martes 3 de abril de 2007
IBEROAMÉRICA
Tropezar mil veces con la misma piedra
Por Carlos Alberto Montaner
América Latina retorna al pasado. Vuelve al Estado-empresario, que tanta felicidad causa a los políticos demagogos y tanto despilfarro y atraso trae a los pueblos. Quien inauguró esta tendencia retro fue el argentino Néstor Kirchner, pero luego lo siguieron con entusiasmo el boliviano Evo Morales y el venezolano Hugo Chávez. No sé qué hará Daniel Ortega: ha asumido el poder en Nicaragua con un grado tal de debilidad, que tal vez tenga las manos atadas, al menos durante cierto tiempo.
La idea central que subyace al Estado-empresario es muy simple y está al alcance de cualquier formación política, sea o no socialista: supuestamente, existen algunas actividades "estratégicas" de primer orden que son demasiado importantes para dejarlas en las manos de empresarios codiciosos, incapaces de velar por el bien común. Es el caso de la electricidad, las comunicaciones, el suministro de agua, la extracción y comercialización de combustibles como el petróleo y el gas, el transporte (terrestre, aéreo y marítimo) de personas y mercancías... En algunos países, como la muy democrática Costa Rica, se pensó durante mucho tiempo que la banca y los seguros también debían quedar en el ámbito del sector público. Posteriormente se corrigió ese innecesario disparate.
La primera alarma racional que despierta esta nueva ola estatizadora tiene que ver con el concepto de "actividad estratégica". Si por ello se entiende todo lo que es vital para la supervivencia de las personas, ¿por qué no estatizar cuanto tiene que ver con la producción y venta de alimentos, medicinas y ropas, elementos imprescindibles para mantener vivo al ser humano? ¿Qué puede haber más "estratégico" que las viviendas, en las que nos protegemos de las inclemencias del tiempo? En ese caso, ¿por qué no dejar también en manos del Estado la fabricación y el mantenimiento de nuestras casas?
Menudo error. Durante muchas décadas los latinoamericanos comprobaron hasta la desesperación el desastre de los Estados-empresario. En la Argentina estatista de Perón y sus sucesores, hasta finales de los años 80 resultaba más fácil adquirir un gato con dos cabezas que una línea telefónica: a veces tardaban diez años en concederla.
Las empresas estatales, en todas partes, eran sumamente corruptas, operaban con gran torpeza, se atrasaban en el terreno tecnológico, estaban repletas de trabajadores innecesarios empleados por razones políticas, sin atender a méritos personales, y arrojaban pérdidas que debían ser afrontadas mediante asignaciones especiales del presupuesto general de la nación. Eran, simplemente, negocios ruinosos y absurdos que enfurecían a clientes y usuarios mientras empobrecían progresivamente al conjunto de la población.
¿Por qué fracasaban las empresas estatales? Primero, porque se dirigían con criterios políticos clientelistas, no por métodos gerenciales racionales. Segundo, porque los precios se fijaban por razones electorales y no en función de los costos. Tercero, porque el Estado suprimía la competencia, y con ella cualquier estímulo dirigido a mejorar la calidad de los bienes y servicios ofertados. Es verdad que los empresarios defienden sus intereses a capa y espada, pero en un mercado abierto y competitivo eso quiere decir que deben empeñarse incesantemente en producir mejores cosas y proponerlas a precios decrecientes, como se comprueba, por ejemplo, en el mundo de la comunicación: donde la competencia es libre, los costos de los teléfonos y de las tarifas son cada día más baratos.
Europa (donde surgió y se afianzó la tendencia estatista del siglo XX, acaudillada por Inglaterra, y otra más antigua, francesa, del siglo XVII, impuesta por Jean-Baptiste Colbert, el padre del mercantilismo) aprendió su lección hace años, y hoy uno de los requisitos para formar parte de la UE, o para mantenerse en ella, es privatizar las empresas públicas y alentar la competencia y el mercado, porque ya nadie tiene la menor duda de que el Estado-empresario es el camino más directo para empobrecer a los pueblos, retrasar su desarrollo tecnológico, corromper aún más al estamento político y envilecer las relaciones entre los electores y los partidos.
¿Por qué América Latina no es capaz de aprender de sus errores? La respuesta es muy descorazonadora. La vieja definición del idiota nos describe a alguien que repite veinte veces el mismo experimento con la esperanza de que alguna vez los resultados sean diferentes. Dentro de poco, junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa, trataré de explicarlo en un libro titulado El regreso del idiota. ¿Servirá para algo? Ojalá.
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