lunes 4 de febrero de 2008
El Jardín
Carmen Planchuelo
A L principio, no eran más que unos metros cuadrados de tierra arcillosa, rodeados de una gruesa tela metálica de color verde. Era abril y la Naturaleza pugnaba por hacerse un hueco entre aquella masa pesada y compacta. Llovió y de un día para otro de la arcilla surgieron mil plantitas verdes, que valientes levantaron sus pequeñas cabezas floridas y felices, en busca del sol. Se desperezaron y en unos días se hicieron las reinas del lugar. Malas hierbas, dijeron los expertos. Los gorriones se posaron en las mayas y con ojos escrutadores buscaron que llevarse al pico: alguna semilla arrastrada por el viento, una suculenta lombriz, quizás unas migas de pan procedentes del mantel de mi casa... eso ocurrió hace ya bastantes años.
Hoy, ahora con un pie en Febrero, mi jardín está medio desnudo y duerme su sueño invernal. Hace unos días, y armada de tijeras fui podando los rosales. La ramas, por la benignidad del clima, ya presentaban brotes nuevos, algún que otro capullo equivocado se disponía a cumplir su destino de rosa, pero yo no le dejé hacerlo. De mis rosales a penas si quedan unos palos espinosos sin embargo yo, al mirarlos los veo cómo estarán en mayo: cuajados de rosas blancas, amarillas, rojas y hasta una color lila. Antes que los rosales, fue la higuera la que perdió la mitad de su tamaño. ¡Mi querida higuera!...es joven, fuerte, prolífica y generosa: da sombra en verano para que yo pueda pasar largas horas leyendo perezosamente bajo sus ramas olvidando lo cotidiano de mi vida y sumergida en otras infinitamente más aventureras. Nos regala su olor mediterráneo un poco áspero, como lo es el tacto de sus hojas tan evocador de las islas del Mar. En septiembre se cubre de higos amarillos como el ámbar y dulces como la miel. Centenares de frutos se ofrecen al paladar exigente de las aves que revolotean por mi jardín, ¡que listas son!, durante meses los higos crecen, cambian de tamaño, de color, quizás de olor y no sufren ni el más mínimo picotazo, entre las hermosas hojas esperan su tiempo en paz y sin ser molestados. Yo suelo ir siguiendo su desarrollo, y pensado que si la cosecha es abundante, podré hacer mermelada, regalar cestillos a los amigos... como la lechera del cuento hago planes sobre los higos a punto de madurar. Por fin llega el momento tan esperado y ¡oh sorpresa! Los gorriones, mirlos, urracas y verderones me han tomado la delantera y todos y cada uno de los higos de las ramas más bajas, a las que llego, están medio picados e impúdicamente muestran su interior a pleno sol. A veces sólo dejan los rabos de los frutos, pero la mayor parte de las veces, simplemente pican unos y otros. Les confieso que como son los más dulces, yo los devoro con total delectación.
Podar es la clave para tener un jardín sano y florido en primavera. Algunos de mis vecinos se limitan a llamar al centro de jardinería para que se encarguen de las arduas y a veces áridas tareas jardineras. Para la mayor parte de ellos, el jardín es un lugar en el que en verano, organizar fogatas que ahuman a resto de los resignados vecinos, vociferar hasta las tantas de la noche y servir de cobijo a los perros comprados en un momento de capricho histérico del “rey de la casa”... afortunadamente la vida al aire libre de mi comunidad de vecinos se limita a los escasos meses de verano. Como les decía podar ayuda al árbol y a las plantas, a vivir sin viejos lastres, una vida renovada. Todos los años por estas fechas la poda más difícil de realizar es la del ciruelo silvestre. Hay que subirse al árbol con una arnés improvisado y bien atado al tronco comenzar la labor. Durante una hora larga caen ramas como lanzas, “nidos de antaño”, hojas secas que se han ido acumulando durante meses, y el ciruelo queda desnudo y preparado para en un mes escaso, generar las diminutas flores blancas que en julio serán ciruelas silvestres tan amargas que nunca son picoteadas por las aves. Este bello árbol, llegó procedente de Inglaterra en el primer viaje que mis suegros hicieron para conocer nuestra nueva casa. No era más que una ramita de unos veinte centímetros... pero al parecer le ha gustado la tierra hispana pues hoy es un ejemplar de unos cuantos metros, tronco poderoso y en el que conviven en paz y armonía distintos tipos de pájaros, cada cual en su nido. Recuerdo que las primeros en anidar fueron las palomas torcaces y que asombrados y totalmente hechizados fuimos presenciando la vida familiar de estas aves: la construcción del nido, el mimo con que custodiaban los huevos, la salida de los pollos, ¡su voracidad! y sus practicas de vuelo. Durante unos días iban del ciruelo a la higuera, de esta de nuevo al nido hasta que por fin un día descubrieron que había vida más allá del jardín y volaron y volaron y no volvieron jamás.
A mí me gusta ensimismarme en el jardín ahora, cuando parece que nada hay, qué ni flores, ni frutos, ni árboles de ramas verdes, en ésta estación en la que tan sólo la hiedra luce lozana y la madreselva invasora espera su turno de desnudez provocada. Cuando el tiempo lo permite, salgo al jardín a observar que es lo que esta pasando en este escenario aparentemente inerte y veo todo un mundo de vida que bulle: los jacintos y narcisos apuntan sus diminutos dedos verdes esperando el momento de florecer, quizás lo hagan una mañana de nevada tardía de marzo. Las camelias muy pronto abrirán sus botones que se convertirán en flores blancas como la nata y rosadas como Aurora; pero aun hay que esperar unas semanas. De los bulbos de azucena hace tiempo que brotaron hojas verdes que cobijarán olorosas y efímeras flores que tanto enamoran a las abejas. El laurel chino está apunto de regalarnos sus ramilletes de perfumadas flores blancas.
A veces me siento como Mary Lennox la protagonista de la deliciosa novela El jardín secreto, de Francis Hodgson Burnet que descubre no sólo un mundo de amistad y sensaciones tras las paredes de un jardín oculto tras las tapias, a su vez guardián de un misterio, sino también cómo fluye la vida entre las raíces bajo la tierra, la savia que circula en el interior de las ramas aparentemente secas, cómo la luz se cuela entre las lianas que ahogan árboles, arbustos, enmarañan los rosales. Esta niña se enamora del jardín y decide, junto con sus amigos, ocuparse de él, cuidarlo para que resplandezca en primavera, y aunque nada sabe de jardinería, ella se embarca y embarca a los demás en esta desconocida habilidad y apasionante aventura. Yo tampoco sé mucho de jardinería (de ahí mis múltiples errores) pero como a Mary me hechiza el jardín y en el he aprendido a distinguir el canto del verderón de el del mirlo, sé cuando viene el petirrojo anunciando la aún lejana navidad y también cuando se va. Poco a poco he ido aprendiendo lo maravilloso del lenguaje de las estaciones; para mí vivir donde lo hago es como hacerlo dos veces, pues mi vida se une a la de las aves que anidan en el ciruelo, a las de las semillas que germinan, ocultas bajo la tierra, gracias al sol y a la lluvia, a la de las lilas de abril, al “prustiano” espino blanco del rincón, a la de las bandadas de estorninos que cruzan el cielo en busca de otras tierras. No creo ser muy original si les digo que observando la naturaleza uno va aprendiendo de su propia vida. Cuantas veces he comparado mis pelados rosales de enero con tristes y amargos momentos de mi vida, y sin embargo, tiempo después en unos y en otra han surgieron las rosas.
De noche el jardín cobra otra vida, se transforma en un mundo de luces y sombras gracias a la luz de la luna y al fulgor de las estrellas. En la oscuridad, me acomodo en la barandilla de la terraza y primero miro al cielo: si tiene nubes, si tiene luna, si se ven las estrellas o estas son invisibles por la bruma nocturna o la excesiva luz del entorno. Después paseo mi mirada por el jardín y si la noche es limpia y despejada, todo en el brilla y hasta los más recónditos rincones quedan a la vista, pero si es de esas noches en las que la luna va y viene coqueteado con las nubes, entonces, el jardín se convierte en un lugar misterioso digno de Titania y Oberón.
Y de la misma forma que juego a buscarle forma a las nubes del cielo en las tardes de sopor estival, hago lo mismo con las sombras que pueblan mi jardín durante las noches. Sombras que se reflejan en el césped, en las verjas cubiertas de hiedra, en los muros de las casas vecinas. A la luz y a la sombra, en verano, se unen un sinfín de aromas: el suave de la madreselva, el intenso y puntual de las petunias, el del jazmín de la casa de al lado... la noche intensifica los olores y la imaginación. Es tan fácil dejarse llevar por los sentidos mirando los astros, oyendo el canto de los grillos, de las ranas, el rumor del aire... te pones a pensar, a imaginar y de repente el jardín se transforma en otro poblado de las risas de los amigos que no están, de las historias sin fin que contaba mi padre, de las “canciones del verano” de mi vida, del olor de los cuerpos amados, de las confidencias compartidas con mis más queridas amigas. Pero aun faltan unos meses para que el olor de las flores perfume el aire, los aromas del invierno son menos intensos pero no por ello menos evocadores, me encanta como huele la hierba después de la lluvia, la tierra empapada, los troncos mojados, aspiro profundamente los trocitos cortados de rama de higuera y hasta a la nieve le he descubierto un ligero olor que con nada sé comparar.
Antes de terminar con estas líneas, me asomaré como todas las noches a la ventana que da al jardín, escrutaré el cielo y después, desde la altura, contemplaré mi particular vergel y mientras mis ojos se acostumbran a la oscuridad, iré repasando lo que ha sido el día de hoy que ya está a punto de morir.
Es la hora bruja, la de las hadas, las magas y los elfos, la de cerrar las ventanas, correr las cortinas y refugiarse bajo las cálidas plumas del edredón. Buenas noches.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4418
lunes, febrero 04, 2008
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