miercoles 7 de febrero de 2007
CRÓNICAS COSMOPOLITAS
Arenas movedizas
Por Carlos Semprún Maura
Fuimos en avión hasta Ginebra, y de allí en taxi hasta Megève, o mejor dicho, a un chalet más allá, más arriba de Megève. Debía de ser en el invierno de 1971, y yo me sometía por segunda vez, creo, a la tremenda afición de Nina por esquiar. Pero no pretendo convertirles a mi fobia por la montaña, la nieve y, sobre todo, las "estaciones de deporte invernal": se trata de otra cosa.
Apenas nos habíamos apeado del taxi cuando nos cruzamos con un par de personas que iban a cogerlo en sentido contrario. De pronto oigo una voz alegre: "¡Carlos! ¿Qué haces aquí?". La bella Cristina me sonríe, con gestos efusivos. La explico que me he sometido a la pasión de Nina (la presento), y le pregunto lo mismo: "¿Y tú? ¿Qué haces aquí?". "Bueno, es que a mí también me gusta esquiar. Pero es que, además, éste es un lugar mágico para mí desde que tenía diez años. Fue Kurt quien nos llevó a todos clandestinamente a Suiza, durante la guerra".
Yo sabía que Cristina, profesora en París, era judía. La había conocido, cuando la guerra de Argelia, en las redes de ayuda al FLN. Su frase rápida, el taxi esperaba, sobre Kurt, el dueño del chalet, que les o las había llevado clandestinamente a Suiza, me llamó la atención, e indagué sobre el caso.
El austriaco Kurt Wick, campeón olímpico de esquí, que fue –y aún era– moniteur de esquí, se había dedicado durante la guerra a conducir niños judíos hasta Suiza por vericuetos y pistas de montaña. Este señor, que según criterios femeninos –incluido el de Nina– era (ya murió) guapísimo, tuvo, además, una vida sentimental complicada y romántica. Había ejercido esa actividad peligrosa y clandestina sin jactarse jamás de ello, sin hacer siquiera una alusión a ello. Y cuando una amiga de Nina le preguntó por qué era tan discreto sobre sus hazañas, Kurt, por lo visto, se encogió de hombros y dijo: "Era la cosa más normal del mundo. Además, nadie conoce la montaña mejor que yo".
Cuento esto porque Suiza tiene la mala fama de haber cerrado sus fronteras a los refugiados judíos. Es falso; o, como dirían los finolis, no es totalmente cierto. Mi difunto cuñado Jean-Maire Soutou fue distinguido como Justo entre las Naciones por haber montado, con sus compañeros de la Resistencia, una red de evasión hacia Suiza desde Lyon y su región y salvado, así, la vida a bastantes perseguidos por la Gestapo, centenares de niños judíos incluidos. Posteriormente hubo de emplear él mismo esa red de evasión, junto con su esposa, mi hermana Maribel, por entonces encinta.
Cuando se acusa a Suiza, ese pequeño y maravilloso país capitalista, de haberse portado mal con los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, me parece bastante lógico recordar el contexto, cosa que pocos hacen: para así ocultar sus propias culpas y justificar su odio a las admirables cuentas anónimas de los bancos suizos.
En 1942 la Alemania nazi, que había conquistado Europa sin apenas resistencia, que había visto todas las banderas de los vencidos tiradas a los pies de Hitler, amenazó a Suiza con bombardeos masivos si seguía acogiendo a refugiados judíos. El Gobierno suizo, claro, se asustó, como se asustaron todos los Gobiernos europeos, y, efectivamente, durante un periodo cerró sus fronteras. Las cerró oficialmente, lo cual, desde luego, causó tragedias, pero nunca las cerró del todo: de manera discreta, siguió acogiendo a perseguidos por los nazis.
Yo hablo de lo que sé, de los testimonios que a lo largo de mi larga vida he podido recoger sobre las peripecias y los dramas acaecidos durante la Segunda Guerra Mundial (y algunos más). Suiza no retó a la Europa nazi, tampoco podía, pero siguió ayudando discretamente a los antinazis y acogiendo a víctimas del nazismo. Cuando, en 1943, Soutou y su mujer llegan a Ginebra, inmediatamente pasan a colaborar con la delegación del Gobierno provisional del general De Gaulle, recién instalado en Argel. Esa delegación, jurídicamente dudosa, actuó con plena liberad en Suiza, supuestamente sometida al chantaje nazi.
Por su parte, Allan Dulles, el jefe de los servicios secretos norteamericanos, dirigió a sus agentes y colaboradores antinazis desde el país helvético durante todo el tiempo en que los USA estuvieron en guerra; incluso desde bastante antes.
Durante todo ese periodo, Suiza no fue un apacible país de vacas, quesos y bancos: fue un hervidero, un "nido de espías", una encrucijada de aventureros, traficantes; y, pese a todo, un refugio para los perseguidos por el nazismo. Luego volvió a su ritmo apacible y democrático; y a ser el odiado símbolo del capitalismo financiero triunfante.
Son muchos los que pretenden transformar la virtud en culpa. Sin embargo, Suiza, hoy, no se libra del todo del peligro islámico: por ejemplo, las actividades del centro mahometano de Ginebra dirigido por los Hermanos Musulmanes (y concretamente por el hermano mayor de Tarik Ramadán, ese facineroso tan bien acogido por todos) son de lo más turbio y peligroso.
Siempre en relación con la situación de los judíos en la Europa sometida al nazismo, he leído en alguna ocasión que el único país que les ayudó fue España; y el único jefe de Estado, Francisco Franco. Conviene matizar: por sorprendente que pueda parecer, el Gobierno español mantuvo la ley instaurada por la dictadura de Primo de Rivera (otro dato que no cuaja con la "memoria histórica" carrillo-zapaterista) que daba a los sefarditas el derecho a declararse españoles y obtener el pasaporte, y hasta se dieron consignas a los consultados en ese sentido. Pero las declaraciones del ministro de Exteriores, Lequerica, en octubre de 1944 (citadas por Pío Moa en su libro sobre Franco), son harto exageradas y hasta estrafalarias.
Y es que en Grecia, Bulgaria, Rumanía, etcétera, a los judíos, con pasaporte español o no, se les deportó masivamente. Y cuando ese señor escribe (pág. 121 del libro de Moa): "(...) gran número de sefarditas han visto mejorado considerablemente el trato que sufrieron en campos de concentración", es para morirse de la más triste de las risas. E implícitamente se contradice, porque, incluso si inventa que vieron mejorado su trato, reconoce que fueron deportados. Claro que hubo excepciones, y yo, que viví ese periodo en la Francia ocupada, conozco casos extraordinarios de judíos que se salvaron de milagro, como conozco a sobrevivientes, y sobre todo a judíos cuyos padres o abuelos habían muerto o fueron asesinados en los campos nazis.
Volviendo a Franco, es cierto que existe un enigma, porque el conceder el pasaporte español a los sefardíes, aunque resultó inútil, no fue a todas luces una medida antisemita. En cambio, el régimen lo era oficialmente; y no me refiero sólo a los discursos sobre el "contubernio judeomasónico": lo era hasta en los libros de texto. Y Franco jamás reconoció a Israel. En cambio, fue muy progresista con su política de amistad con los países árabes, y concretamente con Egipto, el Egipto liderado por el nacionalsocialista Nasser, tan prosoviético, que no salía de El Cairo sin pasarse por Madrid para abrazar a su gran amigo, Francisco Franco Bahamonde. Cosas veredes, mío Cid...
martes, febrero 06, 2007
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