jueves, abril 12, 2007

Miguel Martinez, Inconvenientes de la Semana Santa laica

viernes 13 de abril de 2007
Inconvenientes de la Semana Santa laica
Miguel Martínez
A QUELLOS que vivimos la versión pagana de la Semana Santa, es decir, la simple y llana posibilidad de reunir unos cuantos días de fiesta para salir pitando de vacaciones, obviando el sentido de recogimiento y meditación -cuando no de duelo- que suele tener para quienes, además de creyentes, son practicantes, sufrimos una serie de inconvenientes de los que se libran aquellos que consideran la Pascua exclusivamente como período sagrado, formado por el Triduo Pascual, de más intensa actividad dentro de la Iglesia. Por mucho que vengan bien unos días de fiesta, a un servidor nunca le han gustado en exceso las vacaciones de Semana Santa. Ya de niño le resultaban realmente fastidiosas las constantes llamadas de atención de sus progenitores cada vez que un servidor aparecía cantando o silbando por el pasillo, o ponía música en el casete -entonces llamado magnetófono-, que eran dos de las escasas variantes con las que los niños de la época podíamos atentar contra el sacrosanto y pascual silencio. - ¡Psssssssssst, nene, que no se puede cantar. - ¿Y por qué no? - Porque es Viernes Santo y el Señor está muerto. - Jo, papá, si ya sabe todo el mundo que pasado mañana resucita… - Pues por eso, pasado mañana canta todo lo que te dé la gana, pero ahora a callar. Si te aburres, coge un libro. Y es que además, por aquellos entonces, en casa de quien les escribe se tenía la teoría de que viajar en Semana Santa era muy peligroso, que eran muy pocos días de vacaciones para tanto coche circulando simultáneamente por aquellas carreteras de la época, en las que para ir desde Barcelona a Almería había que madrugar bastante más que el sol y hacer noche en Alicante. Es de suponer que éstas y otras circunstancias hayan influido de tal manera en el desarrollo de la personalidad de aquel niño que un servidor fue que, como les contaba, nunca me ha gustado aprovechar estos días para viajar, aunque a veces por hache, otras por be y otras por cualquiera de las restantes veinticinco letras del abecedario, prescinde uno de sus principios y prejuicios, se lía la manta a la cabeza y decide, a última hora, hacer como todo el mundo y preparar bártulos y viaje de Semana Santa. Me van a permitir, mis queridos reincidentes, que les narre las peripecias que acontecieron a un servidor en su Pascual viaje, el cual califico de Pascual exclusivamente a causa de la fecha, narración que va a servir, en parte, para desahogo de quien les escribe, pero que también ha de resultarles a ustedes de provecho por aquello de aprender de las desdichas ajenas y para destierro de algunos de los tópicos que suelen rodear las escapadas programadas con prisas y a última hora. He de advertirles además que este relato va a ser largo, pues fueron muchas las vicisitudes que nos acontecieron. Sirva como primer tópico a desterrar el clásico que reza “las cosas, cuando no se planean, salen mucho mejor”. Falso. Si esa premisa fuera verdad no existirían los departamentos de análisis de las empresas ni la NASA prepararía a los astronautas durante largos meses y meses, sino que agarrarían al primero que pasara por la puerta, lo montarían en un cohete y le dirían por radio mientras despega: Tiene usted una muda limpia, el manual de instrucciones del trasbordador espacial y un documento explicativo del objetivo de esta misión interestelar justo a su derecha, en esa carpetita azul que asoma bajo el mando hidráulico del tren de aterrizaje. Como mucho se puede llegar a afirmar que, algunas veces, si nos sonríe la fortuna, un viaje preparado a última hora no tiene por qué resultar funesto. Total que el viernes por la noche un servidor, después de asistir a la procesión, decide proponer un viaje relámpago en moto para la mañana siguiente. El viaje ha de tener como primera etapa Collioure, en el sudeste de Francia, donde llegaríamos bordeando la costa y donde se impone una visita a la tumba de Machado, un paseo por la playa para contemplar la fortaleza y un tentempié rápido previo a tomar camino hacia la segunda etapa, en Carcassonne, donde visitar el castillo medieval, cenar con tranquilidad y pasar la noche en cualquier hotel para regresar con calma el domingo, volviendo por el interior y siguiendo la ruta de los cátaros, cruzando los Pirineos por el Col de Quillane y por el Col de Rigat, entrando en España por Bourgmadame – Puigcerdá, pasar por Andorra a comprar un par de botellitas de licor y un par de cartones de tabaco a mitad de precio, comer en cualquier restaurante y regresar a la hora de la cena del domingo. En suma, 800 kilómetros en dos días que le proporcionarán a un servidor la posibilidad, además de disfrutar de un paisaje precioso y de pasar dos días desconectado de la rutina, de probar uno de esos aparatitos electrónicos, que tanto gustan a quien les escribe, de reciente adquisición: una especie de intercomunicador que permite conversar a piloto y a acompañante pese al casco y a la velocidad y que, además, recoge milagrosamente el sonido de otro curioso aparatito: ese ingenio, fruto de la tecnología militar norteamericana, que nos guía, nos impide perdernos y con voz sensual nos susurra entrañables frases del tipo “a 200 metros, en la rotonda, segunda salida, gire a la derecha” y que, por si fuera poco, nos avisa también, con una alarma de ataque antiaéreo, de la ubicación de los rádares fijos que la Dirección General de Tráfico nos coloca para convencernos de que correr resulta caro, si bien es verdad que es la propia DGT la que tiene el generoso detalle de avisarnos dónde los coloca. Déjenme aclararles que los avisadores de radar son totalmente legales, no así los detectores de radar, no vayan a tomar mis queridos reincidentes a un servidor por lo que no es. Cuando un servidor plantea el viaje obtiene respuesta positiva de su acompañante aunque con alguna consulta aclaratoria. - ¿Y sin reserva vamos a encontrar sitio para dormir? Un servidor duda y llama a un amiguete muy aficionado a visitar Carcassonne quien le tranquiliza y le comunica que hay más de 50 hoteles por los alrededores y que siempre hay sitio en alguno. Le proporciona, además, instrucciones claras, sin pérdida posible, para llegar a un hotel encantador y entrañable en el que nos atenderían de mil amores. - Solucionado. No es necesario reservar nada. - ¿Seguro? - Segurísimo. Y así sale uno el sábado por la mañana, contento ante la perspectiva de una maravillosa excursión en moto, y toma dirección a la costa francesa. Comprueba la indiscutible utilidad del intercomunicador, lo que hace el viaje mucho más ameno al poder mantener conversación con el pasajero. - ¿Estás seguro que es buena idea ir sin reservar hotel? - Que sí, mujer, no seas pesada. El primer inconveniente sobreviene antes de cruzar a tierras galas. Un servidor se encuentra adelantando a varios turismos cuando suena esa especie de alarma antiaérea que avisa de la colocación de un radar de la DGT. El instinto –y el susto del bocinazo antiaéreo- hace frenar bruscamente a quien les escribe, pese a que circulaba a velocidad permitida, y regresar al carril derecho precipitadamente justo cuando aparecen en dirección contraria, detrás de un camión, una pareja de policías de tráfico en moto. El primero mueve la cabeza como diciendo “hay que ver…” y el segundo se gira, justo al cruzarse con un servidor, como para quedarse con la matrícula. Quien les escribe cree sinceramente que no ha contravenido ninguna norma de circulación pero no le ha gustado en absoluto el gesto del segundo motorista al girarse. Durante varios kilómetros un servidor se monta películas mentales imaginando a un policía en exceso puntilloso extendiendo, al llegar a su comisaría, un boletín de denuncia por vayan ustedes a saber qué concepto, y a un servidor escribiendo pliegos de descargo como un loco. A los pocos minutos compruebo que es casi imposible, circulando en moto, quedarse con la matrícula de otra moto que se cruza a igual velocidad por la carretera, por lo cual la imaginación se relaja. En este punto es cuando pienso que es una estupidez llevar conectado el GPS circulando por una carretera conocida y que mayor estupidez es llevar activado el avisador de radares cuando se es cuidadoso con la señalización y con la velocidad, por lo que desconecto las dos cosas, no así el intercomunicador. - Me da a mí mala espina eso de ir sin reserva, ¿eh? - Que no, mujer, verás que no. Mira que eres pesada. El intercomunicador empieza a crear interferencias con el teléfono móvil y cada dos por tres emite una especie de zumbido que, amplificado por el chisme de marras, repica en el oído como un redoble de tambores de Semana Santa, pero hace un día perfecto, soleado, una temperatura agradable y ya debe andar cerca el cruce que lleva a la carretera de la costa. Con el GPS parado, éste obviamente no avisa de que llega el cruce esperado, y cuando me quiero dar cuenta estoy en la frontera de La Junquera en contra de lo planeado que era entrar en Francia por Port Bou, por una preciosa carretera bordeando la costa, a unos cincuenta kilómetros de allí. Con el ánimo intacto vuelvo atrás, dirección Port Bou, y hago un pequeño cambio de planes. Mejor comemos en Port Bou y contribuimos al turismo patrio en vez de al del país vecino. En el paradisíaco entorno de Port Bou, en un restaurante con terraza justo al lado de la playa, un servidor y su acompañante son los únicos españoles, todos los demás franceses. Se acerca el camarero. - Vous voulez “nosequé”? - Perdón, pero yo no hablo francés. - Hombre, españoles ¡Qué alegría! - Pues estamos en España, oiga. - Sí, ya, pero aquí casi todos los que vienen son franceses. Le preguntaba si querían comer. - Sí, claro, a eso venimos. - Le traigo la carta, un segundito. Unos pulpitos en salsa, medio pollo asado con patatas, un flan de huevo y un café expreso después, seguimos ruta, enfilando el puerto de montaña que separa España del resto de Europa. La carretera serpentea sobre los acantilados dejando a su lado a un Mediterráneo sereno, vestido hoy de celeste y sin las cenefas que luce los días de oleaje. Es un placer para todos los sentidos recorrer en moto esta carretera, sin duda de las más bellas de Cataluña y del sur de Francia. Muy animados y en menos de media hora de idílico paisaje marinero, nos plantamos en Collioure para verificar cuánta razón tenía Matisse al afirmar que no hay cielo más azul en Francia que el de Collioure. La tumba de Machado está en el cementerio del centro (hay otro en las afueras), en la confluencia de la Rue du Jardin y la Rue Antonio Machado, y uno se siente orgulloso de que a un paisano le hayan dedicado una calle los franceses -que son tan suyos- y se emociona al comprobar cómo sesenta y ocho años después de su muerte la tumba de Machado se halla repleta de flores y recibe un incesante goteo de visitantes que actúan como auténticos peregrinos que, además de llevarle flores, le escriben poemas y llenan con cartas el buzón de piedra construido en la propia tumba. Fotos de rigor junto al sepulcro y paseíto por los alrededores del Château Royale y del puerto, y rumbo esta vez a Carcassonne, a unos 150 kilómetros, con el fin de dejar las maletas de la moto en el hotel, quitarse la ropa de motorista, visitar el conjunto medieval y cenar allí mismo. Las interferencias del intercomunicador empiezan a resultar molestas al oído. Para el próximo trayecto hay que acordarse de parar el teléfono móvil. Aquí sí resulta útil el GPS que nos lleva derechitos a la puerta de la ciudadela medieval. A buscar hotel. No les exagero si les digo que el GPS muestra en la zona Carcassonne por lo menos 50 hoteles diferentes y tampoco les exagero si les digo que entré en más de 15, sin contar los que no llegué a pisar porque en la puerta tenían colgado el cartel de “Complet”. Siguiendo las “instrucciones claras, sin pérdida posible” dadas por mi amiguete y que nos debían conducir a ese entrañable hotel donde nos atenderían de mil amores, un servidor se encuentra con un Mc Donalds y ningún hotel en las proximidades. En el último hotel visitado una recepcionista me dice que duda mucho que en Carcassonne quede alguna habitación libre, que está todo abarrotado, que pruebe en Limoux, o en Foix. Un servidor no se da por vencido y sigue buscando hoteles. En varias ocasiones, teniendo la moto parada, se nos acercan otros moteros españoles que se interesan por cómo ha ido el viaje y la moto. -¿Que no tenéis reserva? ¿Pero cómo se os ocurre? En Semana Santa y sin reserva... Un par de hoteles más y siempre el mismo resultado. - ¿Qué? –retintín del tipo “te lo dije”-. Que no hacía falta reservar nada, ¿no? Con mi ánimo aún casi intacto –sólo estamos a unas tres horas y media de casa, y a las malas siempre podemos dar media vuelta y a las once de la noche estar de nuevo en casita- y algo menos intacto el de mi acompañante –ya te lo decía yo, a quién se le ocurre salir en Semana Santa sin tener nada reservado-, un servidor se decide a efectuar un ejercicio de “carpe diem”, por lo que, llegados hasta allí, conviene dejarse de remilgos y visitar la ciudadela, dar una vueltecita hasta llegar al Canal du Midi y luego, tranquilamente, por el camino más corto y desdeñando la vuelta por Andorra, regreso a casa, y allá donde nos pille la hora de cenar se para y se cena. Un servidor -como la mayoría de motoristas- huye cuanto puede de las autopistas, pero debido en parte a la experiencia constatada en anteriores viajes por Francia, que nos dice que la circulación por las carreteras generales francesas es un suplicio reiterado de rotondas y más rotondas que la convierten en lentísima, y debido en parte a la voluntad de recorrer con luz diurna cuantos más kilómetros mejor, pusimos rumbo la autopista A9 francesa, que entra en España por la Junquera y que conecta allí con la autopista española AP7. Olvidamos nuevamente desconectar el móvil que, pese a ir en la maleta, sigue provocando interferencias con el intercomunicador que esta vez he colocado sin duda con volumen excesivo. La autopista francesa está plagada –o así lo cree el GPS- de radares por lo que al insistente repiqueteo de la interferencia del móvil hay que sumar frecuentes alarmas antiaéreas. Con guantes y en marcha, es imposible bajarle el volumen al intercomunicador. El viaje discurre repiqueteo tras repiqueteo, alarma antiaérea tras alarma antiaérea y regularmente el comentario ácido del acompañante que llega nítidamente a través del intercomunicador: - No hace falta reservar, no hace falta reservar… No sé cómo te hago caso. La motocicleta entra en reserva de gasolina a 60 kilómetros de la frontera española. Según consta en el manual de la moto, la reserva avisa cuando aún quedan 5 litros. Según el mismo manual, la moto consume en carretera entre 4 y 5 litros cada 100 kilómetros, con lo que debiera bastar para llegar a España, pero tal como se suceden los acontecimientos pienso que es mejor no arriesgarse. En la próxima estación de servicio pararemos, llenaré el tanque de gasolina y aprovecharemos para desconectar el móvil y para bajar el volumen del intercomunicador. Cerca de Perpignan encontramos la primera zona de servicios. Todavía es de día. Gasolina y partiremos rápidamente. Aún llegaremos a una hora decente para cenar en España. - La gasolina a 1.42 € el litro. ¡Qué robo! ¿Sabes qué? Le pongo cinco litros y llegamos de sobra a La Junquera. Allí paramos a cenar y llenamos el depósito. -¿Seguro que llegamos? -Seguro, mujer. -¿Seguro como lo de encontrar hotel sin tenerlo reservado? Cinco litros en autoservicio. La proximidad con la zona de marismas hace que todo el recinto esté infestado de mosquitos que se te posan en la boca, en la cara, en las manos, y en todo lo que la ropa de moto deja al descubierto. Pago a una señorita desagradable que me dice en francés algo que no entiendo y me encamino hacia la moto. - ¿Tienes tú las llaves de la moto? - ¿Yo? Pero si el que lleva la moto eres tú. -Ah, ya sé. Las he dejado puestas en el tapón de llenado y he colocado la maleta encima y no se ven. Aquí, debajo de la maleta, han de estar. ¡Coño! Que se ha doblado la llave… y no entra en la cerradura… Calma Miguel –me digo-. La enderezo con cuidado para que no se parta. No puedo acceder a las herramientas porque están bajo el asiento y para quitar el asiento hay que desbloquearlo con … la puñetera llave doblada. Como puedo, con las manos, la medio enderezo hasta conseguir que entre en la cerradura, pero al estar aún algo torcida no gira. Me acerco a la señorita desagradable. - Buenas noches, señorita ¿Puede usted ayudarme? Necesito algunas herramientas. - Je ne comprend pas - Es que no hablo francés. A ver… do you speak english? - No. Parlez vous francaise? - Si yo supiera hablar francés, so lista, no te estaría preguntando si hablas inglés. - Pardon, monsieur, je ne compren pas. - A ver si en catalán me entiendes que dicen que se parece, además a esta parte de Francia la llamáis la Cataluña del norte y esta autopista tiene por nombre La Catalane. Escolta, noia, tens un martell o qualsevol eina que pugui fer servir per adreçar una clau? - Pardon, monsieur, je ne comprend pas. - Ya veo, ya, so políglota. Uno rebusca por el suelo algo que le pueda servir para enderezar la puñetera llave y nanai de la China, aunque lo que realmente le apetece es decirle cuatro cosas bien dichas a la francesa borde, y se maldice por no haber esperado a repostar hasta llegar a España, pese a tener gasolina suficiente para ello. La gente que llega a la gasolinera, y a la que pido alguna herramienta, todos franceses, se hacen los suecos y dicen –o eso creo entender- no tener nada con qué ayudarme. A ver si viniera algún motero español, aunque está a punto de anochecer y a los motoristas nos gusta poco eso de viajar con moto de noche. Se me ocurre llamar por teléfono a la asistencia en viaje, pero hay otro problema. Los papeles de la moto y con ellos el número de teléfono de la asistencia en el extranjero están también bajo el asiento. Por suerte el teléfono móvil que tan buenas migas ha hecho con el intercomunicador está en la maleta y ésta lleva una llave distinta. En la agenda del móvil llevo el teléfono para asistencia en España que, como era de esperar (es un 902) no funciona desde Francia. Llamada a mi domicilio donde mi niña -que no es tan niña, que tiene 20 años, pero sigue siendo mi niña- llamará al número de la asistencia y le facilitarán el teléfono para llamar desde el extranjero. La niña, al escucharlo, se muere de la risa. -Que no te rías, niña. -¿Que te ha pasado, qué? (más risas) -Que dejes de reírte y me atiendas, leñe. Apunta este número, llama y que te den el teléfono de asistencia desde Francia. Cuando lo tengas, me llamas. - ¿Pero no volvíais mañana? -Sí, pero no hemos encontrado hotel. -Claro, sin reserva y en Semana Santa… Todos los mosquitos de la marisma se ceban en mis manos y en mi cara. Mi acompañante, en vista de la voracidad del mosquito francés, se ha vuelto a poner el casco y los guantes con lo cual me convierto en el único objetivo de todo el enjambre, aunque, a tenor del tamaño que tienen, más que enjambre es manada. Por fin tengo el teléfono de la asistencia en carretera. -No, verá, la moto no está averiada, pero se me ha roto la llave y no puedo arrancarla. -¿Me da su número de póliza? -No puedo, porque los papeles están debajo del asiento y para abrirlo necesito la misma llave que se me ha roto. -¿Me da la matrícula? Se la doy - ¿Y dónde dice que está? - En Francia, en un área de servicio cerca de Perpignan, en la autopista A9. - ¿En la autopista dice? - Sí, en la autopista. - Ah, pues siendo así no podemos ayudarle. La ley francesa nos impide entrar en sus autopistas, necesitará llamar a una grúa de la autopista y que lo saque al primer pueblo, y desde allí nos vuelve a llamar y le mandamos una grúa. - ¿Y cómo llamo yo a la grúa de la autopista francesa? - Pues en cualquier poste de SOS Me niego a hablar nuevamente con la cajera borde, que mal me va a entender si le pido una grúa si no me entendió cuando le pedí un martillo -antes me voy andando a buscar un poste SOS-, y sigo escudriñando el suelo en pos de cualquier artilugio que me permita golpear la llave para enderezarla un poco más, cuando encuentro una lata rectangular de conservas, mugrienta y aceitosa, que debió contener calamares en su tinta, y con la que me afano en golpear la llave, pero no consigo sino abollar la lata y pringarme las manos de una sustancia oleaginosa y oscura. Con la lata abollada por sus cuatro esquinas, aparecen cuatro marroquíes en un Fiat Uno, uno de los cuales siente curiosidad por mis actividades -o por verme arrodillado en el suelo, dando golpes con una lata y juramentando en arameo-. Me mira interesado y me pregunta en francés si quiero un “marteu”. Rebusca en el maletero de su coche y aparece con una llave de ruedas que me tiende –no debe haber encontrado el marteu- y con la que yo intento golpear la llave de la moto. Niega con la cabeza como diciendo “así te la vas a cargar, so salvaje” y me la pide. Apoya la llave en el bordillo y con la otra llave da golpecitos suaves hasta que deja la primera perfectamente recta. La pruebo y funciona a las mil maravillas. La moto ya está en marcha, me deshago en agradecimientos con el marroquí del Fiat Uno y salimos zumbando para España, trayéndome de souvenir, sin exagerar, 9 picadas de mosquito gabacho (30 ó 40 exagerando). En la Junquera, por fin en España, paramos a cenar y –el mundo es un pañuelo- nos encontramos a una compañera de trabajo que, casualmente, venía de Carcassonne. -No sabía que ibais a Carcassonne. -Ni yo que ibais vosotros. -¿Y cómo se te ocurre salir en Semana Santa sin reserva? Del trayecto desde la frontera hasta casa nada que destacar, salvo que se me olvidó nuevamente parar el teléfono y que el repiqueteo de la interferencia sumada a la alarma antiaérea siguió torturándonos los tímpanos hasta el final del viaje, ya de madrugada, pero sin que la hora importara entonces demasiado porque, después de 800 kilómetros, estábamos a un pasito de pronunciar la mágica frase: “Hogar, dulce hogar”. Ojalá que todos mis queridos reincidentes hayan podido decir lo mismo tras sus vacaciones de Semana Santa. Aunque, si me permiten, aquí les dejo unos consejos: Lleven, cuando salgan de vacaciones, una copia de la llave del vehículo. No se aventure sin reserva en temporada alta. Recuerde que su asistencia en carretera no sirve de nada en las autopistas francesas. Tenga en consideración una de las frases más empleadas por el padre de un servidor y que reza lo siguiente: Como en España, en ningún lado.

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