domingo, octubre 21, 2007

Manuel de Prada, Entre rejas

lunes 22 de octubre de 2007
Entre rejas

Estuve hace poco en la cárcel de Logroño, aceptando una invitación de Ángel, coordinador del club de lectura Libellus. Nunca antes había puesto el pie en una prisión; e, inevitablemente, la idea que tenía de estos lugares «donde toda incomodidad tiene su asiento», así como de sus inquilinos, estaba distorsionada por los clichés cinematográficos. Antaño a los delincuentes que cumplían condena se los denominaba ‘hez social’; y hoy, aunque la hipocresía de la corrección política nos impide proferir expresiones tan rotundas y vejatorias, seguimos considerándolos algo así como retales de una humanidad averiada o leprosa que no nos conformamos con mantener apartados de nuestra vida. Queremos también mantenerlos apartados de nuestro pensamiento, fingiendo que no existen, como si con el cumplimiento de su condena se les expidiese un billete con destino a la pura disgregación. Pero existen: y su propia existencia es un desafío que nos interpela. Son parte de nosotros mismos: la parte de nosotros que clama por una redención; la parte de nosotros que nos recuerda el frágil barro del que estamos hechos, siempre dispuesto a caer, siempre dispuesto a levantarse. Mientras paseaba por el ala donde se hallan confinadas las mujeres, acompañado por José Antonio Oca, el director del establecimiento, me tropecé con V., una muchacha de aspecto frágil y mirada pudorosa o ausente que podría haber sido bella si en sus rasgos no se congregasen los zarpazos y magulladuras del sufrimiento. V. sostenía entre las manos un dibujo de trazo ingenuo que ella misma acababa de pergeñar; vestía un chándal que borraba sus turgencias y la aniñaba ante mis ojos; tenía, en verdad, algo de niña que al salir de la escuela descubre que esa tarde no han ido a buscarla y echa a andar sin rumbo. Me golpeó la piedad, como una ola que creía dormida, me golpeó con un ímpetu y un sabor a sal que removió algo dentro de mí, como si de repente los cimientos sobre los que se asentaban mis seguridades se tambaleasen. V., según me contó el director de la cárcel, padecía esquizofrenia: había robado un queso en un supermercado y había agredido a una cajera con una navaja; en la cárcel se sentía más a salvo que en ninguna parte, se sentía menos sola que en ninguna parte. Me costó separarme de ella; era como si en su cuerpo menudo se albergara el dolor inabarcable del mundo, como si ese dolor irradiara un campo magnético y tirara de mí, obligándome a fundirme con él. Todavía su rostro rasguñado por la desgracia me visita en sueños; y, cada vez que lo hace, su mirada me hiere como un reproche. Di una charla a los reclusos de Libellus en la capilla de la cárcel. Un Cristo crucificado parecía abarcar con sus brazos a los asistentes: había entre ellos asesinos, violadores, ladrones, y sin embargo todos estaban contenidos en ese abrazo, todos eran parte de ese Cristo que pendía del madero, todos sangraban por su misma herida, todos estaban llamados a resucitar a una vida nueva. Durante la charla hablé de mi vocación literaria, de cómo los libros abren ventanas hacia paisajes vitales insospechados, paisajes que ya están dentro de nosotros, esperando la luz que los desvele. Al acabar mi intervención, se sucedieron preguntas mucho más incisivas y perspicaces que mi balbuciente discurso: de modo casi imperceptible (quizá porque toda creación artística es una efusión del espíritu), la curiosidad de los reclusos se orientó hacia asuntos de índole espiritual. J. L., uno de los presos más veteranos y cultivados, me inquirió sobre un artículo que publiqué recientemente en esta revista, Una revolución gigantesca, en el que trataba de explicar –o sobre todo de explicarme– el proceso de conversión al cristianismo de un patricio romano, allá en los primeros siglos de nuestra era. También J. L., después de años atroces ofuscados por la sangre, había sentido la necesidad de dar respuesta a una llamada que lo urgía a transformarse en un hombre nuevo. Recordé, mientras lo oía hablar, aquellas palabras del Evangelio: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión». Y me fui de la cárcel de Logroño poseído por esa alegría, seguro de que aquellos hombres y mujeres que quedaban entre rejas, apartados del mundo como retales de una humanidad averiada o leprosa que nos avergüenza, estaban salvados por una misericordia que a todos nos alcanza, una misericordia misteriosa que llega allí donde la mera justicia humana se detiene.

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