lunes 2 de abril de 2007
Manuel de Prada
Perversiones cinéfilas
Una de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan me pregunta entre divertida y escandalizada cómo es posible que concilie un gusto tan exigente (tan intransigente incluso) en materia cinematográfica con una confesa debilidad por el cine más cutrón, por los subgéneros más cochambrosos, por los directores más denodadamente chapuceros. «¿Cómo se puede amar a Mizoguchi o John Ford cuando al mismo tiempo se disfruta con los bodrios de Uwe Boll?», me pregunta mi muy perspicaz o malévola lectora, a quien no han pasado inadvertidos los ditirambos que hace algunos meses dediqué en esta misma tribuna a quien algunos consideran el Ed Wood contemporáneo. Sin pretenderlo acaso, esta lectora ha metido la mano en la llaga de mis más recónditas contradicciones; trataré de explicar ahora en unas pocas líneas (seguro que infructuosamente) la razón de esta curiosa variante de perversión cinéfila. Quien más y quien menos se ha sorprendido en alguna ocasión entretenido en algún pasatiempo que en teoría abomina; o seducido por una persona (en el terreno de las ideas, pero también en el terreno de la más estricta atracción carnal) que en modo alguno encaja entre sus preferencias, o que ni siquiera le cae simpática. Cuando tan inesperadas querencias trastornan nuestras rutinas, solemos rehuirlas con perplejidad o extrañeza; o, en todo caso, sucumbimos a ellas como quien paladea por primera y única vez en su vida una fruta exótica cuyo sabor intuimos que nos desagradará. Algunos probamos esa fruta exótica y comprobamos, en efecto, que su sabor es tan disuasorio como su aspecto magullado; pero en lugar de conformarnos con haber satisfecho nuestra curiosidad, volvemos a probar la fruta de marras una y otra vez, hasta que nos acostumbramos a su sabor desabrido, hasta que ese desabrimiento logra convertirse en la forma más secreta y voluptuosa de dulzura. Nuestra recién adquirida debilidad por esa fruta exótica no nos hace renegar, sin embargo, del sabor de naranjas y manzanas; más bien al contrario, nos ayuda a ponderarlo con más rendida delectación. Tan sólo hemos conseguido que nuestro paladar acepte sabores en apariencia antípodas. No negaré que en esta contradictoria predilección por el cine ‘de caspa y ensayo’ (según sublime acuñación del maestro Jess Frank) pueda subyacer una aberración de la sensibilidad. Suele ocurrir que los estetas, aquellos artistas que más han indagado el secreto de la belleza, que más han estudiado sus cánones y proporciones, acaben desarrollando un gusto enfermizo y obcecado hacia lo monstruoso, hacia lo que transgrede las convenciones del buen gusto, hacia lo deforme y lo purulento. Pero más bien prefiero pensar que en esta perversión cinéfila (que, en ciertos momentos de éxtasis o embobamiento, puede incluso degenerar en friquismo desmelenado) concurre cierta visión subversiva del arte, o cierto afán por conocer más profundamente los límites del propio arte. Siempre he pensado que la necesidad actúa sobre el artista como un acicate de su ingenio; esta máxima, aplicada a la creación cinematográfica, me ha llevado a explorar los recursos que los maestros han utilizado en circunstancias de penuria, cuando se veían obligados a rodar en muy pocos días o con un presupuesto ínfimo que apenas cubría los cafés. Una vez colmada esta curiosidad, se apoderó de mí otra mucho más morbosa o retorcida: puesto que ya sabía lo que los maestros habían hecho ante situaciones peliagudas, me faltaba examinar lo que los antimaestros habían probado en parecidas o aún más extremas circunstancias. Y así descubrí la fascinación hipnótica, arrebatadora, entre onírica y lisérgica, que puede proporcionar una película cutre si se mira con los ojos del asombro, con los ojos de un espeleólogo que se adentra en aguas abisales, allá donde le aguardan faunas nunca catalogadas, tal vez convalecientes de algún escape atómico que introdujo indescifrables alteraciones genéticas en su organismo. Al principio, la contemplación de estas aberraciones fílmicas puede causar aprensión y desasosiego; pero, una vez admitidas las infracciones de las convenciones fílmicas al uso, uno puede disfrutar de ellas como el espeleólogo disfrutaría de un repentino arrecife de coral (mutante, por supuesto). Les advierto que, una vez que nos hemos adentrado en las aguas de la perversión cinéfila, el deseo de volvernos a zambullir puede convertirse en insoportable síndrome de abstinencia, a poco que nos resistamos. Y es que hay vicios que enganchan más que la heroína.
domingo, abril 01, 2007
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