domingo, abril 15, 2007

Manuel de Prada, Cambio radical

lunes 16 de abril de 2007
Cambio radical

Comenzaré este artículo por las bravas. Para mí, la llamada eufemísticamente cirugía estética es una variante encubierta del delito de lesiones. Como las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan sin duda saben, en el delito de lesiones el consentimiento de la víctima no exime de responsabilidad a quien inflige la lesión. Aparte de esta elemental consideración jurídica, considero que las operaciones de cirugía estética constituyen un aprovechamiento impío e indecoroso de los traumas que unos cánones de belleza desquiciados, impuestos por el papanatismo social, causan en las personas psicológicamente más débiles. Un aprovechamiento que, por muchas cataplasmas piadosas con que se pretenda dulcificar, es eminentemente crematístico; pues detrás de toda persona acomplejada por su apariencia física que acaba acudiendo al quirófano hay un cirujano que se forra a costa de su complejo. Ningún psiquiatra aceptaría que un paciente que se creyera, pongamos por caso, Napoleón Bonaparte fuese ‘curado’ en un quirófano, mediante correcciones anatómicas que le hicieran parecerse al personaje que en su delirio esquizofrénico cree encarnar. En cambio, admitimos sin escrúpulo que a un señor con toda la barba que se cree señora le rebanen las partes pudendas, o que a una señora que no está contenta con su perímetro torácico le inflen la pechuga de silicona. Lo admitimos a sabiendas de que esas personas padecen traumas que podrían solucionarse, o siquiera mitigarse, mediante terapias que las ayudaran a congraciarse con su cuerpo; pero fingimos que la cirugía estética es el remedio más benigno para su trastorno. Existen muchas formas de crueldad; pero quizá no haya ninguna tan ensañada y atroz como la que se disfraza con coartadas altruistas. En estos días causa gran revuelo un programa televisivo cuyos protagonistas son personas no demasiado agraciadas por la naturaleza que se someten a todo tipo de intervenciones quirúrgicas hasta lograr una estampa más acorde con los cánones estéticos imperantes. ¿Qué jocundas letrillas no habría escrito don Francisco de Quevedo de haber conocido esta variante truculenta de telerrealidad? Quevedo, que tanto se burló de las mujeres que adoban su vejez con afeites, aquellos «vivientes cadáveres» que untaban «la calavera en almodrote», habría encontrado una ocasión pintiparada para mojar su pluma en la tinta venenosa de la sátira. Le habría sorprendido, en primer lugar, que los beneficiarios o damnificados de estas operaciones ya no fuesen sólo mujeres; y es que la igualación (que no igualdad) de sexos que preconiza nuestra época exige hermanamiento en la necedad y en la sumisión a las modas. Pero, sobre todo, sus letrillas, bajo el adobo jocoso, habrían exudado una tristeza irredenta, pues no hay espectáculo más entristecedor que el de esas gentes descontentas con su propio cuerpo, mendigas de una juventud apócrifa, limosneras de una esbeltez esquiva, que son utilizadas como monstruos de barraca para el esparcimiento de la plebe. Y, en fin, sus versos nos habrían recordado que tales metamorfosis no son sino aspavientos desesperados por exorcizar lo irremediable, pues como el propio Quevedo escribió en cierta ocasión, por mucho que «vistamos el gusano de confite», por mucho que tratemos de zurcir nuestra naturaleza con liposucciones, por mucho que nos abriguemos la coronilla con trasplantes capilares, por mucho que nos estiremos el rostro y nos despojemos de michelines, por mucho en fin que nos esforcemos por convertirnos en suplantadores de nosotros mismos, nunca lograremos esquivar la mordedura del tiempo. No desespero de que algún día estrenen en televisión un programa que postule un cambio infinitamente más radical. Un programa que nos muestre que la medida de la belleza no la dictaminan unas modas tontorronas ni el criterio cretino de quienes hacen negocio con sus carnicerías de quirófano, sino la conformidad con el reparto de dones que la naturaleza nos ha adjudicado. Un programa que nos enseñe que la valía de una persona no depende de sus excelencias anatómicas, sino de otra forma de belleza más exigente que no se obtiene en la tómbola genética, sino en la frecuentación de los buenos libros, en el cultivo de las virtudes y en el aprovechamiento de los talentos propios. Pero me temo que ese hipotético programa televisivo causaría un revuelo mucho más indignado e iracundo que este Cambio radical que ahora entretiene nuestras veladas. A éste lo tachan de frívolo; al que propongo lo prohibirían por fascista.

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