucristo, otorgadle confianza, dejaos llevar de su mano, remad mar adentro».
Tras años de discusiones en torno a líneas conciliares, complejidad de teologías o legitimidad de ideologías, que habían agitado los últimos años de Pablo VI, él proponía a todos la posibilidad y sencillez, la belleza y la grandeza del ser cristiano. Las dificultades existen pero ellas como tales no crean una duda de fondo sobre la verdad de la fe, ni los problemas pueden llevarnos a una actitud de tristeza, miedo o perplejidad. Su figura apareció en los escenarios del mundo como la de un creyente y orante, sencillo y profundo, con una religiosidad clásica pero atrevida, modernísima en actitudes y relaciones. El hombre de teatro que había sido en su juventud se plantaba ahora en el tablado con el evangelio como libreto de su drama para proclamar ante el auditorio mundial la gloria de creer y la alegría de ser Iglesia. Esa sencillez suya no era ingenuidad ni su coraje el resto de una cultura que no hubiera conocido los problemas de la crítica de la religión en Occidente durante el último siglo. Eran fruto de una profunda potencia de oración, acrecida desde los años de su juventud en familia, en soledad, en entrega a la causa de la nación y de la Iglesia, en su decisión de ser sacerdote y en su batalla por la libertad.
Esa primera característica se redoblaba con la confianza en el hombre. En la encíclica programática «Redemptor hominis» formulaba su lema como Papa y marcaba el programa para todos: «El hombre es el camino de la Iglesia». Ésta debe avanzar por los montes y laderas por los que los hombres avanzan, luchan, viven y mueren. De ahí nació su pasión por entrar en contacto con todos: naciones, regímenes, religiones, minorías cercanas o lejanas. Este es el sentido de sus viajes: llegar a los recodos más extraños para ver el rostro de cada grupo humano diferenciado. Para todos es el Evangelio y el Evangelio tiene que aprender a su vez de todos, porque en cada humano se revela algo de Cristo. La frase que quizá más veces ha citado, en discursos y textos, está tomada del Concilio Vaticano II: «Cristo se ha unido en cierto modo con cada hombre» (GS 22).
¿Cómo aparece ahora su acción hacia adentro de la iglesia? ¿Cuál fue el equilibrio que él vivió entre esas tres funciones del ministerio episcopal: santificación por la celebración y acercamiento de las fuentes sacramentales ofrecidas por Cristo; magisterio o proposición del evangelio como forma de vida para conformarnos con aquel reviviendo sus comportamientos en el mundo; régimen o ejercicio de su autoridad suprema de gobierno en la Iglesia? Sus celebraciones eucarísticas se convirtieron en grandes expresiones públicas de la fe, unidad de la Iglesia, comunión de las iglesias particulares con la Iglesia universal a través de la unión con el Papa. Su magisterio fue tan abundante, que a algunos les ha parecido excesivo, con el peligro de traspasar los límites entre autoridad de obispo y pretensión de teólogo y también de dejar en la sombra las iniciativas e ideas del resto del episcopado ante esa incesante proliferación de textos suyos.
En las cuestiones de gobierno, ¿otorgó demasiada confianza a las instituciones establecidas, para que realizasen decisiones y nombramientos en la Curia y en las distintas naciones, reservándose las sedes episcopales especialmente decisivas? Su lugar de gozo estaba en la abertura al mundo, en el diálogo con las masas, en la proclamación directa de Dios, de la aportación de lo que son los ideales cristianos como el amor y la vida frente a la cultura de la muerte y del sexo, de la solidaridad y fraternidad frente a la discriminación y el odio, de la faz reconciliadora y conjuntiva que proyecta el Crucificado sobre todos los hombres. ¿Significó esto que dejara el gobierno de la Iglesia en otras manos, que no otorgaran tanta confianza a las grandes ordenes religiosas clásicas como a los nuevos movimientos y fuera más critico con aquellas que con éstos? ¿Están envejecidas aquellas y florecientes éstos, como piensa alguno? ¿Cómo valorar la crisis o crecimiento vocacional en unos y otros?
Desde el punto de vista doctrinal, dada su amistad, confianza y colaboración durante tantos años con quien le ha sucedido, se hace difícil una valoración. Parece que él no quiso zanjar demasiadas cuestiones y prefirió ejercitar una palabra que animara y confortara. Monseñor J. Clemens, secretario particular de Benedicto XVI durante 19 años, describe la diferencia entre esta extensión de la mirada a todos los problemas, propia de Juan Pablo II, y la concentración de su sucesor ya en sus 80 años: «El pontificado de Benedicto XVI se caracteriza por la concentración en las cuestiones esenciales del mensaje cristiano y una profundización en la fe».
¿Qué legado viviente nos queda de él? Su fe profunda, su humanidad cercana, su amor a todo lo que nace y crece fuere donde fuere, su identificación con el Cristo doliente. Frente a los maestros de la sospecha él fue un admirable maestro de la confianza, ejemplo de fidelidad y testigo de heroísmo hasta el final. La confianza nos hace críticos a la vez que amorosos, crea cercanía en lugar de lejanía o resentimiento. Por eso tuvo eco mundial su persona y sus funerales fueron la despedida de una humanidad entristecida por la pérdida de un hermano a la vez que de un padre. También se entiende el clamor de quienes proclamaban «el santo» y piden su rápida canonización. Su sucesorhizo con él la excepción (abrir el proceso sin esperar los cinco años) como él había hecho con la Madre Teresa. Por su honor y por el de todos es bueno que se sigan los mismos pasos con el tiempo y mesura que se reclaman para cualquier fiel cristiano canonizable.
OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
domingo, abril 01, 2007
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