lunes, octubre 22, 2007

Felix Maraña, La biblioteca errante de Azaola

La biblioteca errante de Azaola
23.10.2007 -
FÉLIX MARAÑA

Una de las máximas más torpes de nuestra cultura, que se ha convertido en vulgar sofisma, proclama que el saber no ocupa lugar. Es una máxima para tiempos de pobreza, y se alentó mucho en la España zarabeta de posguerra, fundamentalmente entre los iletrados, los que nacieron y crecieron en la desigualdad. Pero el saber ocupa lugar, tiempo, inteligencia, esfuerzo y, sobre todo, espacio, mucho espacio. El amigo, y sin embargo colega, Henrike Knörr ha preguntado en este mismo papel por el paradero de la biblioteca de José Miguel de Azaola, nuestro común amigo fallecido. No seré yo quien corrija al amigo, pero sí a la pregunta: porque lo que debemos cuestionarnos ahora no es dónde está la biblioteca de Azaola, sino dónde no está, dónde no ha estado y debería haber estado en el último cuarto de siglo.Creo que Azaola planteó y asumió toda su vida intelectual como un acto de servicio a su tiempo y a su país. No hay muchos como él. Por ello quiso que su biblioteca estuviera en su País Vasco, a disposición de investigadores, lectores, amigos de la cultura y del pensamiento amplio. Nadie como él sabía del valor de su biblioteca, que era y es selecta, exigente, llena de valores trascendentes y limpia de libros de morralla. No podía ser de otra forma en un intelectual de su rigor. Por eso, hace ahora ya un cuarto de siglo, el bueno de Azaola recorrió ciudades, instituciones, centros de toda condición intelectual -es un decir-, ofreciendo aquel gran valor, su biblioteca, que no sólo era su vida: representaba por demás un tiempo y suponía, por sí misma, la construcción de un mundo. Cuando, cansado de tanta gestión baldía, me preguntó qué se podía hacer, alegué, para su tranquilidad momentánea, que lo que estaba sucediendo es que el País Vasco no se había dado cuenta de que la biblioteca del hombre que tenía enfrente era, por sí, una Universidad. Triste consuelo.Claro está que Azaola no se entrevistó con instituciones, sino con personas concretas, cuya relación ni estoy dispuesto a hacer, ni merece la pena, no sea que con la aparición de su nombre en el periódico crean que puede beneficiarse su currículo. Además, ocuparía demasiado espacio. Pero sí convendría decir que es desolador pensar la forma en que nuestras instituciones, las democráticas, han pasado olímpicamente de esa biblioteca, como nadie podrá tampoco explicar cómo nuestra Universidad, la pública, la de todos, ignoró el valor de este hombre, que podía haber sido el mejor catedrático de una cátedra de Europa, en el tiempo de la Transición. No recibió de nuestra Universidad honor alguno, cuando se ha dado tanto honor a gentes que desmerecen, del mismo modo que se han otorgado en este cuarto de siglo reconocimientos a personas que tienen la mitad de la edad de Azaola y la mitad, por decir algo, de sus valores.Pero, para que nadie venga ahora a especular sobre el valor de la biblioteca, me apetece decir que es el mismo valor que cuando Azaola vivía. El mismo valor, pero con una agravante: que en un cuarto de siglo esos libros han estado arrumbados, sin cumplir su misión elemental en el tiempo. Es una biblioteca enriquecida, eso sí, por la mirada de Azaola, que no es una mirada común, sino excelente. Lo que ha pasado con la Biblioteca de Azaola es el paradigma del desprecio a los intelectuales libres. Se asemeja a la forma en que el País Vasco ha tratado a la biblioteca y el legado de otro intelectual único en el siglo XX: Juan Larrea. Es el paradigma de la desolación, que no se contempla, por lo visto, en el Plan Vasco de Cultura. No pondría yo sólo sin embargo el acento de la dejación de las instituciones políticas a este propósito, que tienen su responsabilidad evidente, sino en la Universidad; en la forma en que nuestra máxima institución académica ha vivido ajena a la recuperación del patrimonio de los vascos: tanto el material como el intelectual y moral. Es el despiste propio de una Universidad que a decir de unos historiadores tiene 25 años y, según otros historiadores, 50. Es muy duro nacer dos veces y andar con dos identidades.Azaola pudo haber vendido esa hermosa biblioteca a cualquier librería de viejo, de antiguo y de moderno. Pero quería que estuviera aquí, en el País Vasco. Se preocupó de recogerla en baúles, y traérsela a Bilbao. Como no halló posada en Belén, recurrió a un amigo, Ángel María Ortiz Alfau, para que le ayudara a buscar acomodo, espiritual y físico, a la biblioteca. Era apremiante, porque la cultura ocupa lugar, y Alfau -honor a este ciudadano de Bilbao- le ofreció, libre y gratis, una lonja de su propiedad. Fue un acto de amistad, sabedor del valor de esa biblioteca, mientras se buscaba una solución definitiva. Pasaron los años -estoy resumiendo- y por 1987 el problema era doble: ni se encontraba la solución, ni un local que liberase a Alfau de la carga, carga que también le pesaba a Azaola, porque era consciente del problema, y no quería que su amigo Ángel siguiera soportando, gratis y por amor, reitero, aquella carga.Siento mucho tener que hablar en primera persona, pero hice entonces una gestión ante el director de Bidebarrieta, relación ante la que Azaola se ilusionó, pues esperaba una solución a algo que se estaba convirtiendo para él en grave problema. Como había que liberar la lonja de Alfau, por estricta justicia, quien esto escribe pidió al amigo Joseba Ereño -que respondió con diligencia- que buscásemos la fórmula de acoger aquella biblioteca. Así se hizo. Durante diez años, la biblioteca de Azaola ha estado custodiada en un local de Derio, cerca, por cierto, de las tapias del cementerio. Nadie ha preguntado por ella, nadie, ni por su salud, ni por el cargo que la existencia de esos baúles pudiera suponer para las personas que la han custodiado gratuitamente. Nadie, nadie, ha preguntado en diez años por esta biblioteca. Y el silencio acusa y mucho.El 15 de marzo de 1989, Bidebarrieta dedicó una sesión a hacer una semblanza de Azaola, en la que participó el amigo Adrián Celaya, compañero de Instituto de Azaola, y testigo de algunos asuntos que hacen más grande al personaje. Por Celaya sabemos que Azaola, ya en 1935, es decir, con 18 años, publicó un artículo sobre la Unión Paneuropea, lo que certifica la calidad despierta de este intelectual, su mirada amplia y su ejercicio del pensamiento, virtudes más altas si las enmarcamos en un tiempo de guerra en que se predicaba entre los jóvenes la discordia: todo lo contrario al discurso razonado de Azaola. Azaola habría querido ver su biblioteca en lugar adecuado, en vida, algo que habría celebrado. Murió en silencio, lejos de la jarana del poder -de lo contrario, habría tenido funeral de pompa y TV-, mientras que nosotros seguimos haciendo preguntas. Preguntas que ya no tienen respuesta para Azaola. Porque el saber ocupa lugar. Y, si no, que se lo digan a los amigos Ortiz Alfau y Joseba Ereño. Esta sociedad debería reflexionar por qué para preguntarse por la biblioteca de nuestros grandes hombres espera a que éstos desaparezcan. (Continuará).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Azaola es uno de lo intelectuales con quienes la democracia española está deuda: nadie como él predicó en los tiempos difíciles la modernidad y la idea de Europa. Sus conocimientos jurídicos, económicos, estratégicos y su pensamiento y fervor literario, hacen de su personalidad y obra una de las referencias de la modernidad en España. Por eso es más grave la desconsideración que se ha hecho de esta personalidad.