domingo, abril 01, 2007

Carlos Herrera, La violinista del Floridita

lunes 2 de abril de 2007

Carlos Herrera

La violinista del Floridita

Mi memoria la viste siempre de crema y blanco. Hace más de un mes que no la veo y, sin embargo, la oigo todos los días. Es un junco remoreno sujeto a un viejo violín de madera al que, retorciéndolo, le consigue todos los aromas de la isla. Acompañada de su hermano y dos músicos más, Elisabet Corrales se deja caer tres o cuatro veces por semana por el Floridita, allá en la esquina de Obispo y Monserrate, y repasa con su media voz de cobre viejo el cancionero popular que va de Pinar del Río hasta Santiago de Cuba. Sus ojos aparentan tener unos doscientos años de amaneceres agitados; su rostro es fronterizo, a lomos entre lo negro, lo blanco y lo moreno; sus manos afiladas son en sí mismas un violín con surcos; su sonreír es de aquellos que despunta lo verde e inunda de pájaros los huertos, y su voz, a cuyos andamios sigo subido, es, como ya digo, un tímido trueno solamente apuntado tras el balanceo del arco. Los que han descubierto el Floridita sin necesidad de Hemingway saben por sí solos que se encuentran en uno de los siete bares más famosos del mundo y, aunque no sepan el nombre de los otros seis, saben que están en el lugar adecuado, en el que pasaron cosas, en el que bebieron los más borrachos artistas, las más bellas prostitutas, las actrices más legendarias y, por supuesto, el sarampión Hemingway, como lo define Senel Paz, algo que tienes que pasar en algún momento de tu vida. Senel, escritor y guionista de Fresa y chocolate, cuenta que en ese momento de sarampión sólo quieres leer y saber y hablar de Hemingway e ir al Floridita y a Cojímar y escribir por la técnica del iceberg, ésa según la cual él ponía un octavo de la historia y tú, los siete octavos restantes, aunque el que cobrara el total de los derechos de autor de los ocho octavos fuese él. Elisabet toca el violín para el turismo de mochila y bermudas que, mayormente, abarrota ese mismo local que se abrió con la llegada del hielo a La Habana y en el que Miguel Boadas servía cócteles a principios de siglo pasado, antes de viajar a Barcelona y fundar en Las Ramblas la mítica coctelería que lleva su nombre. Ella es capaz de hacerte sentir la mano de Yolanda, tu mano, o de que te preguntes seriamente intrigado de dónde son los cantantes, si son de la loma y cantan el llano, o que lamentes que te haya dejado en el abandono y sufras la inmensa pena de su extravío. Es capaz de transmitirte al cuerpo el temblor de sus cuerdas breves, pero bravas, y de despertar para bien del daiquiri los cuchillos dormidos del paladar. Uno quisiera hamacarse en el cobijo de un recodo del comedor y hacerse estatua que todo lo oye y codearse con los espíritus de Errol Flyn, de Spencer Tracy, de Rocky Marciano, de Dominguín, de Ava Gardner, de Tennessee Williams, que aún bailotean y beben al fondo del local, ajenos a su propia despedida última. Elisabet y sus tres acompañantes, resguardados tras la sonrisa caliente de las Antillas, se hacen llamar Los Cuatro Hermanos y andan trasteando una grabación que poder vender en esas actuaciones en las que consiguen que los bebedores ocasionales de hielo picado, ron blanco y azúcar olviden el peso histórico del local y les presten atención desde cualquier ángulo en el que se hayan sentado a fotografiarse. Ella se graduó en el conservatorio correspondiente y podría tocar en la sinfónica de turno, pero en el reparto planificado del trabajo de aquella maravilla de sistema le toca entretener a los visitantes acompañada de otros tres músicos magníficos; no de granja, no de escuela, pero magníficos. Me acuerdo ahora de Rafaela Chacón Nardi, monumental poetisa cubana, cuando escribió su Poema a Cuba desde lejos, y siento la tentación de ponerle música de violín, la más solitaria, la más melancólica: «Mi corazón te ciñe de amor cada mañana, patria de las espumas, tierra pequeña y tibia». Si la ven, denle recuerdos.

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