viernes, febrero 09, 2007

Julia Escobar, El hombre que no quiso callar

Nº 16 - EN EL CENTENARIO DE GEORGE ORWELL
El hombre que no quiso callar
Por Julia Escobar
“Infiernos hay en la memoria
si no los hay en la conciencia"
(Rosalía de Castro: Follas Novas.)

Orwell era inglés, tan inglés que nació en la India. Como es sabido, la India ha tenido una importancia decisiva para los ingleses, incluso para los que sólo han nacido en Inglaterra. Pero aunque no se pueda decir que la India haya sido una civilización que “conquistó al conquistador”, como ocurriera con Grecia bajo Roma, es bien cierto que supo turbar a sus captores. Prueba de ello la numerosa y casi siempre excelente literatura que les ha inspirado. A la mente de todos viene, como es natural, y en primerísimo lugar, Kipling. Pero no sólo existe esta versión heroica de la India y del Imperio, también está la nada kipliniana realidad hindú que nos dibujó Forster en su “Viaje a la India”. (Creo que es precisamente en esta novela donde Forster desarrolla la orwelliana teoría de que los blancos en realidad no son blancos sino grises, colorados, etc., que tanto escandalizó y molestó a sus contemporáneos –blancos–.) Y, por supuesto, la antikipliniana que nos transmite Orwell en su primera novela Burmese Days, titulada en su versión española La Marca –avatares de la traducción–, todo porque el protagonista de la historia, entre otras desgracias adquiridas, padece la congénita de un antojo, origen de mil amargas frustraciones, que le marcan la cara y el alma[1] Cuando Orwell escribía esta novela, todavía era Eric Blair, el vástago de una familia no rica (hecho éste de la mayor importancia), de una familia de la baja alta clase media[2], de esa clase que, al no poder vivir en Inglaterra de acuerdo con la educación que había recibido, encontraba fácil satisfacción a esa disparidad en la situación privilegiada de funcionario del Imperio. Orwell ha analizado hasta la saciedad la complejidad psicológica de esta simulación social así como sus implicaciones en la formación del carácter nacional inglés. Muy pronto fue Orwell víctima de su clase al ser enviado, como becario, a una public school, uno de esos establecimientos privados que por una trampa sutil del lenguaje se llaman en Inglaterra públicos. Obtuvo una beca en el celebérrimo Eton, donde recibió “un baño tibio de esnobismo”, según sus propias palabras. La experiencia, sobre todo la de la escuela preparatoria, no pudo ser más traumática y la reflejó en numerosos artículos y novelas. Hasta tal punto le persiguieron esos fantasmas de la infancia, que intentó quitárselos de encima objetivando sus experiencias, esto es, escribiéndolos. En 1952 publicó en Partisan Review, un artículo escrito en 1947 y titulado con sorna no exenta de melancolía, “Así fueron aquellas alegrías”. A la luz arrojada por la lectura de este artículo así como por las alusiones contenidas en Venciste, Rosemary (título de la versión española de Keep the Aspidistra Flying, novela de un realismo a ultranza y, en general, poco satisfactoria) y teniendo en cuenta que Orwell murió en 1950, se puede decir sin temor a equivocarse que no consiguió quitárselos de encima con demasiado éxito. Aquellas alegrías fueron terribles, alegrías sombrías de niño desdichado y apabullado en un mundo hecho por y para «ellos», «los ejércitos de la Ley inalterable» (más adelante, Orwell, al ocuparse de la conciencia social de los obreros, destaca la tendencia de estos últimos a atribuir todos los males que padecen a unos “ellos”, vagos, imprecisos, difíciles de localizar, pero flexibles). Cito a Orwell pues pienso que vale la pena “... los maestros de escuela con sus varas, los millonarios con sus castillos en Escocia, los atletas de pelo rizado, ésos eran los ejércitos de la Ley inalterable... y según esa ley yo estaba condenado, no tenía dinero, era débil, feo impopular, padecía de tos crónica, olía mal...”. La descripción me parece tan atinada que cualquiera que no sea “ellos” los habrá reconocido inmediatamente. Hasta qué punto él nunca olvidó lo demuestra la afirmación que hace en ese mismo texto (Así fueron aquellas alegrías) de que hasta los treinta años nunca pudo hacer nada sin pensar que estaba abocado al fracaso (aquí se equivocó) y de que sólo podía pensar en vivir unos pocos años más (aquí desgraciadamente acertó). Orwell, con este ensayo, que no es precisamente un folleto propagandístico del tipo de “Eduque a sus hijos a la inglesa en un colegio inglés”, levantó las ampollas que era de esperar entre sus ex-maestros y sus ex-condiscípulos, los cuales, o bien habían conseguido olvidar sin mayores problemas (cosa que suele ser lo más frecuente) o bien se habían convertido irremisiblemente en “ellos”, si es que no lo habían sido siempre. Bernard Crick ha publicado muy recientemente una biografia de Orwell, extensa, documentada y tan honesta como su biografiado[3]. En ella se detiene bastante en este periodo. Posiblemente, al no haber sabido superar aquellas alegrías, estuvo Orwell siempre tan sensibilizado para captar cualquier destello de autoritarismo, y para detectar la bota ahí donde todavía no hay sino una zapatilla.

Pero su experiencia escolar no se consume aquí, le sirve también para analizar, con un procedimiento ingenioso y ligero que haría palidecer de envidia a más de un moderno estudioso del “comic” y de la novela rosa, las publicaciones semanales (o mensuales), las revistas, en una palabra, infantiles y juveniles. Toda la moral de la public school está ahí condensada. Con esas historietas triviales, espantosamente mal escritas, se deleitan miles de niños y de jóvenes —incluso bastante adultos— viviendo experiencias ajenas, pues la mayoría de los lectores no han ido, ni podrán ir nunca, a ninguna public school, que les hacen añorar y venerar unas “viejas paredes grises” en las que nunca estuvieron encerrados y que, entre otras deformaciones, fomentan la tan internacional, a fuer de patriótica, de la xenofobia. Creo que resultará divertido transcribir la opinión que, según Orwell, se saca de la lectura de estas páginas sobre los extranjeros: “Francés: es excitable, usa barba, gesticula desaforadamente. Español, mexicano, etc.: siniestro, traicionero. Árabe, afgano, etc.: siniestro, traicionero. Italiano: excitable, da vueltas a un organillo o lleva estilete. Sueco, danés, etc.: bondadoso, estúpido. Negro: cómico, muy fiel. Chino: siniestro, traicionero. Usa coleta.”. Flaubert las habría encontrado irreprochables y dignas de figurar en letras de oro en su “Diccionario de lugares comunes” donde él había consignado cosas similares. En particular, la del chino le hubiera hecho estremecerse de pura delicia.

Por supuesto, la ideología que sustentan estas publicaciones baratas y sin pretensiones literarias de ninguna clase, es de derechas. Pero ¿qué nos depararía la ideología de izquierdas si quisiera hacer semanarios para jóvenes y en general literatura popular, es decir, barata y sin pretensiones literarias de ninguna clase? Orwell no se llama a engaño —nunca lo hizo— y se teme lo peor: no sabrán hacerlo, caerán en el panfleto vil, tendencioso y aburrido. Y aquí se abre otra constante en el pensamiento de Orwell: la razón por la cual las izquierdas carecen del talento y del atractivo suficientes para llegar precisamente a aquellos a quienes se supone que se dirigen (esto lo escribe en 1939 y menciona el intento de los revolucionarios españoles de crear una literatura popular sentimentalmente de izquierdas, pero lamenta no haber tenido tiempo ni ocasión de analizarla) y su incapacidad para transmitir nada que no sea una aburrida lección teórica que además sólo pueden comprender los ya iniciados. Cito nuevamente y del mismo artículo que lo anterior:

“¡Es tan horriblemente fácil imaginar qué y cómo sería una revista juvenil de izquierdas, si existiera! Recuerdo que en 1920 o 1921 alguna persona optimista repartía folletos comunistas entre un grupo de estudiantes de las public schools. El folleto que yo recibí era del tipo de preguntas y respuestas:
P.: ¿ Un joven comunista puede ser boy scout. camarada?
R.: No, camarada.
P.: ¿Por qué, camarada?
R.: Porque un boy scout debe cuadrarse ante la bandera, camarada, que es el símbolo de la tiranía y de la opresión, etc., etc...
...Tal revista consistiría inevitablemente en una monótona exaltación o estaría bajo la influencia comunista y entregada a la adulación de la Rusia soviética. En ninguno de los dos casos un muchacho normal la miraría siquiera.”

Leyendo este artículo y otro más dedicado a las postales populares, tan chabacanas y entrañables, verdadera expresión del inconsciente colectivo,piensa uno con verdadera pena en los agudos comentarios que le habrían sugerido los anuncios de nuestra era actual, de no haber muerto prematuramente. (Recuérdese que Orwell nació en 1903, y que podía estar ahora en vida; Forster, que nació a finales de la década de los setenta –del siglo anterior, claro–, murió en 1970). Dice Orwell de estas postales “que hablan en nombre de un rincón del corazón humano que fácilmente podría manifestarse en formas peores, y yo, por lo menos, lamentaría verlas desaparecer.”

Al salir de Eton y al no poder tan siquiera pensar en conseguir una beca para Cambridge, opta por la “carrera” colonial y se va a Birmania de... policía. ¿Qué hace ese muchacho desgarbado y acomplejado, hipersensible y enfermizo en la policía? No hace al caso aquí analizar los motivos (Bemard Crick, en su biografía, se refiere extensamente a ellos), pero sí es interesante leer lo que Orwell tiene que decirnos sobre el asunto: porque a la escuela, le llevaron; pero a Birmania, y de policía, fue él solito. Orwell, por supuesto, no puede con su culpa. Y una vez más tiene que recurrir a la escritura para expiarla. En Burmese Days, en numerosos artículos, en El Camino de Wigan Pier, etc., no pierde ocasión de explicarse. Una vez más, Orwell dice lo que piensa, sin tapujos y no teme mostrarse a sí mismo como exponente de la parte más siniestra y menos lucida del imperio británico. Según Orwell, cualquier europeo, incluso el menos honrado, que viva en las colonias, tiene la oscura y en muchos casos clara conciencia de haber estado haciendo algo sucio, algo vil e indefendible, excepto quizás los médicos; ingenieros y especialistas de ese género, y eso por la naturaleza de su función. En Burmese Days, novela más que decentemente construida, cuyo ritmo no decae en ningún momento y que cumple perfectamente su cometido expiatorio, Orwell nos transmite la admiración, la fascinación y la extrañeza que producen las otras razas, así como su idea —sobre la que volverá en más de una ocasión— de que la blanca es la raza físicamente más fea y con la vejez más ingrata de todas las razas del mundo. El personaje es él mismo disfrazado de hombre de negocios y, al mismo tiempo, son también todos esos ingleses “condenados” a sostener ese Imperio sobre el que a su vez se sostiene “Inglaterra, tu Inglaterra”. También fueron fruto de esos días birmanos dos espléndidos artículos, los primeros que publicó en su vida, El ahorcado y Matar a un elefante.

Pero ¿qué hace la izquierda ante la flagrante injusticia que supone el imperialismo?, se pregunta Orwell; y él mismo contesta: “En un país imperialista (y próspero), la política de izquierdas es siempre parte de un camelo. La mayoría de los políticos y periodistas de izquierdas es gente que se gana la vida pidiendo algo que en realidad no desea.” Una vez más se plantea ese dilema cien por ciento orwelliano de la cuestionable honestidad y de la escasa credibilidad de la izquierda. Finalmente, en El camino de Wigan Pier y en alguna otra ocasión, narra un episodio que le resultó especialmente humillante, aquel en el que un para él despreciable pastor protestante le hizo ver hasta qué punto era detestable la función que el propio Eric desempeñaba. Su pertenencia a “los ejércitos de la Ley inalterable” dura cinco años, al cabo de los cuales vuelve a Europa donde inicia una nueva y sorpresiva etapa: se hace mendigo, se hace pobre.

II
“Justo hay que perece por su justicia y hay impío que por su maldad alarga sus días. No seas
demasiado justo ni seas sabio en exceso: ¿por qué habrías de destruirte?”
(Eclesiastés, VII, 15, 16.)
Desde muy pronto había sentido Orwell la necesidad de escribir. En el famoso artículo Por qué escribo, expone detalladamente sus razones. En resumen son las siguientes: En primer lugar, el egoísmo agudo —y esto lo hace extensivo a todos los escritores, amén de artistas, políticos, hombres de negocio y exhibicionistas de toda clase—. El común de los mortales, dice Orwell, deja de lado toda ambición personal más o menos a los treinta años, mientras que unos pocos, entre los que se encuentran los escritores, están decididos a llevarla hasta el final de sus vidas. En segundo lugar, el entusiasmo estético, el deseo de compartir con los demás una experiencia que uno supone valiosa y que teme que pudiera perderse. En tercer lugar, el impulso histórico, el deseo de ver las cosas tal como son y transmitirlo a la posteridad; y, por último —y esto por supuesto es especialmente válido en su caso—, el propósito político, el deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que habría que conseguir. Lo sintetiza todo afirmando que “cada línea seria que he escrito desde 1936 ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático tal como yo lo entiendo”, y que “cuando me ha faltado una intención política es cuando invariablemente he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos brillantes, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías”. Esto lo escribió en el año 1946, cuando ya sabía definitivamente lo que se hacía, cuando ya había escrito Rebelión en la Granja y estaba empezando a pensar en lo que después sería 1984.

Efectivamente, es muy difícil separar en Orwell al escritor político del escritor literario. Es además algo a lo que él se habría opuesto tajantemente. Toda su obra, la literaria y la que no lo es, demuestra sobradamente su pretensión de hacer política por medio de la escritura. Sus novelas, todas ellas sin excepción, incluso aquellas en las que escribió "frases sin sentido", intentan reflejar una opinión política, o al menos una preocupación de índole social —casi siempre de carácter reformista—. Por supuesto que ni en la ética ni en la estética puede verse en ello ni el menor asomo de lo que conocemos como "realismo socialista". Al mismo tiempo no hay escrito suyo, ensayo, crítica literaria o novela que escape a esa obsesión por liberarse de sus fantasmas personales a la que me he referido anteriormente, obsesión que sin duda —y este podría ser un cuarto argumento de por qué se escribe— comparte con numerosos escritores.

Sus artículos de crítica literaria, llenos de agudeza, de sentido común y de sentido del humor, se caracterizan por una enorme libertad de espíritu, una independencia de criterio poco común y una asombrosa y fecunda capacidad para la digresión y pormenorización de aspectos aparentemente triviales o secundarios. Orwell, con entera naturalidad, sacó a la crítica literaria del esclerotizado reducto de la crítica convencional, de tipo universitario, y la convirtió en algo vivo, fundamentado en la inteligencia de la lectura personal y no en la transmisión teórica de una serie de datos mejor o peor sistematizados. Pero tampoco se deja obnubilar por sus opiniones políticas (que son de izquierdas, por supuesto, en contra de lo que alguna gente pretende o desea), no le ciegan la pasión ni la devoción y admite la inteligencia y el talento ahí donde estos lucen. Y, aunque en su caso literatura y creencias políticas vayan a la par, admite perfectamente que esto no les suceda a los demás, y ello sin merma alguna de su calidad literaria. No duda, por lo tanto, en admirar a Miller a pesar de que escribe "dentro de la ballena", ni en defender a Pound, aunque considere su postura política execrable. Al analizar el caso de Dalí, califica de papanatas a los que, porque le encuentran una persona moralmente indigna, le niegan cualquier mérito a su pintura, así como a los que admiran al artista pero conceden al hombre lo que Orwell llama un "privilegio de clerecía" que le exime de las normas éticas más elementales y que le permite (Dalí cuenta esto en su autobiografía) patear la cabeza de su hermanita con delectación y empujar a sus amiguitos por los puentes colgantes. Dalí —concluye Orwell— es un personaje deleznable, un trepa y un exhibicionista de la peor especie y además (no pero) es un excelente dibujante "que tiene cincuenta veces más talento que la mayoría de los que censurarían su ética y se mofarían de sus pinturas". El hecho de que Yeats sea un reaccionario de tomo y lomo y de que incluso haya dado expresión formal a su ideología no le impide ser un gran poeta. Orwell prefiere mil veces al escritor de derechas dispuesto a defender sus convicciones —por muy antipopulares que éstas sean—, que al hipócrita izquierdista que, en aras de una convención o moda intelectual, dice sí a lo que está negando con su propia vida. Y a Kipling, que para Orwell es el máximo exponente del pensamiento reaccionario, no habrá por ello que relegarle a las tinieblas exteriores (al parecer, en la época de Orwell era de mal tono entre los intelectuales apreciar a Kipling, si se exceptúa la postura de Eliot y de Auden). Si Kipling es popular, es porque habla de cosas como el patriotismo, el heroísmo, la misión civilizadora del hombre blanco y otro tipo de cosas que están enormemente arraigadas en la gente y que la izquierda siempre ha denostado sin proponer nada a cambio o bien haciendo algo peor, transfiriendo su carga emotiva a... la Unión Soviética. Orwell denuncia a esas personas que se ríen del "heroico soldado británico" pero tiemblan de emoción al oír hablar de los valientes bolcheviques. Si el sentido del honor está mal, razona Orwell —y esto es de primer curso de sentido común—, si "morir por la patria" es una necedad, tendría que serlo en todas las latitudes del mundo. Es decir, tampoco tiene por qué haber países con privilegio de clerecía. Kipling, argumenta Orwell, representará políticamente lo que sea, pero su éxito y el impacto de su obra son evidentes, no sólo en los ámbitos "populares". Apunta Orwell que Kipling ha sido el único escritor inglés que ha incorporado frases de uso común a la lengua hablada: "Oriente es Oriente y Occidente es Occidente", "La hembra de la especie es más peligrosa que el macho", son ya frases hechas que nadie sabe de dónde proceden. Para referirse a la obra poética de Kipling, Orwell ha acuñado la expresión "buen mal poeta". Kipling, es un buen mal poeta, un versificador popular que a pesar de ello puede gustar muchísimo a gente de gustos refinados. Eliot, Auden y otros intelectuales, de gusto irreprochable, lo han ensalzado y promocionado. Para Orwell, que haya una buena mala poesía y que ésta guste a poetas de esa clase exquisita y sofisticada es una coincidencia emotiva del intelectual con el hombre ordinario. Pero ¿qué quiere decir Orwell con eso de buena mala poesía? Ahí va la definición: "Un buen mal poema es un grácil monumento a lo evidente. Recoge, de forma memorable —pues el verso es un recurso mnemotécnico entre otras cosas— alguna emoción que casi todos los seres humanos pueden compartir." Hay que reconocer que, independientemente del juicio que a cada cual le merezca esta valoración estética de la obra poética de Kipling, la definición es irreprochable y en la mente de todos habrán surgido una nutrida colección de buenos malos poetas, incluso de excelentes pésimos poetas. Pero he llevado esta digresión demasiado lejos y he dejado a Orwell —ya en Europa— convertido de policía en mendigo, es decir, justo del otro lado de la barrera.

A Orwell no hay parcela de la actividad humana que le sea indiferente, que le resulte ajena, o por la que no se sienta aludido, incluso aquellas que podrían considerarse más alejadas de su universo inmediato. La injusticia que él había ayudado a perpetrar (el imperialismo), le llevó a creer (según cuenta en esa especie de confesión casi roussoniana que es toda su obra, en especial en El camino de Wigan Pier,) "que los oprimidos siempre tienen razón y los opresores nunca, errónea teoría que no es sino el resultado de ser uno mismo opresor... Quería abandonar mi posición, descender hasta lo más bajo de la escala social y ponerme al nivel de los oprimidos”. Como se puede ver, de nuevo expiando culpas. Orwell vive sus experiencias con la escrupulosidad de un sacerdocio, con la meticulosidad de un rito iniciático. Por supuesto que él mismo es consciente de lo “falso” de su postura. Sabe perfectamente que su situación económica (y mucho menos la social), aunque precaria, no le permitiría nunca caer en la mendicidad. Sabe muy bien que lo único que puede hacer a ese respecto es “meterse” a mendigo, meterse a pobre. Pero como está decidido a ver la pobreza desde dentro, no se le ocurre otra forma para conseguirlo que padecerla. Más tarde, cuando decida conocer a la clase obrera, atemperada ya su vena romántica y atenuado su complejo de culpabilidad, no intentará hacerse minero, sino que se limitará a visitarlos, compartiendo con ellos habitación y comida, pero no trabajo, y luego, cuando quiera saber lo que ocurre realmente en España, indignado por la estúpida reacción de la derecha inglesa, no se conformará con creer a pies juntillas lo que le digan las izquierdas, sino que irá y se meterá de hoz y coz en esa guerra.

Tiene algo de santo este Orwell, algo de eso que él mismo detectaba en Tolstoi y en Gandhi “a los santos siempre se les debería considerar culpables hasta probar que son inocentes”, dice refiriéndose a Gandhi. En el extenso artículo donde analiza la postura de Tolstoi ante Shakespeare, postura de rechazo absoluto, concretamente ante el Rey Lear, concluye que si Tolstoi no puede soportar al Rey Lear es porque Shakespeare ha puesto el dedo en la llaga del propio Tolstoi. Lear es la renuncia ¿y acaso no ha renunciado Tolstoi a todo? Orwell, a su manera, también renuncia. Renuncia a las prerrogativas de su clase aunque para ello tenga que disfrazarse. Al analizar este proceso que le llevó a hacer todo esto, Orwell no oculta que entre otras cosas lo hizo para quitarse determinados fantasmas de encima (una vez más) y cumplir así una especie de penitencia, de castigo. La facilidad con la que fue aceptado su disfraz —él que pensaba que su muy elitista acento le traicionaría inmediatamente— le hizo reflexionar sobre la frágil corteza de las convenciones sociales, y luego, al contrastar individuos, comprobar que la clase media caída es más patética que ninguna otra. Empieza a dibujársele el drama de esa clase media que no puede —aunque quiera— ser clase alta, pero no quiere, aunque pueda, ser clase obrera. El resultado de esta experiencia, algo ingenua y muy romántica, es un libro sorprendente y ameno, pero nada ingenuo ni romántico: Down and Out in Paris and London (Sin blanca en París y Londres, en la versión española). Se da la circunstancia de que T. S. Eliot rechazó la publicación del libro cuando era lector de la editorial Faber. Fue también la primera ocasión en la que Orwell se llamó Orwell, al parecer porque no se sentía lo suficientemente satisfecho de sus resultados. La visión que ofrece el libro de ese submundo, mejor dicho, trasmundo, no es ni mitificadora ni poética ni mucho menos “maldita”. Es una aproximación llena de buenas intenciones aunque no exenta de prejuicios “al revés”, pero precisamente uno de los objetivos de tal aproximación consistía en desenmascarar esos prejuicios, en encontrarles una explicación racional lo más satisfactoria posible. Orwell comprueba —más en los demás que en sí mismo, pues en definitiva sabe que él saldrá de ese agujero— varias cosas: que la pobreza es una trampa mortal en la que se puede caer pero de la que difícilmente se puede salir, pues, como el gusano, se alimenta de su propia podredumbre y que su efecto es tan devastador e infecundo que impide pensar más allá de la próxima rebanada de pan o del próximo asilo, condenando a quien la padece a la sordidez, a la soledad y a la marginación a perpetuidad. En su vagabundeo por Londres pasa las noches en los asilos peor reputados, duerme en los bancos más destartalados y conoce a toda una galería de personajes que resultan bastante menos apasionantes de lo que las novelas de Mark Twain pueden dar a entender. En París, donde no está de vagabundo sino —aunque esto no queda muy claro— de joven aprendiz de escritor "sin blanca", trabaja en los hoteles donde más explotan a los extranjeros y vive en las casas de huéspedes más sucias, con más pulgas y con menos cuartos de baño de todo el continente. Pero, aunque su inquietud social no sólo no se ha mitigado sino que ha sido todavía más espoleada, algo ha sacado en limpio: siempre recogerá los folletos que la gente reparte por la calle, siempre dará limosna a quien se la pida, nunca se apuntará al Ejército de Salvación y nunca, jamás, comerá en un restaurante de lujo.

Está claro que Orwell se ha propuesto ver el mundo desde dentro de las cosas, del lado de acá de las cosas, dispuesto a eludir espejismos y abstracciones excesivamente teóricas. Por supuesto, él también teoriza, pero no lo hace sistemáticamente, por eso quizás haya elegido el género narrativo, novela incluida, el ensayo corto, la crítica literaria, siempre menos discursivos, para dar rienda suelta a sus opiniones. Orwell se pone "de parte de las cosas", pero sabe que para describir su proceso hay que distanciarse de ellas y no creer demasiado en el testimonio de los sentidos. Orwell no sigue ninguna escuela, ni la tiene, tampoco sigue ni elabora ningún sistema filosófico ni político ni moral, y sin embargo, "a su manera", al socaire de sus lecturas y de sus experiencias, hace filosofía, hace política y hace moral. Sus libros no son sólo una sucesión de argumentos brillantes, tienen una intencionalidad evidente, aunque no siempre se manifieste de manera rigurosa. Orwell escribió un largo ensayo sobre Dickens, a quien leyó hasta el cansancio, y señaló el hecho de que a Dickens le interesaban más los individuos que las situaciones. Admiraba en él su capacidad para crear personajes paradigmáticos, así como su talento para lo que Orwell llama "el detalle superfluo”. En estos tipos a los que cualquiera y con los que cualquiera puede identificarse, reposa, según Orwell, la enorme popularidad de Dickens que es leído sin distinción de clases sociales, pero le llama la atención que las circunstancias que rodean a estos personajes, y las situaciones por las que pasan, las describe el famoso novelista como si de paisajes vistos desde un tren, o mejor dicho una diligencia, se tratara. Es lógico que esto le sorprenda, pues con él ocurre precisamente lo contrario y en sus obras prevalecen las situaciones sobre los individuos. Al pensar en Dickens pensamos inmediatamente —tal como él nos lo ha descrito— en el huérfano, el rentista, el filántropo, el criado gracioso, el prestamista, el usurero, etc., mientras que Orwell es la injusticia, el imperialismo, la clase media, la revolución, el antitotalitarismo.

Tras una corta experiencia como librero (véase su novela Venciste, Rosemary), se marcha durante algún tiempo a compartir su vida con los mineros del Norte. El resultado es otro libro, tan personal y curioso como todos los suyos: The Road to Wigan Pier (en la edición española, El camino de Wigan Pier). En ese camino que le ha llevado hasta Wigan hace un balance de tipo confesional de todas sus experiencias anteriores: trauma escolar, injusticia del imperialismo (aunque el reconocimiento de esa injusticia no le crea ilusiones desmedidas sobre los "indígenas"), la indigencia (tampoco idealiza demasiado a "los pobres"). Asiste a un mitin fascista y descubre dos cosas: primero, el poder corruptor del lenguaje; y segundo —y esto lo tratará en otros escritos—, que el fascismo no es ni los últimos estertores del capitalismo ni tampoco la vanguardia del capitalismo burgués, sino un movimiento revolucionario de masas, anticapitalista y antisocialista y en ello radica su peligrosidad. Pero en Wigan también descubre el socialismo. A partir de este momento, y con este libro, va a intentar encontrar una fórmula coherente —decente diría él— de la expresión del socialismo que no haga sonrojarse a las personas medianamente inteligentes. Este intento ya no le abandonará nunca. Lo desarrollará más extensamente en el famoso ensayo El león y el unicornio: el socialismo y el genio inglés, y también en otro dedicado a los más diversos temas (Dentro de la ballena, y A mi manera). Después, cuando en España descubra el totalitarismo de izquierdas, por obra y gracia de los comunistas, lo incorporará también a su escritura y se plasmará en 1984, en Rebelión en la Granja y, por supuesto, en Homenaje a Cataluña. Wigan Pier es muchas cosas, un estudio sociológico, un libro testimonio, una confesión personal y un primer intento de dar base teórica al socialismo inglés "tal como él lo entiende", alejándole de las extravagancias de toda índole a las que, entre otras cosas, atribuye parte de la impopularidad de los socialistas entre los trabajadores y sobre todo entre la clase media, que es donde Orwell cree que va a residir el verdadero triunfo del socialismo. Porque tiene miedo de que el fascismo triunfe (ya lo está haciendo en otros países europeos), analiza exhaustivamente los aspectos negativos, incluso ridículos, del socialismo. (Nada de vegetarianos, dice, esas personas a las que anima el despreciable deseo de vivir cinco años más.) Con los socialistas, dice Orwell, pasa como con los católicos: si respetaran la doctrina no habría ninguno. Un cuerpo doctrinario inflexible no conduce a nada más que a la permanente caza de brujas. La primera parte, en la que Orwell nos cuenta hasta el céntimo cómo viven los mineros, le da pie para hacer agudas y amenas observaciones sobre la comida. La cerveza, la mantequilla, el té, el pescado frito, han ayudado a configurar el carácter (y el físico, no demasiado bueno a juicio de Orwell) del pueblo inglés, casi tanto como los triunfos bélicos o la situación geográfica. Un pueblo es lo que come, dice Orwell, y se extraña de que se conmemore a poetas, hombres de estado y generales y se olviden de cocineros y agricultores, a quienes no se les erigen monumentos, si se exceptúa —señala Orwell— la estatua que el Emperador Carlos V levantó al descubridor del arenque ahumado, (por cierto ¿dónde estará?). Y entre los mayores desastres que le ha podido suceder al género humano está el funesto invento de las latas de carne en conserva. No se podría concebir la Gran Guerra sin ellas, dice Orwell, y alguna vez se comprobará que las latas de carne en conserva son más nocivas que la bomba atómica. Aprovecha para meterse con los utopistas tipo Wells —motivo en él recurrente— que creen que una vez que la máquina haya hecho inútil cualquier esfuerzo físico, sobrevivirán sin embargo las virtudes (físicas y morales) que de él (del esfuerzo) se derivan. Algo así como los que pretenden que haya Carnaval sin Cuaresma.

Pero ya estamos en 1937 y en España hace ya casi un año que ha estallado la guerra. Empujado por el inquietante entusiasmo de la mayoría de los órganos de expresión ingleses hacia la rebelión franquista, se marcha a España dispuesto a luchar contra el fascismo, cuya amenaza para el mundo entero ha comprendido desde el principio. Sus simpatías políticas van dirigidas al Partido Laborista Independiente, situado a la izquierda del Partido Laborista, y sus exigencias al respecto son las siguientes: que la vida de los que sustentan tal ideología coincida con sus principios, que respeten la libertad ajena y que digan la verdad.

III
«Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano»
(Schiller.)

Se inicia aquí una de las etapas más importantes para Orwell. Hay un antes y un después de España en su vida y en su obra. Después de España, nada volverá a ser lo mismo. La guerra civil española ha sido un revulsivo para las conciencias libres (piénsese en Koestler, entre otros). Para Orwell resultó definitiva. Le abrió los ojos a nuevos aspectos del totalitarismo y le convirtió también en un "pesimista a corto plazo" (frase que él acuñó para Koestler). Sus concepciones políticas van a verse encauzadas por otros derroteros, en especial su postura ante el comunismo (al que hasta entonces apenas había prestado atención) será de absoluto desprecio; lo despreció porque había degenerado en despotismo, porque había traicionado y manipulado la revolución y porque había desacreditado al socialismo democrático. Lo que más le aterra del totalitarismo "no es que cometa atrocidades, sino que ataca al concepto de verdad objetiva, se jacta de controlar tanto el pasado como el futuro" (A mi manera, escrito antes de 1984). Después de España, todo lo que escriba, ensayos, artículos de periódicos, novelas (Rebelión en la Granja, 1984), y, claro está. Homenaje a Cataluña, serán una respuesta al totalitarismo. Será su manera de combatirlo.

Cuando llega a Barcelona en 1937, con el sano propósito de luchar contra el fascismo, lo hace en las filas poumistas en vez de hacerlo, como era habitual entre los intelectuales de izquierdas, en las Brigadas Internacionales. Orwell se da cuenta de que no sólo se estaba luchando contra el fascismo sino que también se estaba produciendo una revolución. El desarrollo de los acontecimientos (los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona) le permite comprobar la gran mentira de la izquierda, de los intelectuales de izquierda, ante lo que estaba ocurriendo en España. y, en particular, la gran mentira del partido comunista, de cuyas siniestras maquinaciones para desprestigiar y aplastar la revolución que se estaba produciendo en Barcelona, y de cuya habilidad para manipular la verdad fue testigo y casi víctima. Orwell, después de ver cómo eran aniquilados física y moralmente los militantes del P.O. U .M. por la feroz represión comunista, tuvo que salir por pies. Ya fruto de su experiencia española han sido numerosos artículos, y uno de los más bellos, emocionantes y sinceros libros que se han escrito jamás sobre la guerra española, Homenaje a Cataluña. Lejos de la sensiblería de cartón piedra de Hemingway, de la pedantería de Malraux, Orwell vio y comprendió perfectamente la complejidad del drama que se estaba desarrollando ante sus ojos. Y como era ya costumbre en él, tampoco esta vez se calló, ni accedió a mentir en aras de ideales u objetivos más acuciantes como pretendía la propaganda izquierdista manejada por el partido comunista, sino que tornó su pluma y, comprometido hasta el final con la vida, contó y comentó exhaustivamente lo que había visto. Su testimonio resulta estremecedor, y, una vez más, tan por encima de toda sospecha, que molestó precisamente a los que tenía que molestar, a los comunistas y a los fascistas. No quiero extenderme sobre este tema, sólo decir que, en Barcelona, Víctor Alba le sirvió de guía y que en el libro de J. Coll y J. Pané: Josep Rovira, una vida al servicio de Cataluña y del Socialismo, Ariel, Barcelona, 1973, se cuenta que la censura franquista en la edición de Homenaje a Cataluña de 1970 tan sólo suprimió el pasaje en el que Orwell decía que Franco no había pretendido instaurar el fascismo sino el feudalismo y que no podía ser comparado a Hitler y Mussolini porque no pretendió hacer ninguna revolución sino que su aventura fue sólo una rebelión militar sostenida por la aristocracia y por el clero. A la censura franquista no le debió de gustar que se pusiera en tela de juicio su "pureza" ideológica.[4]

Orwell siempre fue fiel al Proverbio con el que encabeza su Homenaje a Cataluña y nunca respondió al necio de conformidad con su necedad para no acabar siendo igual de necio; por ello, al volver a Inglaterra tuvo serias dificultades para publicar su libro y sus artículos sobre España, debido a la conspiración del silencio pro comunista. Los intelectuales de izquierda, incluso los no comunistas, que ya eran de por sí bastante tontos, intensificaron hasta tal punto su tontería que empezaban a ser peligrosos. Cito a Orwell (en este caso una carta) para dar una idea de por dónde iba la cosa: "Lo más grotesco, lo que pocos de los que viven fuera de España pueden comprender, es que los comunistas están más a la derecha y tienen mucha más prisa que los propios liberales en expulsar a los revolucionarios y en acabar con cualquier idea revolucionaria". En un artículo, escrito en otoño de 1942 y titulado Mirando hacia atrás a la guerra civil española, Orwell escribe cosas en las que ya puede verse la génesis de Rebelión en la Granja y de 1984, hasta ese punto fue importante para él esa guerra. Cuenta que al comentar con Koestler que la historia se detuvo en 1936, "... ambos pensábamos en el totalitarismo en general pero más concretamente en la guerra civil española... Ya con anterioridad había yo notado que nunca se informa correctamente de acontecimiento alguno en un periódico, pero fue en España donde por primera vez vi informaciones periodísticas sin relación alguna con los hechos, ni siquiera la relación implícita en una mentira corriente... Vi tropas que habían luchado con valentía y no obstante se las llamó cobardes y traidoras, y otras que ni siquiera habían disparado un tiro y sin embargo quedaron ensalzadas como heroínas y vi periódicos de Londres recoger esas mentiras y anhelantes intelectuales levantando superestructuras emotivas sobre acontecimientos que nunca habían ocurrido. Vi, en realidad, historias escritas en función, no de lo sucedido, sino de lo que debería de haber ocurrido según varias "líneas de partido..."; y a su vez: "... La versión de la guerra (de los fascistas) era pura fantasía... La única propaganda que cabía a nazis y fascistas era presentarse como patriotas cristianos que salvaban a España de una dictadura rusa... lo cual implicaba dar por cierto que la vida en la España gubernamental era una prolongada matanza y también exagerar la escala de la intervención rusa... Estas cosas me dan miedo pues muchas veces tengo la impresión de que el concepto mismo de verdad objetiva está desapareciendo del mundo. Es probable que esas mentiras, o mentiras parecidas, pasen a la historia". Orwell se pregunta cómo se escribirá la historia de la guerra civil española en España y teme que en cualquiera de los dos casos, tanto si Franco sigue en el poder como si es derrotado en poco tiempo y se instala un gobierno democrático en un futuro próximo, nadie va a escribir una historia fidedigna de la guerra, pero, como de todos modos se escribirá alguna historia, la que se escriba será la versión aceptada universalmente. "... Así, que para fines prácticos la mentira se habrá convertido en verdad". Sigue teorizando sobre la desaparición de la verdad como valor objetivo y mantiene que el totalitarismo, del signo que sea, niega su existencia. "El objetivo implícito de esta manera de pensar es un mundo de pesadilla en el que el Conductor o alguna pandilla gobernante controla no sólo el futuro sino el pasado. Si el conductor dice que tal o cual acontecimiento nunca ocurrió, pues es lo mismo que si efectivamente nunca hubiese ocurrido. Y si dice que dos y dos son cinco... pues bueno, serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas y después de nuestras experiencias en los años recientes no es ésa una afirmación frívola". Ya han aparecido el Gran Hermano, el control del pasado y la falsificación de la historia. Esto lo ha escrito en 1942, y en 1943 empieza a llevar un cuaderno con notas y planos de una novela que en un principio se iba a titular "El último hombre en Europa" y que acabó llamándose 1984.

Desde que empezó a escribir abiertamente contra el totalitarismo se tropezó Orwell con la oposición de los intelectuales de izquierda a los que él acusaba de practicar una adulación servil a la Unión Soviética. Las vicisitudes y contrariedades por las que pasó la publicación de Homenaje a Cataluña se volvieron a repetir con Rebelión en la Granja (Animal Farm), que por otra parte tuvo un éxito multitudinario y fulminante. En el prólogo a la edición ukraniana de Rebelión en la Granja, de 1947, y que Bernard Crick admite como auténtico, Orwell cuenta con todo detalle la historia del texto y los avatares de su publicación. En este prólogo resume todas las opiniones que le merece la Unión Soviética y expone su teoría, repetida hasta la saciedad en todos los artículos que ha escrito después de España, de que la gran mayoría de los intelectuales británicos se habían dejado llevar por una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y que llevados por su devoción hacia ella consideraban que sembrar la duda sobre Stalin era una blasfemia. En este "clima" terminó de escribir Rebelión en la Granja en 1943; la había empezado en 1937. Que esta novela es una sátira dirigida a la Unión Soviética es algo de sobra conocido. Orwell estaba convencido de que la destrucción del mito soviético era esencial para que renaciera el movimiento socialista. Rebelión en la Granja es una eficaz y hermosa contribución, escrita según la mejor tradición satirista inglesa, a esa destrucción. Su eficacia, su fuerza, nadie puede ponerlas en duda.

Ya comenté que en 1943 empezó a pensar en lo que iba a ser 1984, su última novela que en cierto modo también es una sátira pero también algo mucho más complejo. El clima mental en el que lo escribió Orwell estaba impregnado de aquel pesimismo a corto plazo al que me refería antes y forzosamente había de ser así, pues nada de lo que estaba sucediendo en el mundo permitía pensar tampoco en una recuperación a corto plazo de ninguno de esos valores en los que reposaba, al decir de Orwell, una civilización que se había caracterizado por cuatrocientos años de contrastar opiniones. De la sátira, de la fábula moral y de la alegoría pasa a la advertencia, y no a la profecía, como parece que se obstina la gente en creer, contenida en 1984. Para apoyar esto transcribo una carta de Orwell a un líder sindicalista americano que le había escrito preguntándole sobre las intenciones del libro: "Mi última novela (se refiere a 1984) no constituye un ataque contra el socialismo o el partido laborista inglés (al que yo sostengo). Quiere describir las perversiones a las que se ve expuesta una economía centralizada y que ya han sido realizadas parcialmente por el comunismo y el fascismo. Yo no creo que el género de sociedad que describo vaya a suceder forzosamente, pero lo que sí creo (si se tiene en cuenta que el libro es una sátira) es que puede ocurrir algo parecido. También creo que las ideas totalitarias han echado raíces en los cerebros de los intelectuales en todas partes del mundo y he intentado llevar estas ideas hasta sus lógicas consecuencias". En 1984 lo peor ha sucedido. Si lo sitúa en un futuro no muy remoto y en el que en definitiva todavía podía estar vivo (en cuyo caso todo este revuelo alrededor de Orwell no se habría producido) es, sin duda, un recurso literario, no el resultado de ningún cálculo intencionado o revelador, y es, también, una pequeña broma muy significativa (1948-1984, qué más da), en definitiva un ingenioso juego de números. Efectivamente, si se juzga al futuro en función del presente, no se puede reprochar a Orwell que se esperara lo peor, pues, como muy bien supo ver Flaubert —y a edades muy tempranas ya que los grandes misántropos empiezan pronto—, lo peor del presente es el futuro. Y así, lo peor de 1948 es 1984. En cuanto a las implicaciones filosóficas de la novela, tampoco soy yo quien vaya a hablar sobre ellas —doctores hay en la Iglesia—; sólo apuntar un algo muy general: que la fuerza revulsiva de muchos aspectos de 1984 está en el hecho de que la institucionalización de un acto sencillo lo convierte en atroz. No es difícil prever que el amor, elevado a institución —y además gubernativa— degenere en odio, la verdad en mentira, y el doblepensar —ese procedimiento mental para el que estamos perfectamente dotados—, llevado a sus últimas consecuencias, acabe en una distorsión y un sufrimiento espantosos que lo acercan a la esquizofrenia; ¿y no hay en la esquizofrenia un proceso de desintegración del tiempo que es manipulado en función del presente?, ¿no hay un proceso de invalidación de lo acaecido?

He intentado acercarme a casi todos los aspectos de la obra de Orwell, un poco en función de su vida. Ni qué decir tiene que he tenido que dejar de lado muchos de ellos y que hay algunos que ni siquiera he podido tocar. Me hubiera gustado detenerme en sus teorías sobre la literatura en general y, especialmente, sobre la novela. Caigo en la cuenta de que ni siquiera he mencionado sus importantes interpretaciones de la obra de Joyce y de Swift, y apenas he rozado su teoría de la poesía, excepto para referirme a Kipling. Espero poder hacerlo alguna vez. Lo que si creo que he transmitido es que Orwell fue un crítico de opiniones contundentes y, cosa enorme de agradecer, sugerentes, fecundas. Existe una convención según la cual, para enjuiciar a un escritor, el momento en el que esto se haga ha de estar razonablemente alejado de la conciencia de quien lo hace con el loable propósito de escapar, en la medida de lo posible, a cualquier moda o corriente de opinión. Creo que con Orwell —y a pesar de que este año esté o casi mal y transitoriamente de moda— esto es ya posible. Si hay alguien que haya sabido llamar las cosas por su nombre, es él, y si hay alguien que no haya tenido miedo de hacerlo, también es él. Su pensamiento quizá no sea muy profundo, pero tiene la rara virtud de ser acertado. La calidad literaria de lo que dijo puede ser discutida –no seré yo quien lo haga– pero no cabe duda de que lo que dijo vale la pena seguir repitiéndolo.

Para terminar este esbozo de aproximación a Orwell, no encuentro definición más elocuente que la que él mismo escribiera pensando en Dickens. Considero interesante la transposición:

"Cuando leemos cualquier escrito marcadamente individual tenemos la impresión de ver un rostro tras la página. No tiene por qué ser el rostro real del escritor. Yo lo siento vivísimamente con respecto a Swift, Defoe, Fielding, Stendhal, Thackeray, Flaubert, aunque en varios casos ignoro los semblantes que tenían y no me importa saberlo. Lo que uno ve es el rostro que el escritor debería tener. Pues bien, en el caso de Dickens veo un rostro que no es precisamente el de los retratos que de él se conservan, aunque se parece. Es el rostro de un hombre que frisa los cuarenta, de barbilla menuda y color subido. Se está riendo y su risa tiene una leve sombra de cólera, pero nada de triunfo, nada de malevolencia. Es el rostro de un hombre que siempre está luchando contra algo, pero que pelea abiertamente y no siente temor, el rostro de un hombre generosamente enojado, en otras palabras, de un liberal del siglo XIX, de una inteligencia libre, tipo odiado con odio parejo por todas las pequeñas ortodoxias malolientes que ahora se disputan nuestras almas."

Yo también puedo ver a Orwell. Él no se está riendo, pero el suyo también es el rostro de un hombre que siempre está luchando contra algo, contra la estupidez, ese privilegio del ser humano. Y en esa lucha, abocada irremisiblemente al fracaso, él, ahora, ha ido a ponerse definitivamente del lado de los dioses.
Este ensayo se publicó originalmente en “Orwell: 1984. Reflexiones desde 1984”. Selecciones Austral. Espasa-Calpe UNED. Madrid 1984, obra colectiva coordinada por Carlos García Gual y Ramón García Cotarelo, en la que participaban también Juan Pablo Fusi, Gonzalo Fernández de la Mora y Maria Lozano entre otros. Si lo vuelvo a publicar, tal cual, sin más enmienda que algunas correcciones tipográficas y gramaticales, es porque lo suscribo casi plenamente. El matiz está sujeto mi análisis, todavía pendiente, de las numerosas contribuciones al orwellismo que se han sucedido desde entonces, en particular a lo que se refiere a su paso por la BBC. Pero, aún repitiéndome, no quería faltar a este homenaje, sobre todo cuando el libro del que formaba parte este artículo tuvo una escasa, y muy fugaz difusión, tanto que pese a no ser nada numerosa la bibliografía orwelliana española, no ha sido citado en ninguna de las numerosas bibliografías que se han prodigado en los suplementos culturales de los principales periódicos españoles a raíz del centenario que así conmemoramos. Como diría Orwell es, por tanto, como si no hubiera existido.
[1] Acaba de publicarse una nueva traducción de Manuel Piñón García en Ediciones del Viento (La Coruña, 2003) ya con el título correcto, Los días de Birmania
3 La asignación a esta clase la hace el propio Orwell; el sistema de castas inglés es sumamente complejo.
[3] Desde entonces se han publicado muchas más.
[4] Con motivo del centenario la editorial Tusquets ha publicado una nueva versión al español de Homenaje a Cataluña, que completa con otros textos de Orwell sobre España y que se titula Orwell en España.
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