viernes 22 de febrero de 2008
LA SAGA LLEGA A SU FIN
Harry Potter: una valoración
Por David Jiménez Torres
Es domingo 22 de julio de 2007, dos días después del lanzamiento de Harry Potter and the Deathly Hallows en EEUU y el Reino Unido, y caminando por el aeropuerto LaGuardia de Nueva York cuento doce personas que están leyendo el último volumen de las aventuras del joven mago. Mi vuelo hace escala en Chicago, donde cuento otros siete.
El hombre que se sienta a mi lado en el avión, de unos cincuenta años bien llevados, dice que él ya se ha comprado su ejemplar, pero que le da miedo empezarlo por si Harry muere al final. El chico que se sienta detrás de mí (algo menor que yo) ve en qué página estoy y me comenta: "Ah, yo me acabo de terminar ese capítulo… Prepárate, es bien fuerte". Tiene el semblante triste.
Llegado a Saint Louis, mi ciudad de destino, un amigo me recoge en el aeropuerto: antes siquiera de que nos saludemos me espeta un "¡No me cuentes nada! ¡aún no lo he podido empezar!".
Dos días con sus noches después me reúno con unos cuantos amigos para comentar el libro, una vez devoradas sus casi ochocientas páginas. Estamos comentándolo durante dos horas y cuarto, entre pizza y bebidas. Una chica, que está haciendo un máster en Estudios Grecolatinos y que me prestó la edición de Otelo que tuve que aparcar al salir Harry Potter and the Deathly Hallows, dice que en total lloró cuatro veces a lo largo del libro. Un chico que se acaba de licenciar en Biología (y que acaba de conseguir una beca gubernamental para investigar ciertos aspectos de la diabetes) comenta que no se esperaba el final. Otra chica, que ganó recientemente el premio de la Facultad de Filología Inglesa al mejor ensayo con un trabajo sobre Wordsworth, asevera que Harry debería haber muerto. Que era la única conclusión lógica, la única forma con que J. K. Rowling (y nosotros, pienso en ese momento) hubiera podido poner el punto y final que la serie se merecía.
Menciono estas escenas, reproducidas a lo largo y ancho de los países de habla inglesa (y pronto del resto del mundo), porque evidencian en cierto modo lo que por otra parte es evidente desde hace mucho tiempo: Harry Potter es el mayor fenómeno literario de nuestro siglo, y quizás de todos los tiempos. Las increíbles, astronómicas, irreales cifras de venta de los seis primeros libros (cerca de 350 millones de ejemplares en todo el mundo; el omnipresente Código Da Vinci se queda en 80) hacen que el título de best-seller le quede ridículo, como si el Harry de la séptima entrega se estuviera probando la ropa que lució en la primera. Y es un hecho incontestable que J. K. Rowling ha logrado llegar, de una manera que sólo han conseguido los autores más consagrados y universales, a un público que trasciende toda frontera nacional, cultural, social, económica y generacional. Solamente esto debería convertir la serie en un objeto serio de estudio para todos aquellos que estén interesados en la literatura.
Mezclo esta reflexión con otro recuerdo: hace tres meses, sentados en un banco en Londres, un amigo jordano nos dice a otro amigo –chipriota– y a mí que no entiende por qué la gente de nuestra edad todavía lee Harry Potter. Que es infantil y no tiene ningún trasfondo político o ideológico (antes de este momento habíamos estado comentando una idea que tiene para escribir un guión de teatro ambientado en la Bruselas de 1847). Y menciono esta escena porque evidencia el probablemente mayor obstáculo con que se enfrenta Harry Potter a la hora de ser justamente valorado por periodistas, críticos y académicos: el cuestionamiento de su valor literario por los que lo desprecian como mera literatura de masas, para críos.
Hemos visto recientemente cómo el ya mencionado Cógido Da Vinci suscitaba grandes debates (en los medios, en las clases, en la calle, en el hogar) sobre si el favor del público debía considerarse un factor a favor o en contra a la hora de juzgar el valor literario de un libro. Ambas respuestas pueden invocar como ejemplos listas interminables de grandes escritores: los Joyce, Baudelaire y Vallejo se ven contrastados con los Shakespeare, Dickens y Lope (y, ya puestos, cierto manco de Lepanto). Pero mi opinión es que este debate, interesante e interminable como es, no debería aplicarse al estudio de Harry Potter. La saga tiene suficientes méritos literarios como para merecer ser tomada en serio con independencia de su condición de fenómeno literario.
El último libro, Harry Potter and the Deathly Hallows, traducido en español como Harry Potter y las reliquias de la muerte, ejemplifica algunas de las grandes cualidades de la serie, y de Rowling como escritora, la mayor de las cuales es, sin duda, su habilidad como narradora: su talento a la hora de hacer esa cosa tan enormemente complicada que es contar una historia de forma que cautive al lector es verdaderamente impresionante. No es siquiera necesario preguntar cuántos escritores consagrados de hoy en día son capaces de hacer que lectores de todas las edades se encierren en su cuarto con su última novela y no salgan hasta haber devorado las quinientas, seiscientas, setecientas páginas de que conste.
Otro raro talento de Rowling que merece atención es su extrañísima habilidad para hacer que los buenos sean mucho más interesantes que los malos. Desde Yago hasta Darth Vader, pasando por Fausto en todas sus versiones, lectores de todos los siglos han tendido a sentirse más fascinados por el mal que por el bien; y sin embargo, en la saga de Harry Potter a quienes queremos ver es a Harry, Ron, Hermione, Dumbledore y compañía antes que a Voldemort y Malfoy. La razón es simple: la profundidad de los buenos, que a cada paso que dan se ven envueltos en un mar de dudas y que se ven obligados a mantener un eterno diálogo consigo mismos para esclarecer quiénes son y qué es lo que quieren, resulta mucho más interesante que el matonismo simple y egoísta que contemplamos en los malos de la saga.
Y es que la brillantez de Rowling no consiste en simplificar el mal, sino en mostrarlo y explicarlo como el producto de un impulso irracional (el miedo) y sus ramificaciones (el odio y el afán de poder). Una vez explicado, el mal, cuyo principal atractivo reside precisamente en el misterio que lo envuelve, pierde interés a favor de ese bien tan hamletiano que demuestran Harry y compañía.
No es, precisamente, hasta el séptimo libro cuando Rowling explora con mayor acierto los entresijos del mal; y lo hace precisamente sacándolo a la luz, cuando el supermalo Lord Voldemort y sus seguidores consiguen hacerse con el control del Ministerio de Magia y, por tanto, del gobierno del mundo mágico. La institucionalización del mal y de los malos, que pasan de terroristas (con varitas, entiéndase) a ministros es quizá el mayor acierto de la novela: los lectores de todas las edades son testigos de lo fácilmente que se puede implantar una ideología xenófoba y tiránica cuando aquellos que así lo desean controlan tanto el Gobierno como la prensa (otro gran acierto de Rowling: explorar la facilidad con la que el Cuarto Poder puede manipular y ser manipulado); y los campos de concentración hitlerianos y las purgas estalinistas encuentran su reflejo en la persecución de los que no son "de pura sangre" y de los opositores al régimen.
Rowling, lejos de presentarnos a unos malos que vencen porque son demasiado poderosos, insiste machaconamente a lo largo de la serie en que el mal sólo triunfa cuando el bien se deja dominar por el miedo: el miedo a tener que defender aquellos derechos y valores, como la libertad y la tolerancia, que el bien siempre, siempre, siempre da por hechos. Así, y lejos de limitarse a trasplantar la dinámica de los totalitarismos del siglo XX al microcosmos del mundo de Harry Potter, Rowling se esfuerza por explicarlos con una claridad y precisión admirables. Y también es de agradecer el escaso (por no decir nulo) relativismo moral que exhibe la señora Rowling: su insistencia en la capacidad de elección del individuo a la hora de definirse como ser moral (si bien es verdad que enfatiza la influencia de factores externos como la familia o el entorno) significa que los malos, una vez establecidos como tales, no merecen compasión narrativa alguna. Sólo humana.
Ante el miedo y el egoísmo como causas y a la vez exponentes del mal, Rowling contrapone el amor y la capacidad de sacrificio como razones y representantes del bien. La figura de la madre, omnipresente a lo largo de los siete libros (en las madres de Harry, Ron, Draco Malfoy, Dumbledore y hasta Voldemort), es la mejor muestra de esa capacidad de sacrificio que se presenta como la negación del miedo. Y es éste el mayor conflicto (mucho más allá de los duelos con magia) al que se enfrentan Harry y sus amigos: el viaje del protagonista es, esencialmente, la progresión de una serie de situaciones que le obligan a decidir cuánto está dispuesto a sacrificar (siempre, no debemos olvidarlo, a título personal) por sus seres queridos y por los valores en que cree. Ya en el sexto libro Harry tuvo que renunciar a su novia para dedicarse a la lucha contra Voldemort; y en esta última entrega, y como no podía ser de otra forma, Rowling le obliga a decidir si está dispuesto a renunciar a su propia vida. Cuando decide que sí, entendemos que la forja del héroe ha terminado.
Merece destacarse de nuevo este rechazo por parte de Rowling de soluciones fáciles, como que el héroe es el más fuerte, o el más inteligente, o el más simpático, o el más querido: en el mundo de Harry Potter, el único héroe es aquél que está dispuesto a sacrificarlo todo por los seres queridos, aunque éstos nunca lo sepan.
Llegados aquí, es necesario reflexionar sobre el que es, quizá, el mayor fallo de la última entrega y de la serie en general: que Harry no muera. Sin duda, el momento de mayor valor literario de la saga, y hablamos de unas cuatro mil páginas en total, son las treinta o cuarenta en que Harry descubre que debe morir para que Voldemort pueda ser destruido, y su posterior paseo hacia lo que entiende que será su muerte. Esos instantes de absoluta introspección y de una sensibilidad conmovedora ("Su corazón latía como si quisiera consumir una vida de latidos en los pocos minutos que le quedaban"), en que el personaje de Harry se vuelve tan real y tan humano, evidencian una maestría por parte de la autora que va más allá de la capacidad de imaginar un mundo de magos y hechizos.
Y sin embargo Rowling no puede matar a su protagonista; el héroe regresa de la muerte y derrota a su némesis, con justificaciones argumentales algo cogidas por los pelos. Es comprensible que a Rowling le temblara el pulso a la hora de matar al personaje que ha definido su carrera literaria, y que le ha acompañado durante más de diez años; sin embargo, sin la culminación del viaje del héroe-mártir que hubiera supuesto la muerte de Harry, el final de la serie parece algo banal y falto de todas las razones por las que Harry Potter debería verse como algo más que una serie de libros para niños.
Pero, razonamientos pseudo-editoriales aparte, lo que importa de veras al final es la elección de Harry: el haber estado dispuesto a morir en la más absoluta soledad para salvar a sus seres queridos; como hizo su madre por él, como hacen o están dispuestas a hacer todas las madres de la serie por sus hijos (no debe sorprendernos que Rowling imaginara la saga como un regalo a sus retoños). Pero no deberíamos caer en la tentación de juzgar a la autora como una profeta de un materialismo o fundamentalismo moral según el cual la vida del individuo sería sacrificable a una causa hasta el punto de convertirse en una moneda de cambio. Al contrario, Harry Potter es, de principio a fin, una reivindicación del individuo como ser moral independiente y auto-transcendente. Lo importante no es la destrucción del individuo en pos de un bien mayor, sino la capacidad personal de elección que convierte a aquélla en posibilidad. El lector, individuo también, no puede evitar verse interpelado por las preguntas y por las decisiones de Harry y de sus compañeros de aventuras.
Éstas son algunas de las conclusiones a que puede llevar la saga de Harry Potter; no me cabe duda alguna de que las décadas venideras traerán muchísimas más. Un ejemplo: tres meses después de la publicación del séptimo libro, una compañera de último de Filología Inglesa escoge la saga para el trabajo final de nuestra clase de Teoría Literaria. A la hora de explicar su decisión, la chica confiesa que el mayor reto con Harry Potter es decidir si centrarse en una lectura post-estructuralista, aplicando la hibridización de Bhabha a personajes como Harry, el señor Weasley o Voldemort, o en un análisis foucaultiano sobre los mecanismos y las tentaciones del poder, o en una lectura lacaniana de la conexión entre Harry y su némesis, o en un análisis post-marxista (Agamben, etc.) sobre los conflictos de clase entre los magos y los muggles. Le enseño el borrador de este artículo, para ver si le ayuda a aclararse las ideas: me dice que está bien, pero que es muy simplista. Sin duda, tiene razón.
Sería fácil para nosotros, los que descubrimos a Harry Potter al final de la infancia y ahora, diez años después, y ante el final de la saga, nos encontramos de repente con que ya somos bastante mayores (o eso nos parece), caer en el sentimentalismo de valorar los libros de Harry Potter en términos de aquellas noches interminables de atracones literarios, o de aquellas charlas que teníamos con nuestros amigos sobre si Ron y Hermione acabarían casándose, o si creíamos que Dumbledore podía derrotar a Voldemort, o si eran los partidos de quidditch o el aprendizaje de hechizos lo que más nos gustaba de la saga. Pero creo que sería un error. En mi opinión, nosotros, como todos los que hemos vivido estos diez años de amistad con Harry, debemos recordar también esa cosmogonía que nos mostró J. K. Rowling año tras año, libro tras libro, Harry tras Harry. Y debemos agradecer, entre otras cosas, el haber sido testigos de una de las formulaciones del bien más bonitas y, a la vez, valiosas, que veremos jamás.
Si hay algo que no deberíamos olvidar es que Harry Potter ha logrado que nos emocionáramos con unos buenos muy complejos, y que hayamos detestado a unos malos terriblemente verosímiles. Tanto, que nos es muy fácil reconocerlos a todas horas, en todos los minimundos que comprenden nuestras vidas. Reconocer a los buenos ya nos es mucho más difícil.
Eso sí. Como dijo otra chica al final de aquella primera tarde de pizza, bebidas y Harry Potter, dentro de cincuenta años todos aquellos que empezamos a leer las aventuras del joven mago cuando éramos críos y las seguimos hasta la universidad y más allá recordaremos dónde estábamos el día en que Harry Potter no murió. Recordaremos quiénes éramos al cerrar las tapas de aquel último libro; y también recordaremos quiénes decidimos ser. El que hagamos esto último con orgullo o con tristeza es algo (y Rowling nos lo advirtió) que depende únicamente de nosotros.
http://libros.libertaddigital.com/articulo.php/1276234339
viernes, febrero 22, 2008
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