lunes 25 de febrero de 2008
El dulce amado centro
En una noche de juerga etílica varios amigos terminamos haciendo recapitulación de nuestras proezas eróticas. Los hay propensos a la hipérbole, los hay más partidarios de la elipsis; pero sospecho que todos estamos mintiendo, pues la exageración y el escamoteo son estrategias de la mentira. De repente X., que tiene la noche especialmente melancólica, nos confiesa abruptamente que él no puede acostarse con una mujer si no la ama y que, en caso de llegar a acostarse con una mujer a la que no amara, terminaría amándola irremediablemente. La afirmación, tan tremebunda o pomposa, desata las bromas de los circunstantes, que no tratan tanto de burlarse de X. como de reconducir la conversación hacia territorios más festivos. Todos sabemos que X. se ha divorciado hace algún tiempo; y que desde entonces no ha mantenido precisamente un riguroso celibato: sabemos de sus andanzas noctívagas, sabemos que ha cultivado en los últimos meses varias novias o amantes, sabemos que es un hombre voluptuoso y nada mojigato. Se lo recordamos en un tono entre zumbón y recriminatorio; y le pedimos que no sea tan hipócrita. «¡Pero si yo no soy hipócrita! –se rebela, ofendido–. Yo lo que pasa es que soy platónico.» Sus palabras son acogidas con carcajadas unánimes; pero él ni siquiera se inmuta: «Quiero decir que para mí el amor es una vía de conocimiento espiritual. Cuando entrego mi cuerpo entrego también mi alma; y entiendo que la otra persona hace también lo mismo. Y cuando descubro que no es así me siento vacío, es como si hubiese arrojado una parte de mí, la mejor parte de mí, al cubo de la basura». Por un momento seguimos riendo, pero nuestra risa es ya una risa hueca, a la que sucede un silencio incómodo. Entonces X. nos recita un soneto con el que trata de explicar poéticamente lo que quizá él ha expresado en un lenguaje un tanto campanudo o ingenuo.
El soneto lo escribió Francisco de Aldana y es, en verdad, una de las piezas más hermosas de la poesía amatoria en lengua española. Reproduce el coloquio de dos amantes que, tras haber gozado carnalmente (y Aldana describe ese gozo con muy osada explicitud), sienten nacer dentro de sí un rescoldo de inexplicable tristeza. Y dice así:
«¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos trabados
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando,
y que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?
Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también tan fuerte
que no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte».
Al acabar el recitado, X. ha sonreído; extrañamente, la melancolía que unos minutos antes le impedía participar de nuestra algazara se ha trasladado a los demás. Y uno de nosotros propone un viraje brusco en la conversación: despellejamos a Rajoy o Zapatero, comentamos la última novela aplaudida por los turiferarios oficiales, discutimos si el futbolista Raúl debería jugar en la selección nacional, cualquier excusa es buena para espantar la zozobra que por un instante se ha adueñado de nosotros. Una zozobra que nace –todos, secretamente, lo sabemos– del miedo a la verdad, esa verdad que hemos sepultado bajo paletadas de embelecos y supercherías; pero que tozuda se remueve y pugna por abrirse paso.
Hacia el final de la noche, entorpecidas ya nuestras lenguas por los brebajes nocturnos, me quedo a solas con X. Hace apenas unas horas, llegué a pensar que estaba enfermo; ahora más bien pienso que es el único sano entre todos nosotros. O quizá el único que se ha atrevido a designar la enfermedad de nuestra época: la muerte del espíritu, que nos convierte en seres demediados, peregrinos sin brújula en pos de una parte de nosotros que hemos arrojado a la papelera pensando que era excedente o superflua, pero cuya falta sentimos como una amputación, con un dolor vivísimo que tratamos de acallar mediante anestesias y hartazgos que sólo logran acrecentarlo. El amor, Aldana tenía razón, no es otra cosa que un deseo de pasar al «dulce amado centro» del alma que nos completa. Todo lo demás es fisiología y hastío, por mucho que nos lo envuelvan con oropeles lúdicos e incitantes. X. comienza a recitarme otro poema, ahora en francés: «La chair est triste, hélas!, et j’ai lu tous les livres».
http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2867&id_firma=5591
domingo, febrero 24, 2008
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