jueves 1 de marzo de 2007
Gustavo Bueno España frente a Europa
¿Qué es España? Esta pregunta, tantas veces formulada, recobra en nuestros días un dramatismo singular. Porque es ahora, al comenzar el tercer milenio, cuando se está volviendo a poner en duda, por parte de algunos grupos o partidos políticos secesionistas, o simplemente federalistas o confederalistas, la naturaleza de la unidad que vincula a las diferentes partes de España: ¿reinos? ¿regiones? ¿provincias? ¿autonomías? ¿naciones? Y es también en nuestros días cuando vuelve a aflorar, con la urgencia que imprime a la pregunta el proceso de nuestra «incorporación a Europa», la cuestión de la identidad. ¿Puede considerarse definida España como una «parte de Europa»? ¿Acaso su identidad no brota principalmente de su condición, junto con América y frente a Europa, de «parte» de la comunidad hispánica? El número de respuestas que cabe dar a estas cuestiones en torno a la unidad y a la identidad de España, inextricablemente entretejidas, es muy limitado. Se cuenta con los dedos de la mano, y no es posible inventar nuevas e inauditas «respuestas creadoras», como tampoco es posible «inventar creadoramente» una sexta clase de poliedros regulares. Pero en cambio parece imprescindible analizar las razones o voluntades, a veces muy oscuras, que mueven a unos o a otros a defender una u otra respuesta. Este libro, creyendo saber que sólo de un modo fingido cabe afectar neutralidad o distanciación histórica, sociológica o económica, ante cuestiones que tocan tan de cerca a quienes vivimos hoy en España, se propone analizar, una vez más, movido por una decidida voluntad hispánica, y desde la perspectiva de una filosofía materialista de la historia, la naturaleza de la identidad de España y la estructura de su unidad.
miércoles, febrero 28, 2007
Gustavo Bueno, La democracia como ideologia
jueves 1 de marzo de 2007
Gustavo BuenoLa democracia como ideologíaÁbaco, nº 12/13, 1997
«Hay quienes piensan que existe una única democracia y una única oligarquía,pero esto no es verdad; de manera que al legislador no deben ocultárselecuántas son las variedades de cada régimeny de cuántas maneras pueden componerse.»Aristóteles, Política, 1289a
1. La democracia como sistema político y como ideología
Damos por supuesto que la democracia es un sistema político con múltiples variantes «realmente existentes». Por ello podríamos afirmar (valiéndonos de una fórmula que el mismo Aristóteles utilizó en otros contextos) que la democracia «se dice de muchas maneras». Pero la democracia es también un «sistema de ideologías», es decir, de ideas confusas, por no decir erróneas, que figuran como contenidos de una falsa conciencia, vinculada a los intereses de determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan mutuamente de un modo más o menos explícito o encubierto.
¿Es posible según esto analizar las democracias «realmente existentes» al margen de las ideologías que las envuelven y que envuelven también al analista? No entraremos aquí en esta cuestión, puesto que nuestro objetivo es hablar más que de las democracias realmente existentes, de las ideologías que envuelven a estas democracias, sin necesidad de comenzar negando que las democracias puedan ser algo más que meras ideologías, y aun sin perjuicio de reconocer la necesidad de componentes ideológicos en la misma estructura de las democracias que existen realmente, por hipótesis. Comenzaremos presentando un par de consideraciones previas que sirvan de referencia de lo que entendemos por «realidad» en el momento de hablar de las democracias como nombre de realidades existentes en el mundo político efectivo.
Nuestra primera consideración tiene que ver [12] con el tipo de realidad que, desde nuestras coordenadas, cabría reconocer a las democracias. Supondremos que la democracia, en cuanto término que se refiere a alguna entidad real, dice ante todo una forma (o un tipo de formas), entre otras (u otros), según las cuales (los cuales) puede estar organizada una sociedad política. Suponemos, por tanto, que «democracia», en cuanto realidad, no en cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a la manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica. Esta afirmación puede parecer trivial o tautológica, en sí misma considerada; pero no lo es de hecho en el momento en que advertimos, por ejemplo, el uso, muy frecuente en el lenguaje cotidiano, de la distinción entre una «democracia política» y una «democracia económica». Una distinción que revela una gran confusión de conceptos, como lo revelaría la distinción entre una «circunferencia geométrica» y una «circunferencia física». La confusión tiene, sin embargo, un fundamento: que las formas (políticas, geométricas) no «flotan» en sí mismas, como si estuviesen separadas o desprendidas de los materiales a los cuales con-forman. La circunferencia es siempre geométrica, sólo que está siempre «encarnada» o vinculada a un material corpóreo (a un «redondel»); por tanto, si la expresión «circunferencia geométrica» significa algo en la realidad existente, es sólo por su capacidad de «encarnarse» en materiales corpóreos (mármol, madera, metal...) o, más propiamente, estos materiales primogenéricos, en tanto que puedan conceptuarse como conformados circularmente, serán circunferencias geométricas, realizadas en determinada materia corpórea, sin que sea legítimo oponer la circunferencia geométrica a la circunferencia física, como se opone la circunferencia de metal a la circunferencia de madera. Pero las formas, cuando se consideran conformando a sus materiales propios, no permanecen siempre iguales entre sí. Aun en el caso de las formas unívocas (como pueda serlo la forma «circunferencia») resultan diversificadas en la escala misma de su formalidad, por la materia, como pueda serlo, en la circunferencia, el tamaño, medido por la longitud de su radio, que ya implica una unidad corporea. Es cierto que el concepto puro de circunferencia abstrae del tamaño o de la métrica del radio; pero cuando este tamaño o sus métricas correspondientes alcanzan sus límites internos (el del radio cero, y el del radio infinito) entonces la forma misma de la circunferencia resultará también variada, transformándose respectivamente en punto o en recta (como se transformaría una democracia en cuya constitución se fijasen intervalos mínimos de cincuenta años entre dos elecciones parlamentarias consecutivas, en lugar de los intervalos de cuatro, cinco o siete años corrientes). En el caso de las formas variacionales, genéricas o específicas (por ejemplo, la forma genérica palanca, respecto de las tres especies en las que el género se divide inmediatamente), las correspondencias de las variantes con los materiales diversos es todavía más obvia.
La forma democrática de una sociedad política está también siempre vinculada a «materiales sociales» (antrópicos) más o menos precisos, dentro de una gran diversidad; y esta diversidad de materiales tendrá mucho que ver con la propia variabilidad de la «forma democrática» en su sentido genérico, y ello sin necesidad de considerar a la diversidad de los materiales como la fuente misma de las variedades formales específicas, que es lo que probablemente pensó Aristóteles: «Hay dos causas de que las democracias sean varias; en primer lugar... que los pueblos son distintos (uno es un pueblo de agricultores, otro es un pueblo de artesanos, o de jornaleros, y si el primero se añade al segundo, o el tercero a los otros dos, la democracia no sólo resulta diferente, porque [13] se hace mejor o peor, sino porque deja de ser la misma)» (Política 1317a). No tendrá, por tanto, por qué «decirse de la misma manera» la democracia referida a una sociedad de pequeño tamaño, que permita un tipo de democracia asamblearia o directa, y la referida a una sociedad de gran tamaño, que obligue a una democracia representativa, con partidos políticos (al menos hasta que no esté dotada de tecnologías que hagan posible la intervención directa de los ciudadanos y la computación rápida de los votos). Ni será igual una «democracia burguesa» (como la de Estados Unidos de Norteamérica) que una «democracia popular» (como la de la Cuba actual), o una «democracia cristiana» que una «democracia islámica». A veces, podemos inferir profundas diferencias, entre las democracias realmente existentes, en función de instituciones que muchos teóricos tenderán a interpretar como «accidentales»: instituciones tales como la lotería o como la monarquía dinástica. Pero no tendrá por qué ser igual la forma democrática de una democracia con loterías multimillonarias (podríamos hablar aquí de «democracias calvinistas secularizadas») que la forma democrática de una democracia sin esa institución; ni será lo mismo una democracia coronada que una democracia republicana. Dicho de otro modo: la expresión, de uso tan frecuente, «democracia formal» (que sugiere la presencia de una «forma pura», que por otra parte suele considerarse insuficiente cuando se la opone a una «democracia participativa») es sólo expresión de un pseudoconcepto, porque la forma pura no puede siquiera ser pensada como existente. No existen, por tanto, democracias formales, y las realidades que con esa expresión se denotan (elecciones cada cuatro años entre listas cerradas y bloqueadas, abstención rondando el cincuenta por ciento, &c.) están constituidas por un material social mucho más preciso de lo que, en un principio, algunos quisieran reconocer. [14]
Nuestra segunda consideración previa quiere llamar la atención sobre un modo de usar el adjetivo «democrático» como calificativo de sujetos no políticos, con intención exaltativa o ponderativa; porque esta intención puede arrastrar una idea formal de democracia, en cuanto forma que por sí misma, y separada de la materia política, está sirviendo como justificación de la exaltación o ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales como «ciencia democrática», «cristianismo democrático», «fútbol (o golf) democráticos», «agricultura democrática». Estas expresiones, y otras similares, son, según lo dicho, vacuas, y suponen una extensión oblicua o meramente metonímica, por denominación extrínseca, del adjetivo «democrático», que propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en la categoría política («parlamento democrático», «ejército democrático» o incluso «presupuestos democráticos»). El abuso que en nuestros días se hace del adjetivo democrático es del mismo género que el abuso propagandístico que, en la época de la bomba de Hiroshima, se hacía del adjetivo «atómico» («ventas atómicas», «espectáculo atómico», «éxitos atómicos»...). Pero no hay fútbol democrático, como no hay matemáticas democráticas, a no ser que esta expresión sea pensada por oposición a una supuesta matemática aristocrática («No hay caminos reales para aprender Geometría», dice Euclides a Tolomeo); ni hay cristianismo democrático, ni música democrática, aunque en cambio tenga sentido distinguir, en principio, entre las democracias con fútbol y las democracias con golf, las democracias cristianas y las agnósticas, o las democracias con desarrollo científico significativo y las democracias ágrafas. Ni siquiera podremos aplicar internamente el adjetivo «democrático» a instituciones o construcciones de cualquier tipo que, aun cuando genéticamente hayan sido originadas en una sociedad democrática, carezcan de estructura política: a veces porque se trata de instituciones políticamente neutras (la cloración del agua de los ríos, llevada a cabo por una administración democrática, no puede ser considerada democrática salvo por denominación extrínseca); a veces, porque se trata de instituciones sospechosamente democráticas (como es el caso de la lotería nacional antes mencionada) y a veces porque sus resultados son antidemocráticos, bien sea porque alteran las proporciones materiales exigidas para el funcionamiento del régimen democrático cualquiera (como sería el caso, antes considerado, del Parlamento que por mayoría absoluta aprobase una Constitución según la cual las elecciones consecutivas de representantes deban estar distanciadas en cincuenta años) o bien porque implican la incorporación a la sociedad democrática de instituciones formalmente aristocráticas (el caso de la monarquía hereditaria incrustada en una constitución democrática), o incluso porque conculcan, a partir de un cierto límite, los principios mismos de la democracia (como ocurre con las «dictaduras comisariales» que no hayan fijado plazos breves y precisos al dictador). En general, estos modos de utilización del adjetivo «democrático», como calificativo intencional de determinadas realidades sociales o culturales, arrastra la confusión permanente entre un plano subjetivo, intencional o genético (el plano del finis operantis) y un plano objetivo o estructural (el plano del finis operis); y estos planos no siempre son convergentes. El mero reconocimiento de la conveniencia de tribunales de garantías constitucionales prueba la posibilidad de que una mayoría parlamentaria adopte acuerdos contradictorios con el sistema democrático de referencia. Es cierto que tampoco un tribunal constitucional puede garantizar de modo incontrovertible el contenido democrático de lo que él haya aceptado o rechazado, sino a lo sumo, la «coherencia» del sistema en sus desarrollos con sus principios [15] (sin que podamos olvidar que la coherencia no es una cualidad democrática, como parece que lo olvidan tantos políticos de nuestros días: también una oligarquía puede ser coherente).
El hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos) por lo que una resolución puede ser considerada democrática. Una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de un «acto de suicidio» democrático, o simplemente la aprobación de unos presupuestos que influyan selectivamente en un sector determinado del cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en resultados formalmente políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por una gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la materia, en la propia sociedad política (como sería el caso de una decisión, fundada en principios metafísicos, relativa a la esterilización de todas las mujeres en nombre de un «principio feminista» que buscase la eliminación de las diferencias de sexo).
Cuando decimos, en resolución, que la democracia no es sólo una ideología, queremos decirlo en un sentido análogo a cuando afirmamos que el número tres no es tampoco una ideología, sino una entidad dotada de realidad aritmética (terciogenérica); pero, al mismo tiempo, queremos subrayar la circunstancia de que las realidades democráticas, las «democracias realmente existentes», están siempre acompañadas de nebulosas ideológicas, desde las cuales suelen ser pensadas según modos que, en otras ocasiones, hemos denominado «nematológicos». También en torno al número tres se han condensado espesas nebulosas ideológicas o mitológicas del calibre de las «trinidades indoeuropeas» (Júpiter, Marte, Quirino) o de la propia trinidad cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo); pero también trinidades más abstractas, no prosopopéyicas, tales como las que constituyen la ideología oriental y antigua de las tres clases sociales, o la medieval de las tres virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) o la de los tres reinos de la naturaleza viviente (vegetal, animal, hominal) o la doctrina, con fuertes componentes ideológicos, de los tres axiomas newtonianos (inercia, fuerza, acción recíproca) o la de los tres principios revolucionarios (igualdad, libertad, fraternidad). Sin hablar de los tres poderes políticos bien diferenciados que, según un consenso casi unánime, constituyen el «triple fundamento» de la propia sociedad democrática organizada como Estado de Derecho: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial.
2. Oscuridad de las definiciones de democracia de estirpe aristotélica
La definición aristotélica de democracia que, atravesando toda la historia del pensamiento filosófico político, llega hasta nosotros, podría considerarse acuñada en torno a la técnica de selección de magistrados y representantes, o bien de normas jurídicas o administrativas por el método de las votaciones de un «cuerpo electoral» constituido al efecto. En efecto, el significado filosófico político de esta técnica, habría sido establecido por Aristóteles precisamente mediante la comparación con otras técnicas alternativas, que han sido concebidas en el ámbito de un [16] sistema también ternario de regímenes políticos, cuya exposición crítica constituirá en adelante el núcleo mismo de la doctrina política: monarquía, aristocracia y democracia; con sus tres correlatos patológicos: tiranía, oligarquía y demagogia. No es accidental, por tanto, para la definición de democracia, el formar parte de un sistema conceptual ternario de estructuras políticas alternativas, que se supone que, de un modo u otro, podrían sustituirse, antecediéndose o sucediéndose mutuamente. Más aún, la definición de democracia mediante el concepto del «gobierno de todos» (tous pollous) sólo alcanza un significado «positivo» (dado que el «todos» no puede entenderse en sentido literal) por oposición al gobierno de algunos (oligous), que sería característico de la oligarquía, si los pocos son los ricos, o los más altos –como en Etiopía [diríamos hoy: entre las monarquías europeas]– o los más hermosos; o de la aristocracia, si los pocos son los mejores; o al «gobierno de uno» (ena), propio de la monarquía. Por cierto, Aristóteles utiliza a veces (por ejemplo 1289a) el término república (politeia) para designar a ese gobierno de todos, reservando el término democracia (demokratia) para designar a la perversión de la república que otras veces es nombrada como demagogia (demagogia). Pero no es este el lugar oportuno para entrar en el análisis de este proceder y de su alcance.
Lo que sí nos parece evidente es que la clasificación ternaria de Aristóteles (y, con ella, el concepto mismo de democracia), difícilmente podría interpretarse como una clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte? Más plausible es interpretar la clasificación ternaria como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus Primeros analíticos. Porque la triada «todos», «algunos», «uno», que tiene que ver con lo que hoy llamamos cuantificadores, dice relación a los silogismos, en la medida en que estos se estructuran en torno a unos términos, relaciones y operaciones que tienen precisamente la forma de clases (términos «mayor», «menor» y «medio»), vinculadas entre sí por las relaciones de inclusión (en el límite: pertenencia) y por las operaciones de intersección o reunión. Ahora bien: en el silogismo aristotélico, «todos» es la expresión en extensión (por su universalidad) de una conexión entre clases (correlativamente: entre sujetos y predicados) que se supone, intencionalmente al menos, como necesaria, por lo que no admite excepciones («todos los triángulos inscritos diametralmente en la circunferencia, sin excepción, son rectángulos»), mientras que «algunos» es la expresión extensional de una conexión contingente; «uno», en cambio, podrá interpretarse como la expresión intensional de que no existe incompatibilidad de principio en la conexión de referencia («uno» equivaldría a la exclusión de «ninguno»).
Parece, según esto, que tiene sentido preguntarse si cuando Aristóteles definió la democracia por «todos mandan» no habría querido decir también que la democracia tiene que ver con la necesidad (en el contexto, por supuesto, de la sociedad política); si no habría querido decir que la democracia es, no tanto una forma alternativa, sino la estructura misma de la república, la forma en la que todas las sociedades políticas habrían de terminar por desembocar (lo que autorizaría a llamar «república» a las «democracias»). Esta pregunta nos pone ya en el terreno, muy poco empírico, de las ideologías. El paso del «todo» (pan), como cuantificador lógico, al «todos» (como cuantificador político), tiene que ver con el paso de un todo en materia necesaria, a un todo que, [17] tanto si tiene lugar en una resolución por aclamación, como si es sólo aproximativo, tiene que ver con una materia contingente. Desde la perspectiva de una «clase de electores» dada, habría que considerar contingente su asociación con otras clases (de representantes, de programas) propuestas, hasta el punto de que una totalidad estricta de sufragios, sería muy sospechosa, por su improbabilidad estadística. En cualquier caso, la fórmula «todos mandan» es ideológica, en tanto implica redefinir quiénes o cuantos forman el todo y, en primer lugar, cual es la escala de las unidades que han de figurar en el computo como partes de ese todo. La mejor prueba del escaso rigor conceptual con el que trabajan políticos y aún politólogos, analistas y comentaristas en este terreno de las definiciones de la democracia (y no hablamos tanto de definiciones académicas o especulativas, sino concretas o prácticas), la encontramos en el hecho [18] de que ni siquiera suele constituir asunto propio para una «cuestión previa» la de determinar qué categoría de unidades (de partes) son las que hayan de entrar en el juego de un proceso democrático; antes bien, se habla indistintamente de «democracia municipal» (en la que las partes-unidades con derecho a voto son los vecinos), o de «democracia de una comunidad de vecinos» (en donde las partes-unidades son los pisos), o de «democracia de una sociedad anónima» (y aquí las partes-unidades son las acciones) o incluso de la «democracia de una federación de Estados» (con un voto por Estado) o de las «Naciones Unidas» (ante el hecho de que en la ONU algunos Estados mantengan privilegios en las deliberaciones o en las votaciones, o en el derecho de veto, se dirá sencillamente que ese organismo «todavía no ha alcanzado una estructura plenamente democrática»).
Ahora bien: sin duda, en la definición de democracia de Aristóteles se sobrentiende que las partes unidades de la sociedad política democrática son los individuos, los «animales racionales» que constituyen la República; pero este supuesto, aunque parece necesario, no es suficiente. Habrá que eliminar a los niños, a los menores, a los dementes –¿y cuales son las fronteras?–; acaso habrá que excluir a las mujeres, a los metecos (en nuestros días: los emigrantes «ilegales»), a los esclavos, a los analfabetos, o a los que no contribuyen con una renta establecida. ¿Por qué entonces, en lugar de «todos mandan», no escogió Aristóteles el cuantificador «algunos»? Porque «algunos», como cuantificador, dice tanto «pocos» (minorías y, en el límite, uno sólo) como «muchos» (mayorías); salvo que «algunos» se entienda como «cualquiera», seleccionado por sorteo entre un cuerpo de ciudadanos que se suponen iguales. Todo esto sugiere que las mayorías habrían de interpretarse como «aproximaciones al todo», como expresión (la «inmensa mayoría») de «prácticamente la integridad» del todo. La mayoría sería algo así como la sombra de la esencia del todo en el mundo empírico de los fenómenos.
Pero, ¿por qué razón? ¿Por qué no podría ser una minoría la «expresión del todo», a la manera como la «minoría», constituida por el partido de Lenin, se consideró como expresión auténtica de la inmensa mayoría de los proletarios del mundo, de su «vanguardia»? Dicho de otro modo: no son nada evidentes las razones por las cuales se interpretan a las mayorías como «expresión del todo», siendo así que el todo no es una entidad capaz de «autoorganizarse»; tan sólo sus partes pueden proponerse como objetivo la «organización del todo». Pero, ¿por qué este objetivo habrían de poderlo llevar a cabo mejor las minorías que las mayorías? Las razones por las cuales cabría justificar el criterio de las mayorías son muy débiles. Sería ridículo invocar el llamado «principio de desigualdad», según el cual «el todo es mayor que la parte», porque de este principio no se infiere, recíprocamente, que todo lo que es mayor que otra cosa tenga con ella la razón de todo, dado que, por un lado, hay diversos tipos de totalidad y, por otro lado, hay muchos tipos de «mayor que». Hesiodo pudo decir con razón: «¡Insensatos quienes creen que el todo vale mas que una parte suya!» Es cierto que hablar de «autoorganización del todo», como ocurre con frecuencia en el lenguaje de los políticos («la democracia es la autoorganización política de la sociedad», «gracias a la democracia la sociedad se da a sí misma su constitución»), es un modo muy confuso de hablar, por las reflexividades que arrastra. Como hemos dicho, no son las totalidades las que se autoorganizan, puesto que toda autoorganización es un resultado, a lo sumo, de la concatenación de las partes constitutivas. La sociedad política, como totalidad, [19] no es un sujeto capaz de tener una conciencia global autoorganizativa; son, a lo sumo, partes suyas las que podrán proponerse como objetivo esa organización total. Y entonces, ¿por qué ese objetivo podían proponérselo mejor las mayorías que las minorías?
No estamos diciendo, con espíritu elitista, que no puedan las mayorías proponerse como objetivo el todo, el bien común, &c., mejor que las minorías. Estamos diciendo que no son nada evidentes las razones por las cuales las mayorías habrían de representar al «todo» mejor que las minorías. Por eso, la debilidad (ideológica) de la definición de la democracia por la mayoría es muy notable. ¿Y cómo podría no serlo si comenzamos por advertir que el concepto mismo de mayoría es oscuro y confuso, y significa, según los parámetros que se tomen, cosas distintas y contrapuestas? Ante todo, conviene advertir que la interpretación de la mayoría como expresión del todo (o de la voluntad general) suele darse como axiomática; sin duda, actúan implícitamente razones, pero estas, cuando se explicitan, resultan ser muy débiles, tanto las que parecen tener una intencionalidad «racional», como las que tienen una intencionalidad «física».
A veces, en efecto, parece como si los ideólogos de la democracia asumieran el criterio de las mayorías, como expresión de la voluntad general, aplicando el principio «dos ojos ven mejor que uno»; por lo que diez o cien millones de ojos verían mejor que diez o cien ojos: sólo que este principio es totalmente gratuito, salvo que se de por supuesto (incurriendo en círculo vicioso) que él actúa ligado al principio: «la voz del pueblo (de la mayoría) es la voz de Dios», o salvo que se presuponga, también circular y agnósticamente, que puesto que «no hay nada objetivo que ver» fuera de las voluntades mayoritarias, solamente lo que «vean» esas mayorías en su propia voluntad podrá tomarse como expresión de la voluntad general. De hecho, en las democracias realmente existentes se concede muchas veces a las minorías de expertos la capacidad de juzgar mejor que a las mayorías (como ocurre ordinariamente en el terreno del poder judicial, sin perjuicio de la institución del jurado).
Pero otras veces, el criterio de las mayorías, como expresión del todo, encontrará su fundamento, por decirlo así, más que en la razón en la fuerza: las mayorías («el pueblo unido») tiene un poder mayor que las minorías («jamás será vencido»); y no hace falta decir más. Sin embargo, esto no es cierto; muchas veces minorías bien organizadas disponen de un poder de control indiscutible sobre las mayorías, que se ven obligadas, y a veces incluso con aquiescencia de su voluntad, a plegarse a las directrices que le son impuestas. Tan sólo en el terreno prudencial o pragmático puede cobrar algún valor el criterio de la mayor fuerza de las mayorías. Por ejemplo, cuando se contempla la necesidad de rectificar el rumbo, una mayoría descontenta o desesperada puede tener más fuerza en su protesta o en su resistencia pasiva, que la minoría responsable obligada a rectificar; mientras que si la mayoría fue la que marcó el rumbo, a nadie puede hacer responsable, teóricamente al menos, de su fracaso.
Pero, sobre todo, la cuestión estriba en que cuando se discute si las mayorías representan al todo mejor o peor que las minorías, no suele quedar determinado a qué mayorías se refieren los argumentos, por lo que la cuestión podría aquí quedar desplazada del terreno de la confrontación del criterio mayoría/minoría al terreno de la confrontación de diferentes mayorías entre sí. En efecto: ¿se trata de una mayoría aritmética simple, o de una minoría mayoritaria [20] (una minoría que sea la mayor entre todas las restantes minorías)? ¿Y por qué, en una clase estadística, como lo es un cuerpo electoral con distribución normal, no tomamos como mayoría la moda o el modo? ¿Y por qué, entre las mayorías aritméticas, ha de privilegiarse la mayoría «un medio más uno» y no otras mayorías aritméticas, tales como «un medio más dos», «un medio más tres», o las mayorías aritméticas cuantificadas, como puedan serlo las mayorías absolutas de tres cuartos, de cuatro quintos, &c.? Todas estas interpretaciones constituyen, desde luego, expresiones aritméticas del cuantificador lógico «algunos»; pero tan «algunos» son la minoría mayoritaria como la mayoría simple, la mayoría de dos tercios, como la de tres cuartos; lo que significa que estas determinaciones aritméticas del cuantificador lógico «algunos» que utilizó Aristóteles, no son propiamente determinaciones lógicas, sin perjuicio de que algunos autores, siguiendo las huellas de W. Hamilton, como Rensch («Plurality Quantification», en Journal of Symbolic Logic, 27, 1962), pretendan hacer pasar estas determinaciones aritméticas o estadísticas como si fueran cuantificadores lógicos. En el cuantificador «algunos» («por lo menos uno») no cabe distinguir minorías y mayorías; por lo que si se las distingue, es porque, desde un punto de vista lógico, las mayorías están supliendo por «todos» más que por «algunos». La suplencia se reconoce de hecho en el momento en el que se interpretan las decisiones de la mayoría como decisiones «asumidas por el todo», desde el momento en que las minorías derrotadas están dispuestas a acatar el resultado mayoritario (aun cuando tuvieran fuerza para resistirlo). El criterio de la mayoría implica, según esto, el consenso y el acuerdo de todos (consensus omnium, voluntad general).
Ahora bien: lo que ocurre es que el consenso y el acuerdo de la mayoría no se identifican siempre, porque las mayorías no son unívocas. Supuesta la distinción lógica entre consenso y acuerdo, comprobaremos que hay mayorías y minorías, en la línea del consenso, y que hay mayorías y minorías en la línea del acuerdo; y, en ocasiones, ocurre que las mayorías en desacuerdo mantienen consenso en los resultados.
Y esto es lo que nos obliga a analizar las «mayorías democráticas» de un modo menos grosero que aquel que se atiene a las distinciones meramente aritméticas. Evitando la prolijidad nos limitaremos a decir que cuando hablamos de todos (o de mayorías que los representan), o bien nos referimos a totalidades (mayorías) atributivas, o bien a totalidades distributivas (con las cuales podremos formar ulteriormente, por acumulación de elementos, conjuntos atributivos con un determinado cardinal); y cuando nos referimos a totalidades atributivas, o bien tenemos en cuenta la extensión del conjunto de sus partes, o bien la intensión o acervo connotativo en cuanto totalidad o sistema de notas, relacionadas no sólo por alternativas libres, sino ligadas, como ocurre con los alelos de la Genética. De este modo nos veremos obligados a construir una distinción entre dos tipos de mayorías (o de relaciones mayoritarias) que denominaremos respectivamente consenso y acuerdo (aunque estaríamos dispuestos a permutar la terminología). El primer tipo, se constituye a partir de una línea de relaciones entre los elementos extensionales del cuerpo electoral (considerado como totalidad distributiva) y un conjunto de componentes a título de alternativas opcionales dadas en un «acervo connotativo», con el cual aquél ha de intersectar, precisamente en las operaciones de elección o selección, y en esta línea de relación definimos el consenso. El segundo tipo de mayorías se constituye a partir de una línea de relaciones entre las opciones elegidas (del «acervo connotativo») y los elementos del [22] cuerpo electoral que las seleccionaron; en esta línea de relaciones definiremos el acuerdo.
Llamemos consenso democrático a la aceptación de la resolución tomada por una mayoría (según criterios aritméticos oportunos; unanimidad, en el límite) de electores conformes con un candidato u opción; en general, un contenido k del acervo connotativo. El consenso, según esto, debe entenderse como una relación de los electores a contenidos k. Llamemos acuerdo democrático a la condición de la resolución sobre los contenidos k en la que la mayoría (según el mismo criterio anterior) de los electores estén conformes entre sí. El acuerdo es una relación de los contenidos k y los electores.
Ahora bien: el acuerdo democrático, referido al cuerpo electoral, respecto de determinadas opciones k, puede ir unido a un consenso (positivo o negativo), ya sea mayoritario, ya sea unánime; el acuerdo es imposible sin consenso. Pero –y cabría llamar a esta situación «paradoja democrática»– el consenso puede disociarse del acuerdo: puede haber consenso en medio de una profunda dis-cordia, dia-fonia o des-acuerdo. Dicho de otro modo: las mayorías que soportan un consenso no implican necesariamente a las mayorías necesarias para un acuerdo, y esta paradoja no resultará desconocida a quienes hayan participado, como vocales o jueces, en los antiguos tribunales de oposiciones a cátedras.
Un tribunal de cinco miembros (E) puede considerarse, en efecto, como un cuerpo electoral en miniatura que tiene que elegir o seleccionar un «contenido k» de entre un acervo connotativo C (doctrinas, técnicas, &c.) vinculado con los candidatos que lo soportan o «encarnan». Supongamos, en el caso más sencillo, un tribunal compuesto de cinco jueces o electores {1,2,3,4,5}, dotado de la regla de la mayoría simple (de donde su numero impar, a efectos de obtener mayoría aritmética, sin necesidad de apelar a «voto de calidad», según el principio: «en democracia los votos no se pesan, se cuentan»), comisionados para seleccionar a cinco candidatos-doctrinas {a,b,c,d,e}, que forman parte, sin duda, respectivamente, de un conjunto más amplio, y de un repertorio más o menos definido en el acervo connotativo de la especialidad de que se trate. Podemos representar en tablas de doble entrada los contenidos {a,b,c,d,e} en cabeceras de columna; los electores {1,2,3,4,5} en cabeceras de fila; las decisiones, positivas o negativas, por los símbolos + y – (las abstenciones por 0). La propiedad más importante de esta tabla es no ser simétrica. Por ejemplo, el grado de homogeneidad de las columnas tiene significado cuando al consenso/disenso de los electores (respecto del término correspondiente); pero este significado no puede ser atribuído a cualquiera de los grados de homogeneidad que podamos apreciar en cada fila, considerada por separado. En cierto modo, las cabeceras de columna representan la extensión de la clase, y las cabecersa de fila su connotación. Y tiene también acaso sentido la correspondencia analógica que pudiera establecerse entre el «conjunto de las cabeceras de fila» y el «conjunto de los somas individuales de una especie» de Weissman, en cuanto portadores de un «acervo genético» que se corresponde con el «conjunto de las cabeceras de columna» de las tablas.
Tomando las tablas como referencias podemos definir el consenso en la dirección vertical, por el grado de las homologías de cuadros marcados de cada columna y, por tanto, por la relación entre las diversas columnas; en cambio, los acuerdos se representarán en dirección horizontal, por las relaciones de homología entre filas distintas (no por las homologías [23] entre los cuadros marcados de cada fila). El cómputo del consenso, por el criterio de la mayoría simple (en el límite, unanimidad) es sencillo. La mayoría (expresión del consenso total) resultará a partir de las mayorías de cada columna, de la suma de estas mayorías, si ella es mayoritaria (cuando nos referimos a cada columna por separado habrá que hablar de conformidad en diversos grados; el consenso aparecerá como mayoría simple de las columnas).
Pero el cómputo de acuerdos es más difícil, porque aquí, según el mismo criterio, ellos pueden tener alcances muy diversos. La distinción más importante, a efectos de su cómputo, es la distinción entre acuerdos (y por tanto, entre el significado de las mayorías que les corresponden) de primer orden y acuerdos de segundo orden. Acuerdos de primer orden (en relación con la tabla de referencia, pero se supone que la generalización es posible) son aquellos que se mantienen en la perspectiva global de la tabla, como representación de una totalidad única; lo que equivale a decir que tal totalidad habrá de ser considerada, a efectos del cómputo, como la resultante de la comparación directa o inmediata, por vía de producto lógico, de cada fila con todas las demás, dado que descartamos (o no consideramos) la situación de «acuerdo de una fila consigo misma», y que consideramos a los acuerdos dos a dos como simétricos. En este contexto de primer orden, para una matriz cuadrada de cinco líneas {1, 2, 3, 4, 5}, el número máximo de acuerdos posibles sobre los contenidos {a, b, c, d, e} será el de diez: {(1/2), (1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5), (4/5)}. Los acuerdos de primer orden, aunque computados a través de las homologías de los electores, nos remiten a unas relaciones objetivas que tienen que ver con la consistencia del acervo connotativo (el grado máximo de consistencia sería el de diez); no porque se dé un acuerdo extensional por mayoría simple tendremos que concluir un acuerdo connotativo: el acuerdo mayoritario de un cuerpo electoral sobre la institución monárquica no la hace a esta compatible con el principio de igualdad de oportunidades que se supone figura también en el sistema.
Los acuerdos de segundo orden, en cambio, son aquellos cuyo cómputo comienza «reorganizando» prácticamente la tabla o matriz en dos submatrices o regiones matriciales dadas precisamente en función de la estructura de sus homologías, y de forma tal que lo que ahora se compara es el cardinal de acuerdos de una región con el de otra; o, dicho de otro modo, la consistencia de la matriz deducible de esos acuerdos vendrá dada, no inmediatamente (por la comparación de partes-filas dos a dos), sino mediatamente, a través de las regiones previamente establecidas. Y ahora puede ocurrir que una matriz haya quedado partida o fracturada en dos submatrices de tres y dos filas, de suerte que los acuerdos sean plenos (totales) en cada una de ellas, sólo que de signo positivo la primera y negativo la segunda. Diremos ahora que la matriz total tiene mayoría de acuerdos positivos (tres filas contra dos), pero un tal acuerdo mayoritario de segundo orden estará en contradicción total con el desacuerdo mayoritario de primer orden, que arroja una mayoría de seis desacuerdos {(1/4), (1/5), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5)} contra una minoría de un único acuerdo {(4/5)}. La apariencia, en este caso, de que la mayoría más significativa es la de segundo orden («tres contra dos») se debe a que en este cómputo hemos reducido la matriz a sus cabeceras de fila, o, si se prefiere, a la extensionalidad del conjunto de los electores, dejando de lado la estructura misma del sistema de relaciones entre las filas, sistema que tiene que ver precisamente con la consistencia o inconsistencia de la matriz. Ilustramos con las siguientes tablas las cuatro situaciones posibles: [24]
Situación I: Consenso con acuerdo
cModelo II-1No hay consenso (empate en cada una y todas las columnas). No hay acuerdo (el cuerpo electoral está fracturado en tres subconjuntos disyuntos): {1,2}, {3} {4,5}.
Modelo II-2No hay consenso (no hay conformidad en cada columna), no hay acuerdo.
Modelo II-3No hay consenso, no hay acuerdo.
Situación III: Consenso sin acuerdo(«paradoja democrática»)
Modelo III-1Hay consenso mayoritario y positivo (todos los candidatos-doctrinas han sido elegidos por tres votos frente a dos). Hay desacuerdo mayoritario de primer orden: seis desacuerdos {(1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5)} frente a tres acuerdos {(3/4), (3/5), (4,5)}. Sólo hay acuerdo mayoritario de segundo orden (con fractura de la matriz en dos regiones disyuntas).
Modelo III-2Hay consenso mayoritario y positivo; pero hay desacuerdo mayoritario de primer orden: nueve desacuerdos (con más de tres discrepancias): {(1/2), (1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5)} frente a un acuerdo mínimo y no unánime (4/5). Hay también desacuerdo de segundo orden. De este modo, una vez terminado el escrutinio, podremos comparar los votos emitidos por cada elector (las filas, ahora por separado, que ya no expresan directamente acuerdos o desacuerdos) con los votos obtenidos por cada opción (las columnas, que expresan el consenso), resultando la paradoja de que en la mayoría de las decisiones, la mayoría de los electores {1,2,3} ha votado con quienes han quedado en minoría ante el consenso.
Modelo III-3Hay consenso mayoritario y pleno de tipo negativo, no hay acuerdo de primer orden ni de segundo orden.
Situación IV: Acuerdo sin consenso
= Æ
Concluimos: la definición aristotélica de democracia como «gobierno de todos» es ideológica, porque este «todo» debe ser traducido a una mayoría, que es, a su vez, concepto que sólo puede sostenerse doctrinalmente (en cuanto expresión del todo) mediante una serie de convenciones que, o bien piden el principio, o bien son meramente metafísicas; y cuando se intentan traducir al terreno, estrictamente técnico, no siempre son compatibles (mayoría de consenso, mayoría de acuerdo). Un consenso democrático, incluso si es sostenible en múltiples ciclos, no implica acuerdos o armonía entre las partes de una sociedad política, porque el consenso puede reproducirse, por motivos meramente pragmáticos, en un contexto de profunda discordia política, que induce a sospechar la precariedad de un sistema que estaría fundado más en su dependencia de condiciones [26] coyunturales de entorno que en su propia coherencia o fortaleza interna. Otra vez cabría comparar el cuerpo de electores a lo que en la biología de Weissman se llamó el soma, y el acervo connotativo a lo que en esta misma biología se llamó el germen.
3. Una clasificación sumaria de las ideologías democráticas
La definición etimológica que Aristóteles dio de la democracia, fundada, según hemos sugerido, en la técnica de las asambleas antiguas, es, como él mismo advirtió insistentemente, muy genérica y abstracta y, en realidad, la democracia, como sistema político, sólo podría determinarse, en sus múltiples variantes, a lo largo de todo un proceso histórico o, dicho de otro modo, en la confrontación con otros sistemas políticos alternativos. En nuestro presente político (que algunos politólogos hacen arrancar de la revolución inglesa de 1688, otros de la revolución de Virginia de 1776, los más de la Gran Revolución de 1789, y los menos de la constitución de Weimar de 1919) la democracia sigue realizada en muy diversas variantes, que de vez en cuando se niegan mutuamente el derecho a utilizar tal denominación (como vemos en el caso de Cuba y Estados Unidos), sin perjuicio de lo cual la tendencia dominante y, a nuestro juicio, claramente ideológica, es la de considerar el concepto de democracia como unívoco o monotípico, exigiendo que únicamente sean considerados democráticos los sistemas homologables con la variante más poderosa en el terreno productivo, comercial o militar. Con esto no queremos dar a entender que un concepto de democracia que renuncie a la univocidad dejará por ello de ser ideológico, porque, en cierto modo, cada variante de la democracia tiene su ideología y aun su nematología propias.
Disponemos obviamente de muchos criterios para clasificar estas ideologías democráticas; criterios que obligadamente implican algún punto de referencia. Por nuestra parte, y a fin de mantenernos en el propio terreno de la ideología y aun de la filosofía democrática, tomaremos como referencia ciertas ideas asociadas a la Gran Revolución, a saber, la propia idea «secular» de sociedad política, como autoorganización del pueblo soberano y sus tres principios consabidos: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Según esto podríamos clasificar las ideologías democráticas en dos grandes apartados:
Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a la idea misma de sociedad política globalmente considerada.
Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a cada uno de sus «principios».
4. Visiones ideológicas de la democracia vinculadas a la idea misma de sociedad política, globalmente considerada
Nos referiremos, muy esquemáticamente, a las dos concepciones de la democracia que probablemente dominan en la «filosofía mundana» del presente; dos concepciones que, por otra parte, no se excluyen, en modo alguno, entre sí.
(1) «La democracia es la esencia misma de la sociedad política, la forma más característica de su constitución: la democracia es la misma autoconstitución de la sociedad política.» [27]
El alcance y significado de esta concepción sólo puede establecerse cuando se tiene en cuenta lo que ella niega, a saber: que las constituciones no democráticas puedan considerarse siquiera como sociedades políticas no espúreas, y no, más bien, como sistemas efímeros o inconsistentes, o acaso como reliquias de sociedades de primates o simplemente como perversiones que nos ponen delante de una sociedad política degenerada (en un sentido análogo a aquel en el que San Agustín decía que el Imperio romano o, en general, los imperios paganos –Babilonia–, no eran propiamente sociedades políticas porque en ellas no reinaba la justicia).
Esta concepción de la sociedad política como «democracia prístina» alienta sin duda en las teorías del contrato social (en nuestros días resucitadas por Rawls o Fukuyama), que postulan una suerte de «asamblea democrática original constituyente» de la propia sociedad política, e inspira el modo de entender a las sociedades políticas no democráticas como situaciones inestables, transitorias y forzadas, que sólo encontrarían su estado de equilibrio definitivo al adoptar la forma democrática. Por lo demás, estas ideologías democráticas encuentran su principal punto de divisoria en el momento de enfrentarse con la efectividad de los Estados «realmente existentes». En función de esta realidad, la ideología democrática se decanta hacia el anarquismo, cuando está dispuesta a considerar (al modo agustiniano) cualquier indicio estatista como reliquia prehistórica (incluyendo aquí la «prehistoria de la humanidad» de Marx), que impide la plena organización democrática de la sociedad; y se decanta hacia posiciones no anarquistas cuando contempla la posibilidad de una plena democratización del Estado en la forma de un Estado de derecho.
El carácter ideológico de esta concepción de la democracia podría denunciarse a partir del análisis de esa «asamblea prístina» o cotidiana de individuos contratantes; una tal asamblea presupone ya la existencia de esos individuos, de unos electores surgidos del «estado de naturaleza», cuando la realidad antropológica es que esos individuos capaces de llevar a cabo un «contrato social democrático» son producto ellos mismos de una sociedad política previamente establecida sobre supuestos no democráticos. Dicho de otro modo, la democracia no puede «autoconstituirse» como sociedad política; aparece in medias res en una dialéctica turbulenta de reorganización de instituciones políticas previas (por ejemplo, las del «Antiguo Régimen») a las cuales ha de enfrentarse violentamente.
La actualidad, en ejercicio, de esta concepción ideológica de la democracia, creemos que puede advertirse en las reivindicaciones que constituyen el núcleo de los programas de «autodeterminación» proclamados por cantidad de partidos nacionalistas asiáticos, africanos, europeos, algunos de los cuales actúan en la España posterior a la Constitución de 1978. Algunos llegan a considerar esta Constitución como viciada en su origen precisamente porque la consulta pública que la refrendó no se hizo por individuos clasificados en «nacionalidades», sino por individuos considerados de entrada como españoles. Y como el mismo argumento habrá de aplicarse al caso en el que el referéndum se hubiera hecho, pidiendo el principio, por nacionalidades (País Vasco, Cataluña, Galicia, el Bierzo, Aragón, &c.), la única salida teórica sería regresar al «individuo humano» en general, tal como lo contempla la Declaración de los Derechos Humanos de 10 de noviembre de 1948 (como si entre estos derechos humanos figurase el de autodeterminarse en una nacionalidad más que en otra, que es la materia de la «declaración de los pueblos» [28] de Argel de 4 de julio de 1976 y que está en muchos puntos en contradicción con la declaración de 1948. Los partidos o coaliciones nacionalistas (tanto el PNV como HB y otros) reivindican en rigor su «derecho a la autodeterminación» como si fuese un derecho democrático prístino; por ello una tal reivindicación, cuyo objetivo ideológico es crear nuevas democracias frente a la supuesta opresora democracia española de 1978, se inspira en una concepción claramente ideológica (por no decir metafísica) de la democracia, que olvida, por ejemplo, los derechos históricos de los españoles no vascos, no catalanes, &c., a formar parte del cuerpo electoral en proceso de «autodeterminación», y confunde la autodeterminación con la secesión pura y simple. Paradójicamente, la idea de una «autodeterminación democrática» constituye el principio del enfrentamiento, muchas veces sangriento, en nombre de la democracia, de unas democracias reales con otras proyectadas o realmente existentes.
Lo que no tiene sentido es invocar a la democracia en general (formal) como a un principio de unidad; porque la democracia es siempre democracia material; por ejemplo, la democracia de 1978 es la democracia española, democracia de los españoles. Por ello, el hecho de que los partidos separatistas invoquen a la democracia, en términos formales, y aún la opongan al fascismo o al terrorismo, no significan que estén manteniendo algún acuerdo con la democracia española realmente existente; su proyectada democracia no significa unión con la democracia real española, sino precisamente separación de ella, por lo que la expresión «unidad necesaria entre todos los demócratas» es ideológica; y esa unidad se refiere a otros aspectos de la vida social, por ejemplo, a la recusación de los métodos terroristas. Recusación que también podrían suscribirla los grupos más aristocráticos. Expresiones tales como «unidad de todos los demócratas en la no violencia» tienen un alcance análogo al que alcanzaría una «unidad de todos los demócratas y aristócratas ante la no violencia». Esta unidad no se proclama tanto en el plano político como en el plano ético o moral, y la prueba es que la proclamada, por los separatistas, «unidad democrática», está calculada para alcanzar la separación política y no la unidad.
(2) «La democracia es el gobierno del pueblo.»
Difícilmente podríamos encontrar un concepto más metafísico que el concepto de «pueblo», utilizado en el contexto político de la gran revolución. Era un concepto procedente de la antigua Roma, por cierto muy poco democrática (salus populi suprema lex esto), que incorporó el cristianismo (el «pueblo de Dios») y de ahí pasó al romanticismo (Volkstum, de Jahn), construido a partir del término Volk (que, por cierto, procede del latín vulgus) mezclado con el concepto moderno de nación (como sustitutivo, en la batalla de Valmy, del «rey» del Antiguo Régimen: los soldados, en lugar de decir «¡Viva el Rey!» gritaron «¡Viva la Nación!»). En la Constitución española de 1978 la expresión «los pueblos» se carga a veces con ecos krausistas (la Europa de los pueblos) en una tendencia a trazar con línea continua las fronteras de los pueblos y a redibujar con línea punteada (hasta tanto se logre borrarla) las fronteras entre los «Estados canónicos». Si el concepto de pueblo adquiere valores muy distintos y opuestos entre sí, en función de los parámetros que se utilicen (unas veces, el pueblo será una nación concreta, a la que se le supondrá dotada de una cultura propia; otras veces el pueblo será el conjunto de los trabajadores, incluso de los proletarios de todo el mundo) se [30] comprenderá el fundamento de nuestra conclusión, que considera a la expresión «democracia como soberanía del pueblo» como meramente ideológica.
5. Visiones ideológicas de la democracia vinculadas a los principios de la Gran Revolución
(3) «La democracia es la realización misma de la libertad política.»
Esta tesis está ya expuesta, en plena ideología esclavista, con toda claridad, por Aristóteles: «el fundamento del régimen democrático es la libertad. En efecto, suele decirse que sólo en este régimen se participa de libertad, pues esta es, según afirman, el fin al que tiende toda la democracia. Una característica de la libertad es el ser gobernado y gobernar por sí mismo.» (Política, 1317ab).
Es evidente que si definimos ad hoc la libertad política de este modo, el régimen democrático encarna la libertad mucho mejor que el monárquico o que el aristocrático. En fórmula de Hegel: o bien uno es libre, o algunos, o todos. Y desde luego, parece innegable que la «libertad democrática», en tanto implica una libertad de (respecto del régimen aristocrático o del monárquico), alcanza un radio de acción mucho más amplio que el que conviene a cualquier otro régimen. ¿Cuando comienza la visión ideológica de la libertad democrática? En dos momentos distintos principalmente:
Ante todo, en el momento en el cual la libertad política, así definida, tiende a ser identificada con la libertad humana en general, y aun a constituirse en un molde de esa misma libertad, entendida como libertad de elección; como si la elección popular de los representantes de cada uno de los tres poderes (incluida la elección directa del ejecutivo) fuese el principio de la libertad humana en general, entendida precisamente como libertad de elección o libre arbitrio.
Sobre todo, en el momento en el cual la libertad política, entendida como libertad de (respecto de la monarquía o respecto de la oligarquía) implicase inmediatamente una libertad para definible en el propio terreno político. Pues ello equivaldría a dar por supuesto que las decisiones por las cuales los ciudadanos eligen a sus representantes, jueces o ejecutivos, fueran elecciones llevadas a cabo con pleno conocimiento de sus consecuencias, incluso en el supuesto de que estas elecciones fuesen llevadas a cabo de acuerdo con su propia voluntad («llamamos, pues, tiranía –dice Platón en El Político– al arte de gobernar por la violencia, y política al de gobernar a los animales bípedos que se prestan voluntariamente a ello»). Pero la ficción ideológica que acompaña, en general, a los sistemas democráticos, estriba en sobrentender que un acto de elección voluntaria es libre para (por el hecho de estar libre de una coacción violenta), como si la elección, por ser voluntaria, debiese dejar de estar determinada, bien sea por el cálculo subjetivo (no político), bien sea simplemente por la propaganda (eminentemente, en nuestros días, por la televisión). Pero hay más: aun concediendo que cada uno de los electores, o, por lo menos, su gran mayoría, lleve a cabo una elección personal libre, de ahí no se seguiría nada respecto de la composición de las voluntades libres; porque la composición de voluntades no da lugar a una voluntad (aunque se la llame «voluntad general»), como tampoco de la «composición de cerebros», puede resultar un cerebro (aunque se le llame «cerebro colectivo»). [31]
(4) «La democracia es la realización de la igualdad política.»
Por definición, la democracia, en esta alternativa, se concibe como un régimen en el cual la igualdad política de los ciudadanos (que incluye la igualdad ante la ley o isonomía) alcanza un grado indiscutiblemente superior al que puede lograr en regímenes monárquicos o aristocráticos. Pero ocurre aquí como ocurre con la libertad: la visión ideológica de la democracia comienza cuando se sobrentiende que esa igualdad alcanzada, sin perjuicio de ser entendida, además, como igualdad plena y omnímoda, quedará garantizada por la democracia misma.
La igualdad no es propiamente una relación, sino un conjunto de propiedades (simetría, transitividad, reflexividad) que puedan atribuirse conjuntamente a relaciones materiales-k dadas; en nuestro caso, la igualdad política no es una condición originaria, fija, atribuible a las relaciones que se establecen entre los elementos de un conjunto de ciudadanos, sino una condición que se adquiere o se pierde según grados no fijados de antemano en un origen mítico ideal («todos los hombres nacen iguales»), en la lucha individual y social. La democracia no garantiza la igualdad política, sino, a lo sumo, las condiciones del terreno en el cual esta igualdad puede ser reivindicada en cada momento. En virtud de su definición lógica, la igualdad implica la sustituibilidad de los iguales en sus funciones políticas; por tanto, los grados de la igualdad democrática habrán de medirse tanto por la posibilidad de elegir representantes para ser gobernado equitativamente por ellos, como por la posibilidad de ser elegido (en el límite, una democracia de iguales podría reconocer al sorteo de los magistrados, ejecutivos o representantes, como el procedimiento más idóneo). Siendo, como es evidente, que la igualdad de los ciudadanos en el momento de ser elegidos (como representantes, diputados, y no digamos jefes de Estado, sobre todo en monarquías de sucesión hereditaria) es sólo una ficción (como lo es el llamado «principio de igualdad de oportunidades» que se reduce casi siempre a la creación de unas condiciones abstractas de igualdad que servirán para demostrar las desigualdades reales entre los candidatos) podremos medir hasta qué punto es ideológico hablar del régimen democrático (en abstracto) como realización de la «igualdad política».
Y no hablamos de la igualdad social, o económica, o religiosa, o psicológica, que muchas veces es presentada como un simple complemento que debiera deducirse de una constitución democrática, por mucho que se denomine a esta «democracia social». El socialismo, o el comunismo, no ha sido siempre democrático (el leninismo no pretendió ser democrático, al menos en su fase de «dictadura del proletariado») y la democracia política, en cuanto tal, puede no ser socialista, puesto que ella es compatible con una sociedad dividida en profundas diferencias económicas, culturales o sociales, con una clase ociosa reconocida, con élites aristocráticas, sometidas, sin embargo, a los criterios de la democracia política; es perfectamente posible que en una sociedad política organizada como un Estado de derecho y funcionando de acuerdo con las más escrupulosas reglas democráticas la mayoría de sus ciudadanos esté dispuesta a participar simbólicamente en las ceremonias que una clase ociosa o una clase aristocrática les ofrece en espectáculo como parte de su propia vida (por ejemplo, el matrimonio «morganático» de una infanta). Dicho de otro modo: las reivindicaciones de orientación socialista o comunista que puedan ser formuladas no tendrán por qué ser propuestas en nombre de la democracia, sino en nombre del [32] socialismo o del comunismo, en la medida en que ellas no buscan tanto o solamente la igualdad política, cuanto la igualdad económica o social, compatible con las desigualdades personales más acusadas. Una sociedad democrática, en cuanto tal, no tiene por qué extirpar de su seno la institución de las loterías millonarias que son, lisa y llanamente, mecanismos de amplia aceptación popular puestos en marcha precisamente para conseguir aleatoriamente la desigualdad económica de algunos ciudadanos respecto del promedio. Es cierto que esta desigualdad, así obtenida, no viola formalmente la igualdad política democrática, pero también es cierto que una sociedad que admite y promueve estas instituciones no podría ser llamada «democracia social» o «socialdemocracia».
(5) «La democracia es la realización de la fraternidad (o de la solidaridad).»
Cabría afirmar que el concepto de fraternidad constitutivo de la triada revolucionaria ha ido paulatinamente sustituyéndose por el concepto de solidaridad. Acaso esta sustitución tenga que ver con la voluntad (que se percibe en las teorías del positivismo clásico, de Comte o de Durkheim) de arrinconar un concepto («fraternidad») ligado a la sociedad patriarcal y recuperado por algunas sociedades secretas, para reemplazarlo por un concepto más abstracto y más acorde con las sociedades industriales más complejas. Lo que no quita oscuridad y confusión al concepto de solidaridad. Unas veces, en efecto, se sobrentiende este concepto como virtud ética (y entonces, la solidaridad, tiene un radio universal que transciende el de las sociedades políticas); otras veces, como un concepto moral, que se refiere a las reivindicaciones de un grupo de personas dado (un grupo de herederos, de asalariados, de compatriotas), contra terceros, en cuyo caso, la solidaridad, ya no puede universalizarse, porque si bien cabe hablar, por ejemplo, de la «solidaridad de los trabajadores frente a sus patronos explotadores», no tendría sentido hablar de «solidaridad de trabajadores y patronos», salvo que, a su vez, constituyan un «bloque histórico» contra terceros. Ahora bien, la solidaridad, como virtud ética, no puede interpretarse como una virtud propia de la democracia; y el gobierno que encomienda a la ética –y a los profesores de ética– la misión de hacer posible la democracia real, es un gobierno idealista que acaso pretende aliviar la conciencia de su fracaso con la coartada de la «formación ética» de los ciudadanos.
La solidaridad democrática, como concepto político, habría de restringirse, por tanto, al terreno político, como «solidaridad de los demócratas contra terceros», en sentido político: oligarcas, grupos de presión política, &c. Todo lo que exceda este territorio habrá de ser tenido por ideológico.
Como lo excede, en nuestros días, en España, un entendimiento ético de la solidaridad que, curiosamente, restituye de hecho este concepto a su alvéolo originario, la fraternidad, al menos si por fraternidad se entiende, como es costumbre (olvidándonos de Caín o de Rómulo, los grandes «fundadores de ciudades», de Estados) la virtud que tiene que ver con el amor («abrazo fraternal»), con la tolerancia («reprensión fraterna») y, sobre todo, con la no violencia. De este modo, la contraposición entre demócratas y violentos llega a convertirse casi en un axioma. Pero este axioma, que podría entenderse como una aplicación concreta del principio de la fraternidad, es puramente ideológico y está movido principalmente (si no nos equivocamos) por los intereses separatistas de los partidos nacionalistas vascos (principalmente) que no quieren utilizar los [33] métodos propios del terrorismo. En efecto, el delito político fundamental contra una sociedad política constituida, sea democrática, sea aristocrática, es el separatismo o el secesionismo; pero como habría que declarar incursos en este delito político tanto al PNV como a HB, pongamos por caso, puestos que ambas formaciones son separatistas (y sus dirigentes hacen constar públicamente que «no se sienten españoles»), se acudirá, para poner entre paréntesis esta circunstancia, al criterio de la violencia. Y en lugar de hablar de demócratas (españoles, los de la Constitución de 1978) y de antidemócratas (respecto de esa democracia constituida) se comenzará a hablar de no violentos y de violentos. Con lo cual se transforma ideológicamente la democracia en una suerte de virtud intemporal, una virtud mas estratosférica que política, porque consiste en practicar el diálogo, la tolerancia omnímoda y la no violencia. Como si la democracia no tuviese que utilizar continuamente la violencia policial o judicial, o incluso militar si llegase el caso (¿por qué si no mantener un ejército?) contra sus enemigos, entre ellos los terroristas. ¿O es que se pretende sobrentender que sólo practican la violencia los terroristas, pero no la policía, la ertzainza, los jueces que condenan a ciertos de años de prisión a los terroristas? Acudir a la regla: «La intolerancia contra la intolerancia es la tolerancia», no suprime la intolerancia como método (aun cuando la tolerancia sea su objetivo); por otra parte, semejante regla, también sería asumida de inmediato por los terroristas (que se consideran violentados por las «tropas de ocupación españolas»). Y, en todo caso, esa «regla» no es sino una de las combinaciones algebraicas dadas en un sistema que contiene estas otras tres: «la intolerancia de la tolerancia es la intolerancia»; «la tolerancia de la intolerancia es la intolerancia» y «la tolerancia de la tolerancia es la tolerancia».
6. Metafísica de la democracia
Las ideologías democráticas de las que hemos hablado podrían pretender mantenerse (es cierto que a duras penas) en un terreno estrictamente político o, al menos, podría intentarse entenderlas siempre en el ámbito de las categorías políticas, e incluso justificarlas en la medida en que colaboran a extirpar cualquier brote orientado hacia la restauración de cualquier tipo de «Estado dual» (como alguno llama a un Estado en el que existen las SS fascistas o la NKVD soviéticas). Pero, de hecho, suelen desembocar, de modo más o menos soterrado, en una auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier terreno político, envolviéndolos con una concepción tal del hombre y de la historia que, desde ella, la democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clave del destino del hombre y de su historia, como la fuente de todos sus valores, y como la garantía de su «salvación».
La democracia metafísica será entendida, ante todo, como la fuente de la ética, de la moral, de la sabiduría práctica, de la verdad humana, del sentido de la vida y del fin de la historia humana. Se hablará de la democracia como si desde ella pudieran ser comprendidos, controlados, superados, cualquier otro género de impulsos, ritmos, intereses, que actúan en las sociedades y en la historia humanas. La visión secular que Hegel atribuyó, en su Fenomenología del espíritu, a la «autoconciencia» como fin y objetivo de la evolución humana (tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem) se desplazará hacia la democracia: la «autodeterminación» democrática de la humanidad será el fin de la historia. Kojève y Fukuyama se han atrevido a decirlo públicamente. [34]
Desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al proclamarse «demócratas», parezcan sentirse «salvadas», «justificadas», «elegidas» –y no sólo en unas elecciones parlamentarias–. Ser demócrata significará para esas personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas formar parte de su grupo, y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan «ser de izquierdas de toda la vida», sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras). Es cierto que ningún demócrata (ni aún el más metafísico) podrá considerarse sectario, aunque experimente sentimientos de exaltación plena similares a los del sectario, porque una democracia es todo lo contrario de una secta: es, por esencia, pública. Pero también hay religiones públicas (como el cristianismo) o movimientos políticos públicos (como el fascismo o el comunismo) cuyos miembros han podido llegar a creer mayoritariamente que estaban colaborando a traer al mundo al «hombre nuevo» (si es que no creían haberlo traído ya).
Y, en cualquier caso, habrá siempre que analiza hasta qué punto una sociedad política que basa la «autoconciencia» de su fortaleza en la estructura democrática de sus instituciones, no está siendo víctima de un espejismo ideológico, porque acaso la fortaleza del sistema deriva de estructuras materiales que tienen que ver muy poco con la democracia formal. Por ejemplo, ¿puede asegurarse que la fortaleza de una nación organizada como democracia coronada se asiente antes en su condición democrática (adornada «accidentalmente» por un revestimiento monárquico) que en la propia corona y en la historia que ella representa?
[10 de octubre de 1997]
Publicado en la revista Ábaco, Revista de Cultura y Ciencias Sociales, 2ª época, número 12/13, Gijón 1997, págs. 11-34.
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Bibliografía de Gustavo BuenoTextos de Gustavo Bueno
Autores
Gustavo BuenoLa democracia como ideologíaÁbaco, nº 12/13, 1997
«Hay quienes piensan que existe una única democracia y una única oligarquía,pero esto no es verdad; de manera que al legislador no deben ocultárselecuántas son las variedades de cada régimeny de cuántas maneras pueden componerse.»Aristóteles, Política, 1289a
1. La democracia como sistema político y como ideología
Damos por supuesto que la democracia es un sistema político con múltiples variantes «realmente existentes». Por ello podríamos afirmar (valiéndonos de una fórmula que el mismo Aristóteles utilizó en otros contextos) que la democracia «se dice de muchas maneras». Pero la democracia es también un «sistema de ideologías», es decir, de ideas confusas, por no decir erróneas, que figuran como contenidos de una falsa conciencia, vinculada a los intereses de determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan mutuamente de un modo más o menos explícito o encubierto.
¿Es posible según esto analizar las democracias «realmente existentes» al margen de las ideologías que las envuelven y que envuelven también al analista? No entraremos aquí en esta cuestión, puesto que nuestro objetivo es hablar más que de las democracias realmente existentes, de las ideologías que envuelven a estas democracias, sin necesidad de comenzar negando que las democracias puedan ser algo más que meras ideologías, y aun sin perjuicio de reconocer la necesidad de componentes ideológicos en la misma estructura de las democracias que existen realmente, por hipótesis. Comenzaremos presentando un par de consideraciones previas que sirvan de referencia de lo que entendemos por «realidad» en el momento de hablar de las democracias como nombre de realidades existentes en el mundo político efectivo.
Nuestra primera consideración tiene que ver [12] con el tipo de realidad que, desde nuestras coordenadas, cabría reconocer a las democracias. Supondremos que la democracia, en cuanto término que se refiere a alguna entidad real, dice ante todo una forma (o un tipo de formas), entre otras (u otros), según las cuales (los cuales) puede estar organizada una sociedad política. Suponemos, por tanto, que «democracia», en cuanto realidad, no en cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a la manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica. Esta afirmación puede parecer trivial o tautológica, en sí misma considerada; pero no lo es de hecho en el momento en que advertimos, por ejemplo, el uso, muy frecuente en el lenguaje cotidiano, de la distinción entre una «democracia política» y una «democracia económica». Una distinción que revela una gran confusión de conceptos, como lo revelaría la distinción entre una «circunferencia geométrica» y una «circunferencia física». La confusión tiene, sin embargo, un fundamento: que las formas (políticas, geométricas) no «flotan» en sí mismas, como si estuviesen separadas o desprendidas de los materiales a los cuales con-forman. La circunferencia es siempre geométrica, sólo que está siempre «encarnada» o vinculada a un material corpóreo (a un «redondel»); por tanto, si la expresión «circunferencia geométrica» significa algo en la realidad existente, es sólo por su capacidad de «encarnarse» en materiales corpóreos (mármol, madera, metal...) o, más propiamente, estos materiales primogenéricos, en tanto que puedan conceptuarse como conformados circularmente, serán circunferencias geométricas, realizadas en determinada materia corpórea, sin que sea legítimo oponer la circunferencia geométrica a la circunferencia física, como se opone la circunferencia de metal a la circunferencia de madera. Pero las formas, cuando se consideran conformando a sus materiales propios, no permanecen siempre iguales entre sí. Aun en el caso de las formas unívocas (como pueda serlo la forma «circunferencia») resultan diversificadas en la escala misma de su formalidad, por la materia, como pueda serlo, en la circunferencia, el tamaño, medido por la longitud de su radio, que ya implica una unidad corporea. Es cierto que el concepto puro de circunferencia abstrae del tamaño o de la métrica del radio; pero cuando este tamaño o sus métricas correspondientes alcanzan sus límites internos (el del radio cero, y el del radio infinito) entonces la forma misma de la circunferencia resultará también variada, transformándose respectivamente en punto o en recta (como se transformaría una democracia en cuya constitución se fijasen intervalos mínimos de cincuenta años entre dos elecciones parlamentarias consecutivas, en lugar de los intervalos de cuatro, cinco o siete años corrientes). En el caso de las formas variacionales, genéricas o específicas (por ejemplo, la forma genérica palanca, respecto de las tres especies en las que el género se divide inmediatamente), las correspondencias de las variantes con los materiales diversos es todavía más obvia.
La forma democrática de una sociedad política está también siempre vinculada a «materiales sociales» (antrópicos) más o menos precisos, dentro de una gran diversidad; y esta diversidad de materiales tendrá mucho que ver con la propia variabilidad de la «forma democrática» en su sentido genérico, y ello sin necesidad de considerar a la diversidad de los materiales como la fuente misma de las variedades formales específicas, que es lo que probablemente pensó Aristóteles: «Hay dos causas de que las democracias sean varias; en primer lugar... que los pueblos son distintos (uno es un pueblo de agricultores, otro es un pueblo de artesanos, o de jornaleros, y si el primero se añade al segundo, o el tercero a los otros dos, la democracia no sólo resulta diferente, porque [13] se hace mejor o peor, sino porque deja de ser la misma)» (Política 1317a). No tendrá, por tanto, por qué «decirse de la misma manera» la democracia referida a una sociedad de pequeño tamaño, que permita un tipo de democracia asamblearia o directa, y la referida a una sociedad de gran tamaño, que obligue a una democracia representativa, con partidos políticos (al menos hasta que no esté dotada de tecnologías que hagan posible la intervención directa de los ciudadanos y la computación rápida de los votos). Ni será igual una «democracia burguesa» (como la de Estados Unidos de Norteamérica) que una «democracia popular» (como la de la Cuba actual), o una «democracia cristiana» que una «democracia islámica». A veces, podemos inferir profundas diferencias, entre las democracias realmente existentes, en función de instituciones que muchos teóricos tenderán a interpretar como «accidentales»: instituciones tales como la lotería o como la monarquía dinástica. Pero no tendrá por qué ser igual la forma democrática de una democracia con loterías multimillonarias (podríamos hablar aquí de «democracias calvinistas secularizadas») que la forma democrática de una democracia sin esa institución; ni será lo mismo una democracia coronada que una democracia republicana. Dicho de otro modo: la expresión, de uso tan frecuente, «democracia formal» (que sugiere la presencia de una «forma pura», que por otra parte suele considerarse insuficiente cuando se la opone a una «democracia participativa») es sólo expresión de un pseudoconcepto, porque la forma pura no puede siquiera ser pensada como existente. No existen, por tanto, democracias formales, y las realidades que con esa expresión se denotan (elecciones cada cuatro años entre listas cerradas y bloqueadas, abstención rondando el cincuenta por ciento, &c.) están constituidas por un material social mucho más preciso de lo que, en un principio, algunos quisieran reconocer. [14]
Nuestra segunda consideración previa quiere llamar la atención sobre un modo de usar el adjetivo «democrático» como calificativo de sujetos no políticos, con intención exaltativa o ponderativa; porque esta intención puede arrastrar una idea formal de democracia, en cuanto forma que por sí misma, y separada de la materia política, está sirviendo como justificación de la exaltación o ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales como «ciencia democrática», «cristianismo democrático», «fútbol (o golf) democráticos», «agricultura democrática». Estas expresiones, y otras similares, son, según lo dicho, vacuas, y suponen una extensión oblicua o meramente metonímica, por denominación extrínseca, del adjetivo «democrático», que propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en la categoría política («parlamento democrático», «ejército democrático» o incluso «presupuestos democráticos»). El abuso que en nuestros días se hace del adjetivo democrático es del mismo género que el abuso propagandístico que, en la época de la bomba de Hiroshima, se hacía del adjetivo «atómico» («ventas atómicas», «espectáculo atómico», «éxitos atómicos»...). Pero no hay fútbol democrático, como no hay matemáticas democráticas, a no ser que esta expresión sea pensada por oposición a una supuesta matemática aristocrática («No hay caminos reales para aprender Geometría», dice Euclides a Tolomeo); ni hay cristianismo democrático, ni música democrática, aunque en cambio tenga sentido distinguir, en principio, entre las democracias con fútbol y las democracias con golf, las democracias cristianas y las agnósticas, o las democracias con desarrollo científico significativo y las democracias ágrafas. Ni siquiera podremos aplicar internamente el adjetivo «democrático» a instituciones o construcciones de cualquier tipo que, aun cuando genéticamente hayan sido originadas en una sociedad democrática, carezcan de estructura política: a veces porque se trata de instituciones políticamente neutras (la cloración del agua de los ríos, llevada a cabo por una administración democrática, no puede ser considerada democrática salvo por denominación extrínseca); a veces, porque se trata de instituciones sospechosamente democráticas (como es el caso de la lotería nacional antes mencionada) y a veces porque sus resultados son antidemocráticos, bien sea porque alteran las proporciones materiales exigidas para el funcionamiento del régimen democrático cualquiera (como sería el caso, antes considerado, del Parlamento que por mayoría absoluta aprobase una Constitución según la cual las elecciones consecutivas de representantes deban estar distanciadas en cincuenta años) o bien porque implican la incorporación a la sociedad democrática de instituciones formalmente aristocráticas (el caso de la monarquía hereditaria incrustada en una constitución democrática), o incluso porque conculcan, a partir de un cierto límite, los principios mismos de la democracia (como ocurre con las «dictaduras comisariales» que no hayan fijado plazos breves y precisos al dictador). En general, estos modos de utilización del adjetivo «democrático», como calificativo intencional de determinadas realidades sociales o culturales, arrastra la confusión permanente entre un plano subjetivo, intencional o genético (el plano del finis operantis) y un plano objetivo o estructural (el plano del finis operis); y estos planos no siempre son convergentes. El mero reconocimiento de la conveniencia de tribunales de garantías constitucionales prueba la posibilidad de que una mayoría parlamentaria adopte acuerdos contradictorios con el sistema democrático de referencia. Es cierto que tampoco un tribunal constitucional puede garantizar de modo incontrovertible el contenido democrático de lo que él haya aceptado o rechazado, sino a lo sumo, la «coherencia» del sistema en sus desarrollos con sus principios [15] (sin que podamos olvidar que la coherencia no es una cualidad democrática, como parece que lo olvidan tantos políticos de nuestros días: también una oligarquía puede ser coherente).
El hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos) por lo que una resolución puede ser considerada democrática. Una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de un «acto de suicidio» democrático, o simplemente la aprobación de unos presupuestos que influyan selectivamente en un sector determinado del cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en resultados formalmente políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por una gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la materia, en la propia sociedad política (como sería el caso de una decisión, fundada en principios metafísicos, relativa a la esterilización de todas las mujeres en nombre de un «principio feminista» que buscase la eliminación de las diferencias de sexo).
Cuando decimos, en resolución, que la democracia no es sólo una ideología, queremos decirlo en un sentido análogo a cuando afirmamos que el número tres no es tampoco una ideología, sino una entidad dotada de realidad aritmética (terciogenérica); pero, al mismo tiempo, queremos subrayar la circunstancia de que las realidades democráticas, las «democracias realmente existentes», están siempre acompañadas de nebulosas ideológicas, desde las cuales suelen ser pensadas según modos que, en otras ocasiones, hemos denominado «nematológicos». También en torno al número tres se han condensado espesas nebulosas ideológicas o mitológicas del calibre de las «trinidades indoeuropeas» (Júpiter, Marte, Quirino) o de la propia trinidad cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo); pero también trinidades más abstractas, no prosopopéyicas, tales como las que constituyen la ideología oriental y antigua de las tres clases sociales, o la medieval de las tres virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) o la de los tres reinos de la naturaleza viviente (vegetal, animal, hominal) o la doctrina, con fuertes componentes ideológicos, de los tres axiomas newtonianos (inercia, fuerza, acción recíproca) o la de los tres principios revolucionarios (igualdad, libertad, fraternidad). Sin hablar de los tres poderes políticos bien diferenciados que, según un consenso casi unánime, constituyen el «triple fundamento» de la propia sociedad democrática organizada como Estado de Derecho: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial.
2. Oscuridad de las definiciones de democracia de estirpe aristotélica
La definición aristotélica de democracia que, atravesando toda la historia del pensamiento filosófico político, llega hasta nosotros, podría considerarse acuñada en torno a la técnica de selección de magistrados y representantes, o bien de normas jurídicas o administrativas por el método de las votaciones de un «cuerpo electoral» constituido al efecto. En efecto, el significado filosófico político de esta técnica, habría sido establecido por Aristóteles precisamente mediante la comparación con otras técnicas alternativas, que han sido concebidas en el ámbito de un [16] sistema también ternario de regímenes políticos, cuya exposición crítica constituirá en adelante el núcleo mismo de la doctrina política: monarquía, aristocracia y democracia; con sus tres correlatos patológicos: tiranía, oligarquía y demagogia. No es accidental, por tanto, para la definición de democracia, el formar parte de un sistema conceptual ternario de estructuras políticas alternativas, que se supone que, de un modo u otro, podrían sustituirse, antecediéndose o sucediéndose mutuamente. Más aún, la definición de democracia mediante el concepto del «gobierno de todos» (tous pollous) sólo alcanza un significado «positivo» (dado que el «todos» no puede entenderse en sentido literal) por oposición al gobierno de algunos (oligous), que sería característico de la oligarquía, si los pocos son los ricos, o los más altos –como en Etiopía [diríamos hoy: entre las monarquías europeas]– o los más hermosos; o de la aristocracia, si los pocos son los mejores; o al «gobierno de uno» (ena), propio de la monarquía. Por cierto, Aristóteles utiliza a veces (por ejemplo 1289a) el término república (politeia) para designar a ese gobierno de todos, reservando el término democracia (demokratia) para designar a la perversión de la república que otras veces es nombrada como demagogia (demagogia). Pero no es este el lugar oportuno para entrar en el análisis de este proceder y de su alcance.
Lo que sí nos parece evidente es que la clasificación ternaria de Aristóteles (y, con ella, el concepto mismo de democracia), difícilmente podría interpretarse como una clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte? Más plausible es interpretar la clasificación ternaria como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus Primeros analíticos. Porque la triada «todos», «algunos», «uno», que tiene que ver con lo que hoy llamamos cuantificadores, dice relación a los silogismos, en la medida en que estos se estructuran en torno a unos términos, relaciones y operaciones que tienen precisamente la forma de clases (términos «mayor», «menor» y «medio»), vinculadas entre sí por las relaciones de inclusión (en el límite: pertenencia) y por las operaciones de intersección o reunión. Ahora bien: en el silogismo aristotélico, «todos» es la expresión en extensión (por su universalidad) de una conexión entre clases (correlativamente: entre sujetos y predicados) que se supone, intencionalmente al menos, como necesaria, por lo que no admite excepciones («todos los triángulos inscritos diametralmente en la circunferencia, sin excepción, son rectángulos»), mientras que «algunos» es la expresión extensional de una conexión contingente; «uno», en cambio, podrá interpretarse como la expresión intensional de que no existe incompatibilidad de principio en la conexión de referencia («uno» equivaldría a la exclusión de «ninguno»).
Parece, según esto, que tiene sentido preguntarse si cuando Aristóteles definió la democracia por «todos mandan» no habría querido decir también que la democracia tiene que ver con la necesidad (en el contexto, por supuesto, de la sociedad política); si no habría querido decir que la democracia es, no tanto una forma alternativa, sino la estructura misma de la república, la forma en la que todas las sociedades políticas habrían de terminar por desembocar (lo que autorizaría a llamar «república» a las «democracias»). Esta pregunta nos pone ya en el terreno, muy poco empírico, de las ideologías. El paso del «todo» (pan), como cuantificador lógico, al «todos» (como cuantificador político), tiene que ver con el paso de un todo en materia necesaria, a un todo que, [17] tanto si tiene lugar en una resolución por aclamación, como si es sólo aproximativo, tiene que ver con una materia contingente. Desde la perspectiva de una «clase de electores» dada, habría que considerar contingente su asociación con otras clases (de representantes, de programas) propuestas, hasta el punto de que una totalidad estricta de sufragios, sería muy sospechosa, por su improbabilidad estadística. En cualquier caso, la fórmula «todos mandan» es ideológica, en tanto implica redefinir quiénes o cuantos forman el todo y, en primer lugar, cual es la escala de las unidades que han de figurar en el computo como partes de ese todo. La mejor prueba del escaso rigor conceptual con el que trabajan políticos y aún politólogos, analistas y comentaristas en este terreno de las definiciones de la democracia (y no hablamos tanto de definiciones académicas o especulativas, sino concretas o prácticas), la encontramos en el hecho [18] de que ni siquiera suele constituir asunto propio para una «cuestión previa» la de determinar qué categoría de unidades (de partes) son las que hayan de entrar en el juego de un proceso democrático; antes bien, se habla indistintamente de «democracia municipal» (en la que las partes-unidades con derecho a voto son los vecinos), o de «democracia de una comunidad de vecinos» (en donde las partes-unidades son los pisos), o de «democracia de una sociedad anónima» (y aquí las partes-unidades son las acciones) o incluso de la «democracia de una federación de Estados» (con un voto por Estado) o de las «Naciones Unidas» (ante el hecho de que en la ONU algunos Estados mantengan privilegios en las deliberaciones o en las votaciones, o en el derecho de veto, se dirá sencillamente que ese organismo «todavía no ha alcanzado una estructura plenamente democrática»).
Ahora bien: sin duda, en la definición de democracia de Aristóteles se sobrentiende que las partes unidades de la sociedad política democrática son los individuos, los «animales racionales» que constituyen la República; pero este supuesto, aunque parece necesario, no es suficiente. Habrá que eliminar a los niños, a los menores, a los dementes –¿y cuales son las fronteras?–; acaso habrá que excluir a las mujeres, a los metecos (en nuestros días: los emigrantes «ilegales»), a los esclavos, a los analfabetos, o a los que no contribuyen con una renta establecida. ¿Por qué entonces, en lugar de «todos mandan», no escogió Aristóteles el cuantificador «algunos»? Porque «algunos», como cuantificador, dice tanto «pocos» (minorías y, en el límite, uno sólo) como «muchos» (mayorías); salvo que «algunos» se entienda como «cualquiera», seleccionado por sorteo entre un cuerpo de ciudadanos que se suponen iguales. Todo esto sugiere que las mayorías habrían de interpretarse como «aproximaciones al todo», como expresión (la «inmensa mayoría») de «prácticamente la integridad» del todo. La mayoría sería algo así como la sombra de la esencia del todo en el mundo empírico de los fenómenos.
Pero, ¿por qué razón? ¿Por qué no podría ser una minoría la «expresión del todo», a la manera como la «minoría», constituida por el partido de Lenin, se consideró como expresión auténtica de la inmensa mayoría de los proletarios del mundo, de su «vanguardia»? Dicho de otro modo: no son nada evidentes las razones por las cuales se interpretan a las mayorías como «expresión del todo», siendo así que el todo no es una entidad capaz de «autoorganizarse»; tan sólo sus partes pueden proponerse como objetivo la «organización del todo». Pero, ¿por qué este objetivo habrían de poderlo llevar a cabo mejor las minorías que las mayorías? Las razones por las cuales cabría justificar el criterio de las mayorías son muy débiles. Sería ridículo invocar el llamado «principio de desigualdad», según el cual «el todo es mayor que la parte», porque de este principio no se infiere, recíprocamente, que todo lo que es mayor que otra cosa tenga con ella la razón de todo, dado que, por un lado, hay diversos tipos de totalidad y, por otro lado, hay muchos tipos de «mayor que». Hesiodo pudo decir con razón: «¡Insensatos quienes creen que el todo vale mas que una parte suya!» Es cierto que hablar de «autoorganización del todo», como ocurre con frecuencia en el lenguaje de los políticos («la democracia es la autoorganización política de la sociedad», «gracias a la democracia la sociedad se da a sí misma su constitución»), es un modo muy confuso de hablar, por las reflexividades que arrastra. Como hemos dicho, no son las totalidades las que se autoorganizan, puesto que toda autoorganización es un resultado, a lo sumo, de la concatenación de las partes constitutivas. La sociedad política, como totalidad, [19] no es un sujeto capaz de tener una conciencia global autoorganizativa; son, a lo sumo, partes suyas las que podrán proponerse como objetivo esa organización total. Y entonces, ¿por qué ese objetivo podían proponérselo mejor las mayorías que las minorías?
No estamos diciendo, con espíritu elitista, que no puedan las mayorías proponerse como objetivo el todo, el bien común, &c., mejor que las minorías. Estamos diciendo que no son nada evidentes las razones por las cuales las mayorías habrían de representar al «todo» mejor que las minorías. Por eso, la debilidad (ideológica) de la definición de la democracia por la mayoría es muy notable. ¿Y cómo podría no serlo si comenzamos por advertir que el concepto mismo de mayoría es oscuro y confuso, y significa, según los parámetros que se tomen, cosas distintas y contrapuestas? Ante todo, conviene advertir que la interpretación de la mayoría como expresión del todo (o de la voluntad general) suele darse como axiomática; sin duda, actúan implícitamente razones, pero estas, cuando se explicitan, resultan ser muy débiles, tanto las que parecen tener una intencionalidad «racional», como las que tienen una intencionalidad «física».
A veces, en efecto, parece como si los ideólogos de la democracia asumieran el criterio de las mayorías, como expresión de la voluntad general, aplicando el principio «dos ojos ven mejor que uno»; por lo que diez o cien millones de ojos verían mejor que diez o cien ojos: sólo que este principio es totalmente gratuito, salvo que se de por supuesto (incurriendo en círculo vicioso) que él actúa ligado al principio: «la voz del pueblo (de la mayoría) es la voz de Dios», o salvo que se presuponga, también circular y agnósticamente, que puesto que «no hay nada objetivo que ver» fuera de las voluntades mayoritarias, solamente lo que «vean» esas mayorías en su propia voluntad podrá tomarse como expresión de la voluntad general. De hecho, en las democracias realmente existentes se concede muchas veces a las minorías de expertos la capacidad de juzgar mejor que a las mayorías (como ocurre ordinariamente en el terreno del poder judicial, sin perjuicio de la institución del jurado).
Pero otras veces, el criterio de las mayorías, como expresión del todo, encontrará su fundamento, por decirlo así, más que en la razón en la fuerza: las mayorías («el pueblo unido») tiene un poder mayor que las minorías («jamás será vencido»); y no hace falta decir más. Sin embargo, esto no es cierto; muchas veces minorías bien organizadas disponen de un poder de control indiscutible sobre las mayorías, que se ven obligadas, y a veces incluso con aquiescencia de su voluntad, a plegarse a las directrices que le son impuestas. Tan sólo en el terreno prudencial o pragmático puede cobrar algún valor el criterio de la mayor fuerza de las mayorías. Por ejemplo, cuando se contempla la necesidad de rectificar el rumbo, una mayoría descontenta o desesperada puede tener más fuerza en su protesta o en su resistencia pasiva, que la minoría responsable obligada a rectificar; mientras que si la mayoría fue la que marcó el rumbo, a nadie puede hacer responsable, teóricamente al menos, de su fracaso.
Pero, sobre todo, la cuestión estriba en que cuando se discute si las mayorías representan al todo mejor o peor que las minorías, no suele quedar determinado a qué mayorías se refieren los argumentos, por lo que la cuestión podría aquí quedar desplazada del terreno de la confrontación del criterio mayoría/minoría al terreno de la confrontación de diferentes mayorías entre sí. En efecto: ¿se trata de una mayoría aritmética simple, o de una minoría mayoritaria [20] (una minoría que sea la mayor entre todas las restantes minorías)? ¿Y por qué, en una clase estadística, como lo es un cuerpo electoral con distribución normal, no tomamos como mayoría la moda o el modo? ¿Y por qué, entre las mayorías aritméticas, ha de privilegiarse la mayoría «un medio más uno» y no otras mayorías aritméticas, tales como «un medio más dos», «un medio más tres», o las mayorías aritméticas cuantificadas, como puedan serlo las mayorías absolutas de tres cuartos, de cuatro quintos, &c.? Todas estas interpretaciones constituyen, desde luego, expresiones aritméticas del cuantificador lógico «algunos»; pero tan «algunos» son la minoría mayoritaria como la mayoría simple, la mayoría de dos tercios, como la de tres cuartos; lo que significa que estas determinaciones aritméticas del cuantificador lógico «algunos» que utilizó Aristóteles, no son propiamente determinaciones lógicas, sin perjuicio de que algunos autores, siguiendo las huellas de W. Hamilton, como Rensch («Plurality Quantification», en Journal of Symbolic Logic, 27, 1962), pretendan hacer pasar estas determinaciones aritméticas o estadísticas como si fueran cuantificadores lógicos. En el cuantificador «algunos» («por lo menos uno») no cabe distinguir minorías y mayorías; por lo que si se las distingue, es porque, desde un punto de vista lógico, las mayorías están supliendo por «todos» más que por «algunos». La suplencia se reconoce de hecho en el momento en el que se interpretan las decisiones de la mayoría como decisiones «asumidas por el todo», desde el momento en que las minorías derrotadas están dispuestas a acatar el resultado mayoritario (aun cuando tuvieran fuerza para resistirlo). El criterio de la mayoría implica, según esto, el consenso y el acuerdo de todos (consensus omnium, voluntad general).
Ahora bien: lo que ocurre es que el consenso y el acuerdo de la mayoría no se identifican siempre, porque las mayorías no son unívocas. Supuesta la distinción lógica entre consenso y acuerdo, comprobaremos que hay mayorías y minorías, en la línea del consenso, y que hay mayorías y minorías en la línea del acuerdo; y, en ocasiones, ocurre que las mayorías en desacuerdo mantienen consenso en los resultados.
Y esto es lo que nos obliga a analizar las «mayorías democráticas» de un modo menos grosero que aquel que se atiene a las distinciones meramente aritméticas. Evitando la prolijidad nos limitaremos a decir que cuando hablamos de todos (o de mayorías que los representan), o bien nos referimos a totalidades (mayorías) atributivas, o bien a totalidades distributivas (con las cuales podremos formar ulteriormente, por acumulación de elementos, conjuntos atributivos con un determinado cardinal); y cuando nos referimos a totalidades atributivas, o bien tenemos en cuenta la extensión del conjunto de sus partes, o bien la intensión o acervo connotativo en cuanto totalidad o sistema de notas, relacionadas no sólo por alternativas libres, sino ligadas, como ocurre con los alelos de la Genética. De este modo nos veremos obligados a construir una distinción entre dos tipos de mayorías (o de relaciones mayoritarias) que denominaremos respectivamente consenso y acuerdo (aunque estaríamos dispuestos a permutar la terminología). El primer tipo, se constituye a partir de una línea de relaciones entre los elementos extensionales del cuerpo electoral (considerado como totalidad distributiva) y un conjunto de componentes a título de alternativas opcionales dadas en un «acervo connotativo», con el cual aquél ha de intersectar, precisamente en las operaciones de elección o selección, y en esta línea de relación definimos el consenso. El segundo tipo de mayorías se constituye a partir de una línea de relaciones entre las opciones elegidas (del «acervo connotativo») y los elementos del [22] cuerpo electoral que las seleccionaron; en esta línea de relaciones definiremos el acuerdo.
Llamemos consenso democrático a la aceptación de la resolución tomada por una mayoría (según criterios aritméticos oportunos; unanimidad, en el límite) de electores conformes con un candidato u opción; en general, un contenido k del acervo connotativo. El consenso, según esto, debe entenderse como una relación de los electores a contenidos k. Llamemos acuerdo democrático a la condición de la resolución sobre los contenidos k en la que la mayoría (según el mismo criterio anterior) de los electores estén conformes entre sí. El acuerdo es una relación de los contenidos k y los electores.
Ahora bien: el acuerdo democrático, referido al cuerpo electoral, respecto de determinadas opciones k, puede ir unido a un consenso (positivo o negativo), ya sea mayoritario, ya sea unánime; el acuerdo es imposible sin consenso. Pero –y cabría llamar a esta situación «paradoja democrática»– el consenso puede disociarse del acuerdo: puede haber consenso en medio de una profunda dis-cordia, dia-fonia o des-acuerdo. Dicho de otro modo: las mayorías que soportan un consenso no implican necesariamente a las mayorías necesarias para un acuerdo, y esta paradoja no resultará desconocida a quienes hayan participado, como vocales o jueces, en los antiguos tribunales de oposiciones a cátedras.
Un tribunal de cinco miembros (E) puede considerarse, en efecto, como un cuerpo electoral en miniatura que tiene que elegir o seleccionar un «contenido k» de entre un acervo connotativo C (doctrinas, técnicas, &c.) vinculado con los candidatos que lo soportan o «encarnan». Supongamos, en el caso más sencillo, un tribunal compuesto de cinco jueces o electores {1,2,3,4,5}, dotado de la regla de la mayoría simple (de donde su numero impar, a efectos de obtener mayoría aritmética, sin necesidad de apelar a «voto de calidad», según el principio: «en democracia los votos no se pesan, se cuentan»), comisionados para seleccionar a cinco candidatos-doctrinas {a,b,c,d,e}, que forman parte, sin duda, respectivamente, de un conjunto más amplio, y de un repertorio más o menos definido en el acervo connotativo de la especialidad de que se trate. Podemos representar en tablas de doble entrada los contenidos {a,b,c,d,e} en cabeceras de columna; los electores {1,2,3,4,5} en cabeceras de fila; las decisiones, positivas o negativas, por los símbolos + y – (las abstenciones por 0). La propiedad más importante de esta tabla es no ser simétrica. Por ejemplo, el grado de homogeneidad de las columnas tiene significado cuando al consenso/disenso de los electores (respecto del término correspondiente); pero este significado no puede ser atribuído a cualquiera de los grados de homogeneidad que podamos apreciar en cada fila, considerada por separado. En cierto modo, las cabeceras de columna representan la extensión de la clase, y las cabecersa de fila su connotación. Y tiene también acaso sentido la correspondencia analógica que pudiera establecerse entre el «conjunto de las cabeceras de fila» y el «conjunto de los somas individuales de una especie» de Weissman, en cuanto portadores de un «acervo genético» que se corresponde con el «conjunto de las cabeceras de columna» de las tablas.
Tomando las tablas como referencias podemos definir el consenso en la dirección vertical, por el grado de las homologías de cuadros marcados de cada columna y, por tanto, por la relación entre las diversas columnas; en cambio, los acuerdos se representarán en dirección horizontal, por las relaciones de homología entre filas distintas (no por las homologías [23] entre los cuadros marcados de cada fila). El cómputo del consenso, por el criterio de la mayoría simple (en el límite, unanimidad) es sencillo. La mayoría (expresión del consenso total) resultará a partir de las mayorías de cada columna, de la suma de estas mayorías, si ella es mayoritaria (cuando nos referimos a cada columna por separado habrá que hablar de conformidad en diversos grados; el consenso aparecerá como mayoría simple de las columnas).
Pero el cómputo de acuerdos es más difícil, porque aquí, según el mismo criterio, ellos pueden tener alcances muy diversos. La distinción más importante, a efectos de su cómputo, es la distinción entre acuerdos (y por tanto, entre el significado de las mayorías que les corresponden) de primer orden y acuerdos de segundo orden. Acuerdos de primer orden (en relación con la tabla de referencia, pero se supone que la generalización es posible) son aquellos que se mantienen en la perspectiva global de la tabla, como representación de una totalidad única; lo que equivale a decir que tal totalidad habrá de ser considerada, a efectos del cómputo, como la resultante de la comparación directa o inmediata, por vía de producto lógico, de cada fila con todas las demás, dado que descartamos (o no consideramos) la situación de «acuerdo de una fila consigo misma», y que consideramos a los acuerdos dos a dos como simétricos. En este contexto de primer orden, para una matriz cuadrada de cinco líneas {1, 2, 3, 4, 5}, el número máximo de acuerdos posibles sobre los contenidos {a, b, c, d, e} será el de diez: {(1/2), (1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5), (4/5)}. Los acuerdos de primer orden, aunque computados a través de las homologías de los electores, nos remiten a unas relaciones objetivas que tienen que ver con la consistencia del acervo connotativo (el grado máximo de consistencia sería el de diez); no porque se dé un acuerdo extensional por mayoría simple tendremos que concluir un acuerdo connotativo: el acuerdo mayoritario de un cuerpo electoral sobre la institución monárquica no la hace a esta compatible con el principio de igualdad de oportunidades que se supone figura también en el sistema.
Los acuerdos de segundo orden, en cambio, son aquellos cuyo cómputo comienza «reorganizando» prácticamente la tabla o matriz en dos submatrices o regiones matriciales dadas precisamente en función de la estructura de sus homologías, y de forma tal que lo que ahora se compara es el cardinal de acuerdos de una región con el de otra; o, dicho de otro modo, la consistencia de la matriz deducible de esos acuerdos vendrá dada, no inmediatamente (por la comparación de partes-filas dos a dos), sino mediatamente, a través de las regiones previamente establecidas. Y ahora puede ocurrir que una matriz haya quedado partida o fracturada en dos submatrices de tres y dos filas, de suerte que los acuerdos sean plenos (totales) en cada una de ellas, sólo que de signo positivo la primera y negativo la segunda. Diremos ahora que la matriz total tiene mayoría de acuerdos positivos (tres filas contra dos), pero un tal acuerdo mayoritario de segundo orden estará en contradicción total con el desacuerdo mayoritario de primer orden, que arroja una mayoría de seis desacuerdos {(1/4), (1/5), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5)} contra una minoría de un único acuerdo {(4/5)}. La apariencia, en este caso, de que la mayoría más significativa es la de segundo orden («tres contra dos») se debe a que en este cómputo hemos reducido la matriz a sus cabeceras de fila, o, si se prefiere, a la extensionalidad del conjunto de los electores, dejando de lado la estructura misma del sistema de relaciones entre las filas, sistema que tiene que ver precisamente con la consistencia o inconsistencia de la matriz. Ilustramos con las siguientes tablas las cuatro situaciones posibles: [24]
Situación I: Consenso con acuerdo
cModelo II-1No hay consenso (empate en cada una y todas las columnas). No hay acuerdo (el cuerpo electoral está fracturado en tres subconjuntos disyuntos): {1,2}, {3} {4,5}.
Modelo II-2No hay consenso (no hay conformidad en cada columna), no hay acuerdo.
Modelo II-3No hay consenso, no hay acuerdo.
Situación III: Consenso sin acuerdo(«paradoja democrática»)
Modelo III-1Hay consenso mayoritario y positivo (todos los candidatos-doctrinas han sido elegidos por tres votos frente a dos). Hay desacuerdo mayoritario de primer orden: seis desacuerdos {(1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5)} frente a tres acuerdos {(3/4), (3/5), (4,5)}. Sólo hay acuerdo mayoritario de segundo orden (con fractura de la matriz en dos regiones disyuntas).
Modelo III-2Hay consenso mayoritario y positivo; pero hay desacuerdo mayoritario de primer orden: nueve desacuerdos (con más de tres discrepancias): {(1/2), (1/3), (1/4), (1/5), (2/3), (2/4), (2/5), (3/4), (3/5)} frente a un acuerdo mínimo y no unánime (4/5). Hay también desacuerdo de segundo orden. De este modo, una vez terminado el escrutinio, podremos comparar los votos emitidos por cada elector (las filas, ahora por separado, que ya no expresan directamente acuerdos o desacuerdos) con los votos obtenidos por cada opción (las columnas, que expresan el consenso), resultando la paradoja de que en la mayoría de las decisiones, la mayoría de los electores {1,2,3} ha votado con quienes han quedado en minoría ante el consenso.
Modelo III-3Hay consenso mayoritario y pleno de tipo negativo, no hay acuerdo de primer orden ni de segundo orden.
Situación IV: Acuerdo sin consenso
= Æ
Concluimos: la definición aristotélica de democracia como «gobierno de todos» es ideológica, porque este «todo» debe ser traducido a una mayoría, que es, a su vez, concepto que sólo puede sostenerse doctrinalmente (en cuanto expresión del todo) mediante una serie de convenciones que, o bien piden el principio, o bien son meramente metafísicas; y cuando se intentan traducir al terreno, estrictamente técnico, no siempre son compatibles (mayoría de consenso, mayoría de acuerdo). Un consenso democrático, incluso si es sostenible en múltiples ciclos, no implica acuerdos o armonía entre las partes de una sociedad política, porque el consenso puede reproducirse, por motivos meramente pragmáticos, en un contexto de profunda discordia política, que induce a sospechar la precariedad de un sistema que estaría fundado más en su dependencia de condiciones [26] coyunturales de entorno que en su propia coherencia o fortaleza interna. Otra vez cabría comparar el cuerpo de electores a lo que en la biología de Weissman se llamó el soma, y el acervo connotativo a lo que en esta misma biología se llamó el germen.
3. Una clasificación sumaria de las ideologías democráticas
La definición etimológica que Aristóteles dio de la democracia, fundada, según hemos sugerido, en la técnica de las asambleas antiguas, es, como él mismo advirtió insistentemente, muy genérica y abstracta y, en realidad, la democracia, como sistema político, sólo podría determinarse, en sus múltiples variantes, a lo largo de todo un proceso histórico o, dicho de otro modo, en la confrontación con otros sistemas políticos alternativos. En nuestro presente político (que algunos politólogos hacen arrancar de la revolución inglesa de 1688, otros de la revolución de Virginia de 1776, los más de la Gran Revolución de 1789, y los menos de la constitución de Weimar de 1919) la democracia sigue realizada en muy diversas variantes, que de vez en cuando se niegan mutuamente el derecho a utilizar tal denominación (como vemos en el caso de Cuba y Estados Unidos), sin perjuicio de lo cual la tendencia dominante y, a nuestro juicio, claramente ideológica, es la de considerar el concepto de democracia como unívoco o monotípico, exigiendo que únicamente sean considerados democráticos los sistemas homologables con la variante más poderosa en el terreno productivo, comercial o militar. Con esto no queremos dar a entender que un concepto de democracia que renuncie a la univocidad dejará por ello de ser ideológico, porque, en cierto modo, cada variante de la democracia tiene su ideología y aun su nematología propias.
Disponemos obviamente de muchos criterios para clasificar estas ideologías democráticas; criterios que obligadamente implican algún punto de referencia. Por nuestra parte, y a fin de mantenernos en el propio terreno de la ideología y aun de la filosofía democrática, tomaremos como referencia ciertas ideas asociadas a la Gran Revolución, a saber, la propia idea «secular» de sociedad política, como autoorganización del pueblo soberano y sus tres principios consabidos: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Según esto podríamos clasificar las ideologías democráticas en dos grandes apartados:
Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a la idea misma de sociedad política globalmente considerada.
Ideologías o visiones ideológicas de la democracia vinculadas a cada uno de sus «principios».
4. Visiones ideológicas de la democracia vinculadas a la idea misma de sociedad política, globalmente considerada
Nos referiremos, muy esquemáticamente, a las dos concepciones de la democracia que probablemente dominan en la «filosofía mundana» del presente; dos concepciones que, por otra parte, no se excluyen, en modo alguno, entre sí.
(1) «La democracia es la esencia misma de la sociedad política, la forma más característica de su constitución: la democracia es la misma autoconstitución de la sociedad política.» [27]
El alcance y significado de esta concepción sólo puede establecerse cuando se tiene en cuenta lo que ella niega, a saber: que las constituciones no democráticas puedan considerarse siquiera como sociedades políticas no espúreas, y no, más bien, como sistemas efímeros o inconsistentes, o acaso como reliquias de sociedades de primates o simplemente como perversiones que nos ponen delante de una sociedad política degenerada (en un sentido análogo a aquel en el que San Agustín decía que el Imperio romano o, en general, los imperios paganos –Babilonia–, no eran propiamente sociedades políticas porque en ellas no reinaba la justicia).
Esta concepción de la sociedad política como «democracia prístina» alienta sin duda en las teorías del contrato social (en nuestros días resucitadas por Rawls o Fukuyama), que postulan una suerte de «asamblea democrática original constituyente» de la propia sociedad política, e inspira el modo de entender a las sociedades políticas no democráticas como situaciones inestables, transitorias y forzadas, que sólo encontrarían su estado de equilibrio definitivo al adoptar la forma democrática. Por lo demás, estas ideologías democráticas encuentran su principal punto de divisoria en el momento de enfrentarse con la efectividad de los Estados «realmente existentes». En función de esta realidad, la ideología democrática se decanta hacia el anarquismo, cuando está dispuesta a considerar (al modo agustiniano) cualquier indicio estatista como reliquia prehistórica (incluyendo aquí la «prehistoria de la humanidad» de Marx), que impide la plena organización democrática de la sociedad; y se decanta hacia posiciones no anarquistas cuando contempla la posibilidad de una plena democratización del Estado en la forma de un Estado de derecho.
El carácter ideológico de esta concepción de la democracia podría denunciarse a partir del análisis de esa «asamblea prístina» o cotidiana de individuos contratantes; una tal asamblea presupone ya la existencia de esos individuos, de unos electores surgidos del «estado de naturaleza», cuando la realidad antropológica es que esos individuos capaces de llevar a cabo un «contrato social democrático» son producto ellos mismos de una sociedad política previamente establecida sobre supuestos no democráticos. Dicho de otro modo, la democracia no puede «autoconstituirse» como sociedad política; aparece in medias res en una dialéctica turbulenta de reorganización de instituciones políticas previas (por ejemplo, las del «Antiguo Régimen») a las cuales ha de enfrentarse violentamente.
La actualidad, en ejercicio, de esta concepción ideológica de la democracia, creemos que puede advertirse en las reivindicaciones que constituyen el núcleo de los programas de «autodeterminación» proclamados por cantidad de partidos nacionalistas asiáticos, africanos, europeos, algunos de los cuales actúan en la España posterior a la Constitución de 1978. Algunos llegan a considerar esta Constitución como viciada en su origen precisamente porque la consulta pública que la refrendó no se hizo por individuos clasificados en «nacionalidades», sino por individuos considerados de entrada como españoles. Y como el mismo argumento habrá de aplicarse al caso en el que el referéndum se hubiera hecho, pidiendo el principio, por nacionalidades (País Vasco, Cataluña, Galicia, el Bierzo, Aragón, &c.), la única salida teórica sería regresar al «individuo humano» en general, tal como lo contempla la Declaración de los Derechos Humanos de 10 de noviembre de 1948 (como si entre estos derechos humanos figurase el de autodeterminarse en una nacionalidad más que en otra, que es la materia de la «declaración de los pueblos» [28] de Argel de 4 de julio de 1976 y que está en muchos puntos en contradicción con la declaración de 1948. Los partidos o coaliciones nacionalistas (tanto el PNV como HB y otros) reivindican en rigor su «derecho a la autodeterminación» como si fuese un derecho democrático prístino; por ello una tal reivindicación, cuyo objetivo ideológico es crear nuevas democracias frente a la supuesta opresora democracia española de 1978, se inspira en una concepción claramente ideológica (por no decir metafísica) de la democracia, que olvida, por ejemplo, los derechos históricos de los españoles no vascos, no catalanes, &c., a formar parte del cuerpo electoral en proceso de «autodeterminación», y confunde la autodeterminación con la secesión pura y simple. Paradójicamente, la idea de una «autodeterminación democrática» constituye el principio del enfrentamiento, muchas veces sangriento, en nombre de la democracia, de unas democracias reales con otras proyectadas o realmente existentes.
Lo que no tiene sentido es invocar a la democracia en general (formal) como a un principio de unidad; porque la democracia es siempre democracia material; por ejemplo, la democracia de 1978 es la democracia española, democracia de los españoles. Por ello, el hecho de que los partidos separatistas invoquen a la democracia, en términos formales, y aún la opongan al fascismo o al terrorismo, no significan que estén manteniendo algún acuerdo con la democracia española realmente existente; su proyectada democracia no significa unión con la democracia real española, sino precisamente separación de ella, por lo que la expresión «unidad necesaria entre todos los demócratas» es ideológica; y esa unidad se refiere a otros aspectos de la vida social, por ejemplo, a la recusación de los métodos terroristas. Recusación que también podrían suscribirla los grupos más aristocráticos. Expresiones tales como «unidad de todos los demócratas en la no violencia» tienen un alcance análogo al que alcanzaría una «unidad de todos los demócratas y aristócratas ante la no violencia». Esta unidad no se proclama tanto en el plano político como en el plano ético o moral, y la prueba es que la proclamada, por los separatistas, «unidad democrática», está calculada para alcanzar la separación política y no la unidad.
(2) «La democracia es el gobierno del pueblo.»
Difícilmente podríamos encontrar un concepto más metafísico que el concepto de «pueblo», utilizado en el contexto político de la gran revolución. Era un concepto procedente de la antigua Roma, por cierto muy poco democrática (salus populi suprema lex esto), que incorporó el cristianismo (el «pueblo de Dios») y de ahí pasó al romanticismo (Volkstum, de Jahn), construido a partir del término Volk (que, por cierto, procede del latín vulgus) mezclado con el concepto moderno de nación (como sustitutivo, en la batalla de Valmy, del «rey» del Antiguo Régimen: los soldados, en lugar de decir «¡Viva el Rey!» gritaron «¡Viva la Nación!»). En la Constitución española de 1978 la expresión «los pueblos» se carga a veces con ecos krausistas (la Europa de los pueblos) en una tendencia a trazar con línea continua las fronteras de los pueblos y a redibujar con línea punteada (hasta tanto se logre borrarla) las fronteras entre los «Estados canónicos». Si el concepto de pueblo adquiere valores muy distintos y opuestos entre sí, en función de los parámetros que se utilicen (unas veces, el pueblo será una nación concreta, a la que se le supondrá dotada de una cultura propia; otras veces el pueblo será el conjunto de los trabajadores, incluso de los proletarios de todo el mundo) se [30] comprenderá el fundamento de nuestra conclusión, que considera a la expresión «democracia como soberanía del pueblo» como meramente ideológica.
5. Visiones ideológicas de la democracia vinculadas a los principios de la Gran Revolución
(3) «La democracia es la realización misma de la libertad política.»
Esta tesis está ya expuesta, en plena ideología esclavista, con toda claridad, por Aristóteles: «el fundamento del régimen democrático es la libertad. En efecto, suele decirse que sólo en este régimen se participa de libertad, pues esta es, según afirman, el fin al que tiende toda la democracia. Una característica de la libertad es el ser gobernado y gobernar por sí mismo.» (Política, 1317ab).
Es evidente que si definimos ad hoc la libertad política de este modo, el régimen democrático encarna la libertad mucho mejor que el monárquico o que el aristocrático. En fórmula de Hegel: o bien uno es libre, o algunos, o todos. Y desde luego, parece innegable que la «libertad democrática», en tanto implica una libertad de (respecto del régimen aristocrático o del monárquico), alcanza un radio de acción mucho más amplio que el que conviene a cualquier otro régimen. ¿Cuando comienza la visión ideológica de la libertad democrática? En dos momentos distintos principalmente:
Ante todo, en el momento en el cual la libertad política, así definida, tiende a ser identificada con la libertad humana en general, y aun a constituirse en un molde de esa misma libertad, entendida como libertad de elección; como si la elección popular de los representantes de cada uno de los tres poderes (incluida la elección directa del ejecutivo) fuese el principio de la libertad humana en general, entendida precisamente como libertad de elección o libre arbitrio.
Sobre todo, en el momento en el cual la libertad política, entendida como libertad de (respecto de la monarquía o respecto de la oligarquía) implicase inmediatamente una libertad para definible en el propio terreno político. Pues ello equivaldría a dar por supuesto que las decisiones por las cuales los ciudadanos eligen a sus representantes, jueces o ejecutivos, fueran elecciones llevadas a cabo con pleno conocimiento de sus consecuencias, incluso en el supuesto de que estas elecciones fuesen llevadas a cabo de acuerdo con su propia voluntad («llamamos, pues, tiranía –dice Platón en El Político– al arte de gobernar por la violencia, y política al de gobernar a los animales bípedos que se prestan voluntariamente a ello»). Pero la ficción ideológica que acompaña, en general, a los sistemas democráticos, estriba en sobrentender que un acto de elección voluntaria es libre para (por el hecho de estar libre de una coacción violenta), como si la elección, por ser voluntaria, debiese dejar de estar determinada, bien sea por el cálculo subjetivo (no político), bien sea simplemente por la propaganda (eminentemente, en nuestros días, por la televisión). Pero hay más: aun concediendo que cada uno de los electores, o, por lo menos, su gran mayoría, lleve a cabo una elección personal libre, de ahí no se seguiría nada respecto de la composición de las voluntades libres; porque la composición de voluntades no da lugar a una voluntad (aunque se la llame «voluntad general»), como tampoco de la «composición de cerebros», puede resultar un cerebro (aunque se le llame «cerebro colectivo»). [31]
(4) «La democracia es la realización de la igualdad política.»
Por definición, la democracia, en esta alternativa, se concibe como un régimen en el cual la igualdad política de los ciudadanos (que incluye la igualdad ante la ley o isonomía) alcanza un grado indiscutiblemente superior al que puede lograr en regímenes monárquicos o aristocráticos. Pero ocurre aquí como ocurre con la libertad: la visión ideológica de la democracia comienza cuando se sobrentiende que esa igualdad alcanzada, sin perjuicio de ser entendida, además, como igualdad plena y omnímoda, quedará garantizada por la democracia misma.
La igualdad no es propiamente una relación, sino un conjunto de propiedades (simetría, transitividad, reflexividad) que puedan atribuirse conjuntamente a relaciones materiales-k dadas; en nuestro caso, la igualdad política no es una condición originaria, fija, atribuible a las relaciones que se establecen entre los elementos de un conjunto de ciudadanos, sino una condición que se adquiere o se pierde según grados no fijados de antemano en un origen mítico ideal («todos los hombres nacen iguales»), en la lucha individual y social. La democracia no garantiza la igualdad política, sino, a lo sumo, las condiciones del terreno en el cual esta igualdad puede ser reivindicada en cada momento. En virtud de su definición lógica, la igualdad implica la sustituibilidad de los iguales en sus funciones políticas; por tanto, los grados de la igualdad democrática habrán de medirse tanto por la posibilidad de elegir representantes para ser gobernado equitativamente por ellos, como por la posibilidad de ser elegido (en el límite, una democracia de iguales podría reconocer al sorteo de los magistrados, ejecutivos o representantes, como el procedimiento más idóneo). Siendo, como es evidente, que la igualdad de los ciudadanos en el momento de ser elegidos (como representantes, diputados, y no digamos jefes de Estado, sobre todo en monarquías de sucesión hereditaria) es sólo una ficción (como lo es el llamado «principio de igualdad de oportunidades» que se reduce casi siempre a la creación de unas condiciones abstractas de igualdad que servirán para demostrar las desigualdades reales entre los candidatos) podremos medir hasta qué punto es ideológico hablar del régimen democrático (en abstracto) como realización de la «igualdad política».
Y no hablamos de la igualdad social, o económica, o religiosa, o psicológica, que muchas veces es presentada como un simple complemento que debiera deducirse de una constitución democrática, por mucho que se denomine a esta «democracia social». El socialismo, o el comunismo, no ha sido siempre democrático (el leninismo no pretendió ser democrático, al menos en su fase de «dictadura del proletariado») y la democracia política, en cuanto tal, puede no ser socialista, puesto que ella es compatible con una sociedad dividida en profundas diferencias económicas, culturales o sociales, con una clase ociosa reconocida, con élites aristocráticas, sometidas, sin embargo, a los criterios de la democracia política; es perfectamente posible que en una sociedad política organizada como un Estado de derecho y funcionando de acuerdo con las más escrupulosas reglas democráticas la mayoría de sus ciudadanos esté dispuesta a participar simbólicamente en las ceremonias que una clase ociosa o una clase aristocrática les ofrece en espectáculo como parte de su propia vida (por ejemplo, el matrimonio «morganático» de una infanta). Dicho de otro modo: las reivindicaciones de orientación socialista o comunista que puedan ser formuladas no tendrán por qué ser propuestas en nombre de la democracia, sino en nombre del [32] socialismo o del comunismo, en la medida en que ellas no buscan tanto o solamente la igualdad política, cuanto la igualdad económica o social, compatible con las desigualdades personales más acusadas. Una sociedad democrática, en cuanto tal, no tiene por qué extirpar de su seno la institución de las loterías millonarias que son, lisa y llanamente, mecanismos de amplia aceptación popular puestos en marcha precisamente para conseguir aleatoriamente la desigualdad económica de algunos ciudadanos respecto del promedio. Es cierto que esta desigualdad, así obtenida, no viola formalmente la igualdad política democrática, pero también es cierto que una sociedad que admite y promueve estas instituciones no podría ser llamada «democracia social» o «socialdemocracia».
(5) «La democracia es la realización de la fraternidad (o de la solidaridad).»
Cabría afirmar que el concepto de fraternidad constitutivo de la triada revolucionaria ha ido paulatinamente sustituyéndose por el concepto de solidaridad. Acaso esta sustitución tenga que ver con la voluntad (que se percibe en las teorías del positivismo clásico, de Comte o de Durkheim) de arrinconar un concepto («fraternidad») ligado a la sociedad patriarcal y recuperado por algunas sociedades secretas, para reemplazarlo por un concepto más abstracto y más acorde con las sociedades industriales más complejas. Lo que no quita oscuridad y confusión al concepto de solidaridad. Unas veces, en efecto, se sobrentiende este concepto como virtud ética (y entonces, la solidaridad, tiene un radio universal que transciende el de las sociedades políticas); otras veces, como un concepto moral, que se refiere a las reivindicaciones de un grupo de personas dado (un grupo de herederos, de asalariados, de compatriotas), contra terceros, en cuyo caso, la solidaridad, ya no puede universalizarse, porque si bien cabe hablar, por ejemplo, de la «solidaridad de los trabajadores frente a sus patronos explotadores», no tendría sentido hablar de «solidaridad de trabajadores y patronos», salvo que, a su vez, constituyan un «bloque histórico» contra terceros. Ahora bien, la solidaridad, como virtud ética, no puede interpretarse como una virtud propia de la democracia; y el gobierno que encomienda a la ética –y a los profesores de ética– la misión de hacer posible la democracia real, es un gobierno idealista que acaso pretende aliviar la conciencia de su fracaso con la coartada de la «formación ética» de los ciudadanos.
La solidaridad democrática, como concepto político, habría de restringirse, por tanto, al terreno político, como «solidaridad de los demócratas contra terceros», en sentido político: oligarcas, grupos de presión política, &c. Todo lo que exceda este territorio habrá de ser tenido por ideológico.
Como lo excede, en nuestros días, en España, un entendimiento ético de la solidaridad que, curiosamente, restituye de hecho este concepto a su alvéolo originario, la fraternidad, al menos si por fraternidad se entiende, como es costumbre (olvidándonos de Caín o de Rómulo, los grandes «fundadores de ciudades», de Estados) la virtud que tiene que ver con el amor («abrazo fraternal»), con la tolerancia («reprensión fraterna») y, sobre todo, con la no violencia. De este modo, la contraposición entre demócratas y violentos llega a convertirse casi en un axioma. Pero este axioma, que podría entenderse como una aplicación concreta del principio de la fraternidad, es puramente ideológico y está movido principalmente (si no nos equivocamos) por los intereses separatistas de los partidos nacionalistas vascos (principalmente) que no quieren utilizar los [33] métodos propios del terrorismo. En efecto, el delito político fundamental contra una sociedad política constituida, sea democrática, sea aristocrática, es el separatismo o el secesionismo; pero como habría que declarar incursos en este delito político tanto al PNV como a HB, pongamos por caso, puestos que ambas formaciones son separatistas (y sus dirigentes hacen constar públicamente que «no se sienten españoles»), se acudirá, para poner entre paréntesis esta circunstancia, al criterio de la violencia. Y en lugar de hablar de demócratas (españoles, los de la Constitución de 1978) y de antidemócratas (respecto de esa democracia constituida) se comenzará a hablar de no violentos y de violentos. Con lo cual se transforma ideológicamente la democracia en una suerte de virtud intemporal, una virtud mas estratosférica que política, porque consiste en practicar el diálogo, la tolerancia omnímoda y la no violencia. Como si la democracia no tuviese que utilizar continuamente la violencia policial o judicial, o incluso militar si llegase el caso (¿por qué si no mantener un ejército?) contra sus enemigos, entre ellos los terroristas. ¿O es que se pretende sobrentender que sólo practican la violencia los terroristas, pero no la policía, la ertzainza, los jueces que condenan a ciertos de años de prisión a los terroristas? Acudir a la regla: «La intolerancia contra la intolerancia es la tolerancia», no suprime la intolerancia como método (aun cuando la tolerancia sea su objetivo); por otra parte, semejante regla, también sería asumida de inmediato por los terroristas (que se consideran violentados por las «tropas de ocupación españolas»). Y, en todo caso, esa «regla» no es sino una de las combinaciones algebraicas dadas en un sistema que contiene estas otras tres: «la intolerancia de la tolerancia es la intolerancia»; «la tolerancia de la intolerancia es la intolerancia» y «la tolerancia de la tolerancia es la tolerancia».
6. Metafísica de la democracia
Las ideologías democráticas de las que hemos hablado podrían pretender mantenerse (es cierto que a duras penas) en un terreno estrictamente político o, al menos, podría intentarse entenderlas siempre en el ámbito de las categorías políticas, e incluso justificarlas en la medida en que colaboran a extirpar cualquier brote orientado hacia la restauración de cualquier tipo de «Estado dual» (como alguno llama a un Estado en el que existen las SS fascistas o la NKVD soviéticas). Pero, de hecho, suelen desembocar, de modo más o menos soterrado, en una auténtica metafísica antropológica que transciende los límites de cualquier terreno político, envolviéndolos con una concepción tal del hombre y de la historia que, desde ella, la democracia puede comenzar a aparecer como la verdadera clave del destino del hombre y de su historia, como la fuente de todos sus valores, y como la garantía de su «salvación».
La democracia metafísica será entendida, ante todo, como la fuente de la ética, de la moral, de la sabiduría práctica, de la verdad humana, del sentido de la vida y del fin de la historia humana. Se hablará de la democracia como si desde ella pudieran ser comprendidos, controlados, superados, cualquier otro género de impulsos, ritmos, intereses, que actúan en las sociedades y en la historia humanas. La visión secular que Hegel atribuyó, en su Fenomenología del espíritu, a la «autoconciencia» como fin y objetivo de la evolución humana (tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem) se desplazará hacia la democracia: la «autodeterminación» democrática de la humanidad será el fin de la historia. Kojève y Fukuyama se han atrevido a decirlo públicamente. [34]
Desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al proclamarse «demócratas», parezcan sentirse «salvadas», «justificadas», «elegidas» –y no sólo en unas elecciones parlamentarias–. Ser demócrata significará para esas personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas formar parte de su grupo, y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan «ser de izquierdas de toda la vida», sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras). Es cierto que ningún demócrata (ni aún el más metafísico) podrá considerarse sectario, aunque experimente sentimientos de exaltación plena similares a los del sectario, porque una democracia es todo lo contrario de una secta: es, por esencia, pública. Pero también hay religiones públicas (como el cristianismo) o movimientos políticos públicos (como el fascismo o el comunismo) cuyos miembros han podido llegar a creer mayoritariamente que estaban colaborando a traer al mundo al «hombre nuevo» (si es que no creían haberlo traído ya).
Y, en cualquier caso, habrá siempre que analiza hasta qué punto una sociedad política que basa la «autoconciencia» de su fortaleza en la estructura democrática de sus instituciones, no está siendo víctima de un espejismo ideológico, porque acaso la fortaleza del sistema deriva de estructuras materiales que tienen que ver muy poco con la democracia formal. Por ejemplo, ¿puede asegurarse que la fortaleza de una nación organizada como democracia coronada se asiente antes en su condición democrática (adornada «accidentalmente» por un revestimiento monárquico) que en la propia corona y en la historia que ella representa?
[10 de octubre de 1997]
Publicado en la revista Ábaco, Revista de Cultura y Ciencias Sociales, 2ª época, número 12/13, Gijón 1997, págs. 11-34.
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Bibliografía de Gustavo BuenoTextos de Gustavo Bueno
Autores
Fernando Fernandez, Paren que me bajo
jueves 1 de marzo de 2007
Paren que me bajo
POR FERNANDO FERNÁNDEZ
Suenan vientos de nacionalismo económico, se agitan las banderas de la españolidad que tanto asustan en el Paseo de la Castellana, y pactamos con el Gobierno italiano una alianza de naciones proteccionistas. Hoy me gustaría tener pasaporte británico. Hoy estoy más convencido que nunca de que la UE tiene serios problemas, porque se enfrenta a dos modelos de sociedad.
Ya lo dijo el ministro de la cosa: «La solución española está cerca». Qué buen objetivo si se aplicase a la reforma de los estatutos. Pero hoy se trata de volver al reparto de mercados, al intercambio de cromos, al hoy por ti mañana por mí. Todo vale con tal de evitar que Pizarro y los accionistas de Endesa se salgan con la suya. La Caixa se merece una ayudita que ya le estamos dando demasiados sustos con el Tripartito. Todo ello bien justificado en que Europa es así, en que las cosas no son como nos gustarían y nos vemos obligados nosotros también, convencidos liberalizadores, a practicar el capitalismo de Estado.
Capitalismo de amiguetes era una de las frases que hicieron fortuna en manos de la oposición socialista. Pero Rato nunca se atrevió a tanto, a cambiar las reglas de juego a mitad de partido, a modificar la política de defensa de la competencia, a paralizar la CNMV. Que quede claro, Enel tiene todo el derecho del mundo a entrar en España. Para eso se inventaron las opas. Lo que no es de recibo es que las operaciones se hagan a la espalda de los accionistas mediante oscuros pactos de salón. Si ésta es la nueva política de transparencia y participación, debe estar inspirada en el famoso alcalde demócrata de Chicago, Daley, que protagonizó tantas películas de mafiosos. Permítanme acabar con unas sencillas preguntas: ¿Qué le va decir el Gobierno a los accionistas de Endesa cuando la acción caiga por debajo de 30 euros, que Barcelona bien vale una Misa? ¿Qué cara se le va a poner a Conthe cuando entre Acciona y Enel, cada una con el 24,99%, controlen Endesa? ¿Qué va a decir Maite Costa en la CNE de la propiedad de las nucleares, que los italianos son mediterráneos y nos entienden? ¿Y el presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia, va a olvidarse de la legislación sobre reciprocidad de la que tanto presumíamos cuando se trataba de parar a E.ON?
Paren que me bajo
POR FERNANDO FERNÁNDEZ
Suenan vientos de nacionalismo económico, se agitan las banderas de la españolidad que tanto asustan en el Paseo de la Castellana, y pactamos con el Gobierno italiano una alianza de naciones proteccionistas. Hoy me gustaría tener pasaporte británico. Hoy estoy más convencido que nunca de que la UE tiene serios problemas, porque se enfrenta a dos modelos de sociedad.
Ya lo dijo el ministro de la cosa: «La solución española está cerca». Qué buen objetivo si se aplicase a la reforma de los estatutos. Pero hoy se trata de volver al reparto de mercados, al intercambio de cromos, al hoy por ti mañana por mí. Todo vale con tal de evitar que Pizarro y los accionistas de Endesa se salgan con la suya. La Caixa se merece una ayudita que ya le estamos dando demasiados sustos con el Tripartito. Todo ello bien justificado en que Europa es así, en que las cosas no son como nos gustarían y nos vemos obligados nosotros también, convencidos liberalizadores, a practicar el capitalismo de Estado.
Capitalismo de amiguetes era una de las frases que hicieron fortuna en manos de la oposición socialista. Pero Rato nunca se atrevió a tanto, a cambiar las reglas de juego a mitad de partido, a modificar la política de defensa de la competencia, a paralizar la CNMV. Que quede claro, Enel tiene todo el derecho del mundo a entrar en España. Para eso se inventaron las opas. Lo que no es de recibo es que las operaciones se hagan a la espalda de los accionistas mediante oscuros pactos de salón. Si ésta es la nueva política de transparencia y participación, debe estar inspirada en el famoso alcalde demócrata de Chicago, Daley, que protagonizó tantas películas de mafiosos. Permítanme acabar con unas sencillas preguntas: ¿Qué le va decir el Gobierno a los accionistas de Endesa cuando la acción caiga por debajo de 30 euros, que Barcelona bien vale una Misa? ¿Qué cara se le va a poner a Conthe cuando entre Acciona y Enel, cada una con el 24,99%, controlen Endesa? ¿Qué va a decir Maite Costa en la CNE de la propiedad de las nucleares, que los italianos son mediterráneos y nos entienden? ¿Y el presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia, va a olvidarse de la legislación sobre reciprocidad de la que tanto presumíamos cuando se trataba de parar a E.ON?
Vicios de periodistas
jueves 1 de marzo de 2007
Vicios de periodistas
El sentimiento es ambivalente. Desde la atalaya de la prensa escrita, se suele mirar a los periodistas de televisión como una casta inferior. Se les trata con disimulado desprecio, pero en el fondo late cierta envidia. No sólo hacia las estrellas que apalean millones, sino hasta del último «mindundi».
Solíamos bromear sobre ello -Enrique Serbeto, Fran Sevilla, Ramón Lobo, Gervasio Sánchez y el resto de la tribu de reporteros de guerra- pero nos fastidiaba un poco eso de subirnos al avión, tras pasar un mes arrastrando el culo por un campo de batalla, y ver que las azafatas no nos hacían ni puñetero caso y se derretían con cualquier nulidad, recién llegada al oficio, cuyo mérito era haber aparecido media docena de veces en pantalla.
Y el efecto perverso del tubo catódico no se percibía sólo en los aviones, sino también en los restaurantes, en las embajadas y hasta en las sacrosantas universidades. Todavía recuerdo con sonrojo una conferencia-debate, organizada justo después de la guerra de Afganistán, en la que los estudiantes hasta nos abuchearon a los que llegábamos agotados de Kabul, porque querían que dejáramos de contar batallitas y ver las filmaciones festivas de una colega televisiva que cubrió el conflicto a distancia y poniéndose muchos velos, pero sin siquiera cruzar la frontera.
Debo confesar que fue una dolorosa cura de humildad. De repente descubres que lo que nos obsesiona a los periodistas, no siempre interesa a la gente. También que no hay que ir a las trincheras para triunfar como reportero de guerra.
El autor de la mayor exclusiva de la II Guerra Mundial, no estuvo en el frente. Se llamaba William Leonard Laurence, había emigrado a EE.UU. desde su Lituania natal, había cogido su apellido de un cartel que atisbó en una calle de Boston y a los 51 años era un simple redactor en la sección de Ciencia de «The New York Times».
Fue el único periodista del mundo que vio despegar al Enola Gay a Hiroshima y autor de la exclusiva que al día siguiente llenaba 10 páginas del periódico.
Casi como los «expertos químicos» que pontifican cada mañana sobre los explosivos del 11-M.
Vicios de periodistas
El sentimiento es ambivalente. Desde la atalaya de la prensa escrita, se suele mirar a los periodistas de televisión como una casta inferior. Se les trata con disimulado desprecio, pero en el fondo late cierta envidia. No sólo hacia las estrellas que apalean millones, sino hasta del último «mindundi».
Solíamos bromear sobre ello -Enrique Serbeto, Fran Sevilla, Ramón Lobo, Gervasio Sánchez y el resto de la tribu de reporteros de guerra- pero nos fastidiaba un poco eso de subirnos al avión, tras pasar un mes arrastrando el culo por un campo de batalla, y ver que las azafatas no nos hacían ni puñetero caso y se derretían con cualquier nulidad, recién llegada al oficio, cuyo mérito era haber aparecido media docena de veces en pantalla.
Y el efecto perverso del tubo catódico no se percibía sólo en los aviones, sino también en los restaurantes, en las embajadas y hasta en las sacrosantas universidades. Todavía recuerdo con sonrojo una conferencia-debate, organizada justo después de la guerra de Afganistán, en la que los estudiantes hasta nos abuchearon a los que llegábamos agotados de Kabul, porque querían que dejáramos de contar batallitas y ver las filmaciones festivas de una colega televisiva que cubrió el conflicto a distancia y poniéndose muchos velos, pero sin siquiera cruzar la frontera.
Debo confesar que fue una dolorosa cura de humildad. De repente descubres que lo que nos obsesiona a los periodistas, no siempre interesa a la gente. También que no hay que ir a las trincheras para triunfar como reportero de guerra.
El autor de la mayor exclusiva de la II Guerra Mundial, no estuvo en el frente. Se llamaba William Leonard Laurence, había emigrado a EE.UU. desde su Lituania natal, había cogido su apellido de un cartel que atisbó en una calle de Boston y a los 51 años era un simple redactor en la sección de Ciencia de «The New York Times».
Fue el único periodista del mundo que vio despegar al Enola Gay a Hiroshima y autor de la exclusiva que al día siguiente llenaba 10 páginas del periódico.
Casi como los «expertos químicos» que pontifican cada mañana sobre los explosivos del 11-M.
Juan Ignacio, Los derechos del autor de los editores
jueves 1 de marzo de 2007
Los derechos de autor de los editores
Juan Ignacio
Peinado Gracia
Catedrático de Derecho Mercantil
Universidad de Jaén
El 13 de febrero un juez de primera instancia belga condenó a Google News por la violación de los derechos de autor amparados en la legislación sobre propiedad intelectual correspondientes a los editores de diarios. Esta ejemplarizante resolución, que puede suponer una multa de más de tres millones y medio de euros, es la primera de otras que aún pueden dictarse contra empresas del sector por hechos análogos.
La sentencia considera que la conducta de publicar contenidos de diarios sin el consentimiento de sus editores infringe los derechos de autor de éstos. La justicia belga, por lo tanto, ha estimado que los editores son los últimos responsables y titulares de los contenidos de los diarios de su propiedad y que cualquier reproducción de éstos necesitará de su autorización.
La sentencia de la justicia belga puede resultar ejemplar también en el ámbito español. En nuestro país la controversia se produce entre editores y empresas cuyo negocio es la selección y reproducción de noticias de periódicos identificadas por el perfil del demandante del servicio. Esto es, la selección de noticias publicadas en medios de prensa para ofrecérselas a sus clientes a cambio de una remuneración. A esta actividad se le denomina como de «Press-clipping» y la reciente reforma de la legislación sobre propiedad intelectual ha aclarado su régimen jurídico para someterla a la voluntad de los titulares de los derechos sobre los contenidos de la prensa, esto es, los editores.
En efecto, la Ley de Propiedad Intelectual (LPI), en su artículo 32.1, establece claramente que «las recopilaciones periódicas efectuadas en forma de reseñas o revista de prensa tendrán la consideración de citas. No obstante, cuando se realicen recopilaciones de artículos periodísticos que consistan básicamente en su mera reproducción y dicha actividad se realice con fines comerciales, el autor que no se haya opuesto expresamente tendrá derecho a percibir una remuneración equitativa». Por lo tanto, una actividad, similar a la de Google o, más claramente, la de las empresas de «Press-clipping», necesita de la autorización de los editores (o, al menos, que éstos no se opongan a la misma), como titulares del contenido de los medios.
La proximidad entre la práctica de Google que ha resultado proscrita y las empresas de «Press-clipping» es evidente. Sin embargo, no hay que ocultar que también existen importantes diferencias, que agravan el comportamiento de éstas últimas.
Así, Google no reproducía íntegramente el contenido de la noticia, sino que lo hacía en parte, reenviando al internauta a la página web del diario en cuestión. Por otro lado, el «Press-clipping» es poco más que un «corta y pega» de noticias en el que se ofrece al cliente una revista de prensa «a la carta», de acuerdo con sus intereses. De esta manera, se produce a los diarios españoles un claro perjuicio. Adviértase que los editores de prensa deben soportar el coste de producción del contenido, mientras que la empresa de «Press-clipping» que no ha adquirido el derecho de reproducción de tales contenidos está realizando una labor de comercialización de esos mismos cometidos sin abonar sus costes.
Por otra parte, la actividad que desarrollaba Google no privaba a los editores totalmente de un beneficio económico. Esto es así ya que se revertían parte de las ganancias que se obtenían por publicidad a las versiones digitales de los periódicos a las que se accedía mediante el link que aparecía en Google News. En España, sin embargo, ciertas empresas que elaboran revistas de prensa se amparan en la excepción de la cita de una obra ajena para llevar a cabo dicha actividad, no sólo careciendo de la autorización de los editores, sino sin pagar remuneración a estos.
En resumen, la sentencia dictada contra Google en Bélgica es un precedente importante para el reconocimiento del derecho que tienen los editores sobre la reproducción y distribución del contenido de los medios de su titularidad. Aunque este fallo judicial no tenga ningún efecto legal o jurisprudencial en España, supone un ejemplo a seguir por los Tribunales españoles tras la reciente reforma de la Ley de Propiedad Intelectual. La Justicia Belga ha considerado como titulares de los derechos de autor sobre el contenido de los periódicos a los editores y, en consecuencia, su autorización es fundamental para la reproducción total o parcial por otros medios. De la misma forma, las empresas de «Press-clippling» sólo pueden operar dentro de la legalidad vigente obteniendo la autorización, generalmente retribuida, de los titulares de esos derechos, esto es: los editores.
Los derechos de autor de los editores
Juan Ignacio
Peinado Gracia
Catedrático de Derecho Mercantil
Universidad de Jaén
El 13 de febrero un juez de primera instancia belga condenó a Google News por la violación de los derechos de autor amparados en la legislación sobre propiedad intelectual correspondientes a los editores de diarios. Esta ejemplarizante resolución, que puede suponer una multa de más de tres millones y medio de euros, es la primera de otras que aún pueden dictarse contra empresas del sector por hechos análogos.
La sentencia considera que la conducta de publicar contenidos de diarios sin el consentimiento de sus editores infringe los derechos de autor de éstos. La justicia belga, por lo tanto, ha estimado que los editores son los últimos responsables y titulares de los contenidos de los diarios de su propiedad y que cualquier reproducción de éstos necesitará de su autorización.
La sentencia de la justicia belga puede resultar ejemplar también en el ámbito español. En nuestro país la controversia se produce entre editores y empresas cuyo negocio es la selección y reproducción de noticias de periódicos identificadas por el perfil del demandante del servicio. Esto es, la selección de noticias publicadas en medios de prensa para ofrecérselas a sus clientes a cambio de una remuneración. A esta actividad se le denomina como de «Press-clipping» y la reciente reforma de la legislación sobre propiedad intelectual ha aclarado su régimen jurídico para someterla a la voluntad de los titulares de los derechos sobre los contenidos de la prensa, esto es, los editores.
En efecto, la Ley de Propiedad Intelectual (LPI), en su artículo 32.1, establece claramente que «las recopilaciones periódicas efectuadas en forma de reseñas o revista de prensa tendrán la consideración de citas. No obstante, cuando se realicen recopilaciones de artículos periodísticos que consistan básicamente en su mera reproducción y dicha actividad se realice con fines comerciales, el autor que no se haya opuesto expresamente tendrá derecho a percibir una remuneración equitativa». Por lo tanto, una actividad, similar a la de Google o, más claramente, la de las empresas de «Press-clipping», necesita de la autorización de los editores (o, al menos, que éstos no se opongan a la misma), como titulares del contenido de los medios.
La proximidad entre la práctica de Google que ha resultado proscrita y las empresas de «Press-clipping» es evidente. Sin embargo, no hay que ocultar que también existen importantes diferencias, que agravan el comportamiento de éstas últimas.
Así, Google no reproducía íntegramente el contenido de la noticia, sino que lo hacía en parte, reenviando al internauta a la página web del diario en cuestión. Por otro lado, el «Press-clipping» es poco más que un «corta y pega» de noticias en el que se ofrece al cliente una revista de prensa «a la carta», de acuerdo con sus intereses. De esta manera, se produce a los diarios españoles un claro perjuicio. Adviértase que los editores de prensa deben soportar el coste de producción del contenido, mientras que la empresa de «Press-clipping» que no ha adquirido el derecho de reproducción de tales contenidos está realizando una labor de comercialización de esos mismos cometidos sin abonar sus costes.
Por otra parte, la actividad que desarrollaba Google no privaba a los editores totalmente de un beneficio económico. Esto es así ya que se revertían parte de las ganancias que se obtenían por publicidad a las versiones digitales de los periódicos a las que se accedía mediante el link que aparecía en Google News. En España, sin embargo, ciertas empresas que elaboran revistas de prensa se amparan en la excepción de la cita de una obra ajena para llevar a cabo dicha actividad, no sólo careciendo de la autorización de los editores, sino sin pagar remuneración a estos.
En resumen, la sentencia dictada contra Google en Bélgica es un precedente importante para el reconocimiento del derecho que tienen los editores sobre la reproducción y distribución del contenido de los medios de su titularidad. Aunque este fallo judicial no tenga ningún efecto legal o jurisprudencial en España, supone un ejemplo a seguir por los Tribunales españoles tras la reciente reforma de la Ley de Propiedad Intelectual. La Justicia Belga ha considerado como titulares de los derechos de autor sobre el contenido de los periódicos a los editores y, en consecuencia, su autorización es fundamental para la reproducción total o parcial por otros medios. De la misma forma, las empresas de «Press-clippling» sólo pueden operar dentro de la legalidad vigente obteniendo la autorización, generalmente retribuida, de los titulares de esos derechos, esto es: los editores.
Jorge Ortega, Las operaciones de nuestros ejercitos
jueves 1 de marzo de 2007
Las operaciones de nuestros ejércitos
Jorge Ortega
Martín
HE tenido ocasión, recientemente, de leer en un diario de tirada nacional un clarificador artículo del periodista italiano Piero Ostellino, a su vez publicado previamente en Corriere della Sera, titulado «La segunda guerra de Afganistán». Asimismo, me ha resultado bochornoso conocer el estéril debate mantenido en relación con la condecoración que se debía conceder a nuestra compatriota, la soldado Idoia Rodríguez Buján, fallecida en Afganistán por la acción de una mina presuntamente talibán. A la calificación de estéril me atrevo a añadir la de decepcionante en un asunto que, como tantos otros de Estado, debería incluir un consenso entre los grandes partidos nacionales, consenso que los españoles tendríamos que exigir de nuestros representantes. Ambos hechos me han llevado, contra lo que ha sido mi norma de vida y lo es también para la mayor parte de los componentes de los Ejércitos de España, a tomar la pluma y reflexionar en voz alta sobre el empleo de nuestras unidades militares en las operaciones en las que se encuentran inmersas. Por otra parte, mi condición de retirado me libera de seguir ateniéndome a la anterior mudez.
Cuando una unidad militar recibe de su cadena natural de mando una misión a cumplir, en su estado mayor o plana mayor se desarrolla un proceso de toma de decisión para el cumplimiento de la misma, que culminará en la correspondiente orden de operaciones a las unidades subordinadas y en la que el jefe pone en juego toda su autoridad y, a la vez, toda su responsabilidad respecto de la seguridad y, en último término, de la vida de sus hombres y mujeres.
El procedimiento se inicia con un análisis de la propia misión, para lo que su literalidad se descompone en la serie de cometidos que deberán llevarse a cabo para su cumplimiento, y que no siempre aparece a simple vista en una primera lectura. Dichos cometidos deberán encuadrarse en el ambiente y el terreno en que se va a desarrollar la misión, los cuales incluyen condicionantes que permiten o prohíben la ejecución de determinadas maniobras, especialmente considerando que la misión original recibida incluirá unas ciertas reglas de enfrentamiento (conocidas como ROEs en jerga atlántica) que limitarán la libertad de decisión del correspondiente jefe de unidad para tomar ciertas medidas relacionadas con los referidos ambiente y terreno.
Pero, simultáneamente con dicho trabajo, la parte del estado mayor responsable del área de inteligencia estará realizando el análisis de un nuevo factor, cuya actividad consistirá precisamente en oponerse al cumplimiento de la misión recibida: «el enemigo». Se deberá estudiar su actitud, sus medios y sus tácticas de empleo para poder definir las distintas acciones que puede realizar en contra de su unidad. Analizadas todas ellas, tratará de encontrar la posibilidad más probable para adaptar su maniobra a la misma y, la más peligrosa, para cubrirse de ella con sus propios sistemas de seguridad.
En ese momento se estará en condiciones de integrar ese estudio del «enemigo» con el realizado en relación con el ambiente y el terreno mediante un procedimiento conocido como INTE: «integración terreno enemigo» (y no «en terreno enemigo», como recientemente publicaba una revista nacional de gran tirada pero de escasa información sobre procedimientos castrenses). Evidentemente, al realizar el INTE se podrá observar que algunos de los cometidos de la misión quedan muy fuertemente afectados por la actividad enemiga, y ello deberá llevar a analizar en detalle si la actitud prevista por el mando para nuestras tropas, las ROEs recibidas, la entidad y especialidad de las tropas de que disponemos y las condiciones de adiestramiento de las mismas (basadas hasta ese momento en la literalidad de la misión recibida) y los medios materiales de combate de que estamos dotados responden no sólo al referido cumplimiento de la misión, sino a la capacidad de enfrentar las posibles acciones enemigas que traten de oponerse al mismo. En función de todo ello, deberá elevar al mando correspondiente su decisión y, con ella, la petición de los condicionantes suplementarios que precise en forma de nuevas ROEs: distinta composición de su unidad, necesidad de nuevo adiestramiento de la misma o medios materiales de los que no disponga.
En el caso concreto de Afganistán, aunque podría perfectamente extrapolarse al Líbano o a las unidades españolas que operaron en Irak (donde los hechos confirmaron que unidades con misiones concretas de reconstrucción debieron hacer frente, a causa del factor «enemigo», a combates de alta intensidad), la misión recibida es una inmediata consecuencia de un mandato absolutamente legal del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y su cometido básico es el de apoyar a la reconstrucción del destruido país o, por matizar algo más, proteger dicha reconstrucción. Pero la anterior misión se desarrolla encuadrada en la International Security Assistance Force (ISAF) que, si en un principio era dirigida por Naciones Unidas, pasó a ser una operación de la OTAN por decisión del alto organismo internacional. Desde su inicio hasta el día de hoy, tanto el ambiente como el terreno en que se desarrolla la misma han variado de forma drástica, dato bien conocido por cualquier persona atenta, aunque sea mínimamente, a la información diaria de los medios de comunicación.
Si aplicamos el INTE al caso afgano, resulta evidente en una primera aproximación que, dada nuestra misión y el mandato de Naciones Unidas, los grupos talibanes no debieran planear ni ejecutar acciones contra nuestras tropas y, por tanto, no tendríamos que considerarlos como «enemigos» al analizar dicho factor. Pero la realidad es muy otra. El factor «enemigo» no analiza lo que debiera ser, sino lo que de hecho es. Los talibanes tienen por «enemigo» a los americanos, en consecuencia a la OTAN y a ISAF y, por consiguiente, a las unidades y a los soldados de las naciones que la forman. No podemos olvidar que en ISAF se encuadran naciones cuyas fuerzas militares, como señalaba muy gráficamente Ostelino, «no disparan», mientras otras «hacen la guerra disparando». En estas condiciones, la «integración terreno enemigo» pudiera lógicamente llevar al jefe militar a considerar que, para cumplir con la misión asignada por sus jefes, y en última instancia por el gobierno de la nación que dirige la defensa (artículo 97 de la Constitución Española del 78), puede precisar otra actitud, otras ROEs, otro adiestramiento previo, una mayor entidad de tropa y, tal vez, unos materiales de más capacidad de autodefensa ante el fuego enemigo que los BMRs, como podrían ser los Centauro o los Pizarro. Y si así lo piensa, así lo puede y debe elevar desde la absoluta lealtad que ha de tener para con sus superiores militares y políticos, y desde la grave responsabilidad que tiene respecto de las vidas de los hombres y mujeres bajo su mando. Naturalmente, no puede quedar duda alguna de que, cualquiera que sea la posterior decisión superior, la obligación del militar es, en todo caso, cumplir la misión recibida en las condiciones señaladas y con los medios puestos a su disposición. Disciplina obliga.
Sería de desear que las condiciones en que se ordena a un miembro de las Fuerzas Armadas cumplir una determinada misión respondan no sólo al mandato nacional o internacional que la respalda en su origen, sino a la situación que en cada momento exista y que, en el caso de Afganistán, es de alto riesgo y puede serlo aun más con la entrada de la inmediata primavera, como muy honestamente ha reconocido en fechas recientes nuestro ministro de Defensa. Y en la valoración de dicha situación puntual resulta indispensable escuchar la opinión del militar, único experto por su formación y su experiencia sobre el terreno.
Está en juego nada menos que el perfecto cumplimiento de la misión encomendada a España, el prestigio de nuestros Ejércitos, ganado a pulso a lo largo de los últimos años y, sobre todo, y ello lo convierte en trascendental, la seguridad y la vida de nuestros soldados.
General de División
(Retirado), ex segundo
jefe de EM del
Mando Sur de
la OTAN
Las operaciones de nuestros ejércitos
Jorge Ortega
Martín
HE tenido ocasión, recientemente, de leer en un diario de tirada nacional un clarificador artículo del periodista italiano Piero Ostellino, a su vez publicado previamente en Corriere della Sera, titulado «La segunda guerra de Afganistán». Asimismo, me ha resultado bochornoso conocer el estéril debate mantenido en relación con la condecoración que se debía conceder a nuestra compatriota, la soldado Idoia Rodríguez Buján, fallecida en Afganistán por la acción de una mina presuntamente talibán. A la calificación de estéril me atrevo a añadir la de decepcionante en un asunto que, como tantos otros de Estado, debería incluir un consenso entre los grandes partidos nacionales, consenso que los españoles tendríamos que exigir de nuestros representantes. Ambos hechos me han llevado, contra lo que ha sido mi norma de vida y lo es también para la mayor parte de los componentes de los Ejércitos de España, a tomar la pluma y reflexionar en voz alta sobre el empleo de nuestras unidades militares en las operaciones en las que se encuentran inmersas. Por otra parte, mi condición de retirado me libera de seguir ateniéndome a la anterior mudez.
Cuando una unidad militar recibe de su cadena natural de mando una misión a cumplir, en su estado mayor o plana mayor se desarrolla un proceso de toma de decisión para el cumplimiento de la misma, que culminará en la correspondiente orden de operaciones a las unidades subordinadas y en la que el jefe pone en juego toda su autoridad y, a la vez, toda su responsabilidad respecto de la seguridad y, en último término, de la vida de sus hombres y mujeres.
El procedimiento se inicia con un análisis de la propia misión, para lo que su literalidad se descompone en la serie de cometidos que deberán llevarse a cabo para su cumplimiento, y que no siempre aparece a simple vista en una primera lectura. Dichos cometidos deberán encuadrarse en el ambiente y el terreno en que se va a desarrollar la misión, los cuales incluyen condicionantes que permiten o prohíben la ejecución de determinadas maniobras, especialmente considerando que la misión original recibida incluirá unas ciertas reglas de enfrentamiento (conocidas como ROEs en jerga atlántica) que limitarán la libertad de decisión del correspondiente jefe de unidad para tomar ciertas medidas relacionadas con los referidos ambiente y terreno.
Pero, simultáneamente con dicho trabajo, la parte del estado mayor responsable del área de inteligencia estará realizando el análisis de un nuevo factor, cuya actividad consistirá precisamente en oponerse al cumplimiento de la misión recibida: «el enemigo». Se deberá estudiar su actitud, sus medios y sus tácticas de empleo para poder definir las distintas acciones que puede realizar en contra de su unidad. Analizadas todas ellas, tratará de encontrar la posibilidad más probable para adaptar su maniobra a la misma y, la más peligrosa, para cubrirse de ella con sus propios sistemas de seguridad.
En ese momento se estará en condiciones de integrar ese estudio del «enemigo» con el realizado en relación con el ambiente y el terreno mediante un procedimiento conocido como INTE: «integración terreno enemigo» (y no «en terreno enemigo», como recientemente publicaba una revista nacional de gran tirada pero de escasa información sobre procedimientos castrenses). Evidentemente, al realizar el INTE se podrá observar que algunos de los cometidos de la misión quedan muy fuertemente afectados por la actividad enemiga, y ello deberá llevar a analizar en detalle si la actitud prevista por el mando para nuestras tropas, las ROEs recibidas, la entidad y especialidad de las tropas de que disponemos y las condiciones de adiestramiento de las mismas (basadas hasta ese momento en la literalidad de la misión recibida) y los medios materiales de combate de que estamos dotados responden no sólo al referido cumplimiento de la misión, sino a la capacidad de enfrentar las posibles acciones enemigas que traten de oponerse al mismo. En función de todo ello, deberá elevar al mando correspondiente su decisión y, con ella, la petición de los condicionantes suplementarios que precise en forma de nuevas ROEs: distinta composición de su unidad, necesidad de nuevo adiestramiento de la misma o medios materiales de los que no disponga.
En el caso concreto de Afganistán, aunque podría perfectamente extrapolarse al Líbano o a las unidades españolas que operaron en Irak (donde los hechos confirmaron que unidades con misiones concretas de reconstrucción debieron hacer frente, a causa del factor «enemigo», a combates de alta intensidad), la misión recibida es una inmediata consecuencia de un mandato absolutamente legal del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y su cometido básico es el de apoyar a la reconstrucción del destruido país o, por matizar algo más, proteger dicha reconstrucción. Pero la anterior misión se desarrolla encuadrada en la International Security Assistance Force (ISAF) que, si en un principio era dirigida por Naciones Unidas, pasó a ser una operación de la OTAN por decisión del alto organismo internacional. Desde su inicio hasta el día de hoy, tanto el ambiente como el terreno en que se desarrolla la misma han variado de forma drástica, dato bien conocido por cualquier persona atenta, aunque sea mínimamente, a la información diaria de los medios de comunicación.
Si aplicamos el INTE al caso afgano, resulta evidente en una primera aproximación que, dada nuestra misión y el mandato de Naciones Unidas, los grupos talibanes no debieran planear ni ejecutar acciones contra nuestras tropas y, por tanto, no tendríamos que considerarlos como «enemigos» al analizar dicho factor. Pero la realidad es muy otra. El factor «enemigo» no analiza lo que debiera ser, sino lo que de hecho es. Los talibanes tienen por «enemigo» a los americanos, en consecuencia a la OTAN y a ISAF y, por consiguiente, a las unidades y a los soldados de las naciones que la forman. No podemos olvidar que en ISAF se encuadran naciones cuyas fuerzas militares, como señalaba muy gráficamente Ostelino, «no disparan», mientras otras «hacen la guerra disparando». En estas condiciones, la «integración terreno enemigo» pudiera lógicamente llevar al jefe militar a considerar que, para cumplir con la misión asignada por sus jefes, y en última instancia por el gobierno de la nación que dirige la defensa (artículo 97 de la Constitución Española del 78), puede precisar otra actitud, otras ROEs, otro adiestramiento previo, una mayor entidad de tropa y, tal vez, unos materiales de más capacidad de autodefensa ante el fuego enemigo que los BMRs, como podrían ser los Centauro o los Pizarro. Y si así lo piensa, así lo puede y debe elevar desde la absoluta lealtad que ha de tener para con sus superiores militares y políticos, y desde la grave responsabilidad que tiene respecto de las vidas de los hombres y mujeres bajo su mando. Naturalmente, no puede quedar duda alguna de que, cualquiera que sea la posterior decisión superior, la obligación del militar es, en todo caso, cumplir la misión recibida en las condiciones señaladas y con los medios puestos a su disposición. Disciplina obliga.
Sería de desear que las condiciones en que se ordena a un miembro de las Fuerzas Armadas cumplir una determinada misión respondan no sólo al mandato nacional o internacional que la respalda en su origen, sino a la situación que en cada momento exista y que, en el caso de Afganistán, es de alto riesgo y puede serlo aun más con la entrada de la inmediata primavera, como muy honestamente ha reconocido en fechas recientes nuestro ministro de Defensa. Y en la valoración de dicha situación puntual resulta indispensable escuchar la opinión del militar, único experto por su formación y su experiencia sobre el terreno.
Está en juego nada menos que el perfecto cumplimiento de la misión encomendada a España, el prestigio de nuestros Ejércitos, ganado a pulso a lo largo de los últimos años y, sobre todo, y ello lo convierte en trascendental, la seguridad y la vida de nuestros soldados.
General de División
(Retirado), ex segundo
jefe de EM del
Mando Sur de
la OTAN
Quiñonero, Polucion politica
jueves 1 de marzo de 2007
Polución política
POR JUAN PEDRO QUIÑONERO
La política, gubernamental y no gubernamental, enturbia la visibilidad internacional de España.
En Washington, Family Security Matters (FSM) estima que las «teorías conspirativas» sobre el 11-M han causado un daño cierto a la eficacia en la lucha internacional contra el terrorismo, ya que, a su modo de ver, «cuando la política se interfiere en la lucha contra el terror, la eficacia es víctima de graves distorsiones». FSM afirma que «los fascistas de ETA con culpables de sus propios crímenes», pero culparlos de los crímenes islamistas sólo contribuye a dividir peligrosamente la opinión pública ante un tema capital.
En el terreno económico, en Alemania, Handelsblatt denuncia con cierto vigor las «intromisiones políticas gubernamentales» en el «folletín» Endesa-E.ON. Desde la óptica del matutino financiero de referencia germánica, esas intromisiones se perciben negativas para las empresas y la credibilidad internacional del Estado.
Los modelos políticos autonómicos tampoco suscitan ningún entusiasmo particular, y se perciben sometidos a imprevisibles tensiones. Más allá de los problemas inmediatos, Euro Babel, en Bruselas, subraya que la Unión Europea está profundamente dividida sobre el futuro de Kosovo, que interpreta como un riesgo para España. En Austria, donde están en debate algunas reformas federales, Der Standard entrevista a Peter Bussjäger, director del Instituto Nacional de Estudios Federales, que considera «una locura» pensar para Austria algo parecido al estatuto de Cataluña.
Un detalle muy positivo, en el terreno económico. Bloomberg analiza la «paradoja» española: una opinión pública inquieta con la inmigración y una inmigración que funciona como «acelerador del crecimiento español». Afirma Bloomberg: «Millares de hispanoamericanos, marroquíes y ucranianos continúan llegando a España. Y esa diversidad asegura a España más fuerza económica».
Por su parte, Wall Street Journal consagra un análisis de fondo a la evolución del mercado mundial del vino: los franceses se están anticipando a los españoles en el oceánico mercado chino.
Juan Pedro Quiñonero
Polución política
POR JUAN PEDRO QUIÑONERO
La política, gubernamental y no gubernamental, enturbia la visibilidad internacional de España.
En Washington, Family Security Matters (FSM) estima que las «teorías conspirativas» sobre el 11-M han causado un daño cierto a la eficacia en la lucha internacional contra el terrorismo, ya que, a su modo de ver, «cuando la política se interfiere en la lucha contra el terror, la eficacia es víctima de graves distorsiones». FSM afirma que «los fascistas de ETA con culpables de sus propios crímenes», pero culparlos de los crímenes islamistas sólo contribuye a dividir peligrosamente la opinión pública ante un tema capital.
En el terreno económico, en Alemania, Handelsblatt denuncia con cierto vigor las «intromisiones políticas gubernamentales» en el «folletín» Endesa-E.ON. Desde la óptica del matutino financiero de referencia germánica, esas intromisiones se perciben negativas para las empresas y la credibilidad internacional del Estado.
Los modelos políticos autonómicos tampoco suscitan ningún entusiasmo particular, y se perciben sometidos a imprevisibles tensiones. Más allá de los problemas inmediatos, Euro Babel, en Bruselas, subraya que la Unión Europea está profundamente dividida sobre el futuro de Kosovo, que interpreta como un riesgo para España. En Austria, donde están en debate algunas reformas federales, Der Standard entrevista a Peter Bussjäger, director del Instituto Nacional de Estudios Federales, que considera «una locura» pensar para Austria algo parecido al estatuto de Cataluña.
Un detalle muy positivo, en el terreno económico. Bloomberg analiza la «paradoja» española: una opinión pública inquieta con la inmigración y una inmigración que funciona como «acelerador del crecimiento español». Afirma Bloomberg: «Millares de hispanoamericanos, marroquíes y ucranianos continúan llegando a España. Y esa diversidad asegura a España más fuerza económica».
Por su parte, Wall Street Journal consagra un análisis de fondo a la evolución del mercado mundial del vino: los franceses se están anticipando a los españoles en el oceánico mercado chino.
Juan Pedro Quiñonero
Valentin Puig, Sarkozy pisa muy bien Madrid
jueves 1 de marzo de 2007
Sarkozy pisa muy bien Madrid
VALENTÍ PUIG
NICOLAS Sarkozy ha logrado ir administrando sus impaciencias y su desasosiego político. Es un bulímico de la acción, hasta ahora más identificado con la brega en el callejón de la política que con la «gravitas» que De Gaulle infundió en el rol presidencial para que luego Mitterrand lo falseara y Chirac lo esté malversando. De llegar al Elíseo, puede ser un buen cómplice de España, sobre todo si el centro-derecha regresase a La Moncloa. Por su experiencia como ministro del Interior, Nicolas Sarkozy pisa muy bien Madrid porque entiende lo que es el terrorismo, cuánto es el dolor de las víctimas y hasta qué punto el terror altera el Derecho y sojuzga la vida humana. También respeta los resultados económicos de los gobiernos de Aznar. Que las políticas de inmigración de Zapatero no le complacen no es el único elemento de distancia de Sarkozy con el PSOE actual. Para contraste, es suficiente la imagen de su almuerzo a dos con Tony Blair en Downing Street. El lenguado «meuniére» quizá no fue óptimo, pero entre el primer ministro británico, que pronto se va, y el postgaullista, que puede presidir Francia, se daría la buena química personal que genera las transacciones de peso y duración en la Unión Europea.
La escritora Yasmina Reza, desde octubre, sigue con todo detalle y lo más cerca posible la campaña de Sarkozy con garantías de total acceso, al modo reciclado de aquellos poetas épicos que seguían las campañas militares «in situ» para poner en verso las hazañas de su señor. Para Yasmina Reza -autora, por ejemplo, de la pieza teatral «Arte»- fundamentalmente «Sarko» es un hombre «atiborrado de paradojas». También le considera un hombre de convicciones. Puede apostillarse que a veces se le ve dejado llevar por los impulsos, por un olfato que a menudo consigue traducir al lenguaje populista una intuición de mucho más fuste político. Dice Yasmina Reza que todavía no ha visto a su personaje -al contrario de lo que ocurre con la mayoría de políticos- defender algo en televisión y luego decir todo lo contrario en privado.
Si en ocasiones ha dividido la opinión pública francesa, ahora le corresponde mostrar sus capacidades reales de «rassembleur». Le hace falta, sobre todo al tener en cuenta que al sumar la abstención, el voto en blanco y el nulo, más el voto puramente protestatario, resulta que un 56 por ciento del electorado francés no se identifica con los modos actuales de la democracia. Para eso la fórmula Sarkozy es el populismo veteado de pragmatismo liberal, con la guinda selecta de una fuerza expresiva que nadie le discute. Su destreza mediática le da una holgura envidiable al tiempo que puede llevarle a momentos de arrojo con poca mesura. Dicho en muy pocas palabras: Sarkozy es un político muy listo. Basta ver cómo ha esquivado las trampas que le estuvo poniendo Jacques Chirac, secundado por el primer ministro Dominique De Villepin. Sarkozy fue saltando todos aquéllos obstáculos con la entereza de un pura sangre. La misma soltura es la que suele caracterizar a los grandes aventureros políticos. A diferencia de la política postmoderna, Nicolas Sarkozy ama la política -como pasión- porque eso es vida.
De llegar al Elíseo, su principal cometido será conjugar la voluntad de cambio con un ritmo sereno de reformas. En cada ocasión en la que la derecha francesa intentó alguna política de carácter liberal, falló el ritmo de pedagogía y de aplicación. Hubo entonces giros de 180 grados, procesos erosivos de marcha atrás. Eso llevó a una reubicación en el inmovilismo. Sarkozy se cura en salud: «El hecho de ser liberal no impide pensar que la economía liberal tiene necesidad de regulación, de normas, de límites, como el derecho al trabajo, el salario mínimo, el derecho sindical y las reglas de representación de los asalariados, el derecho de los consumidores, el derecho a la concurrencia, para estar al servicio del hombre y no al revés». Son ultracautelas necesarias en un país que siempre se queja antes del ultraliberalismo que del ultrasocialismo. Más o menos liberal, Sarkozy tiene ese brío del joven oficial de húsares que fusta en mano salta a lomos de su caballo, dispuesto una vez más a la batalla antes de que rompa el alba.
vpuig@abc.es
Sarkozy pisa muy bien Madrid
VALENTÍ PUIG
NICOLAS Sarkozy ha logrado ir administrando sus impaciencias y su desasosiego político. Es un bulímico de la acción, hasta ahora más identificado con la brega en el callejón de la política que con la «gravitas» que De Gaulle infundió en el rol presidencial para que luego Mitterrand lo falseara y Chirac lo esté malversando. De llegar al Elíseo, puede ser un buen cómplice de España, sobre todo si el centro-derecha regresase a La Moncloa. Por su experiencia como ministro del Interior, Nicolas Sarkozy pisa muy bien Madrid porque entiende lo que es el terrorismo, cuánto es el dolor de las víctimas y hasta qué punto el terror altera el Derecho y sojuzga la vida humana. También respeta los resultados económicos de los gobiernos de Aznar. Que las políticas de inmigración de Zapatero no le complacen no es el único elemento de distancia de Sarkozy con el PSOE actual. Para contraste, es suficiente la imagen de su almuerzo a dos con Tony Blair en Downing Street. El lenguado «meuniére» quizá no fue óptimo, pero entre el primer ministro británico, que pronto se va, y el postgaullista, que puede presidir Francia, se daría la buena química personal que genera las transacciones de peso y duración en la Unión Europea.
La escritora Yasmina Reza, desde octubre, sigue con todo detalle y lo más cerca posible la campaña de Sarkozy con garantías de total acceso, al modo reciclado de aquellos poetas épicos que seguían las campañas militares «in situ» para poner en verso las hazañas de su señor. Para Yasmina Reza -autora, por ejemplo, de la pieza teatral «Arte»- fundamentalmente «Sarko» es un hombre «atiborrado de paradojas». También le considera un hombre de convicciones. Puede apostillarse que a veces se le ve dejado llevar por los impulsos, por un olfato que a menudo consigue traducir al lenguaje populista una intuición de mucho más fuste político. Dice Yasmina Reza que todavía no ha visto a su personaje -al contrario de lo que ocurre con la mayoría de políticos- defender algo en televisión y luego decir todo lo contrario en privado.
Si en ocasiones ha dividido la opinión pública francesa, ahora le corresponde mostrar sus capacidades reales de «rassembleur». Le hace falta, sobre todo al tener en cuenta que al sumar la abstención, el voto en blanco y el nulo, más el voto puramente protestatario, resulta que un 56 por ciento del electorado francés no se identifica con los modos actuales de la democracia. Para eso la fórmula Sarkozy es el populismo veteado de pragmatismo liberal, con la guinda selecta de una fuerza expresiva que nadie le discute. Su destreza mediática le da una holgura envidiable al tiempo que puede llevarle a momentos de arrojo con poca mesura. Dicho en muy pocas palabras: Sarkozy es un político muy listo. Basta ver cómo ha esquivado las trampas que le estuvo poniendo Jacques Chirac, secundado por el primer ministro Dominique De Villepin. Sarkozy fue saltando todos aquéllos obstáculos con la entereza de un pura sangre. La misma soltura es la que suele caracterizar a los grandes aventureros políticos. A diferencia de la política postmoderna, Nicolas Sarkozy ama la política -como pasión- porque eso es vida.
De llegar al Elíseo, su principal cometido será conjugar la voluntad de cambio con un ritmo sereno de reformas. En cada ocasión en la que la derecha francesa intentó alguna política de carácter liberal, falló el ritmo de pedagogía y de aplicación. Hubo entonces giros de 180 grados, procesos erosivos de marcha atrás. Eso llevó a una reubicación en el inmovilismo. Sarkozy se cura en salud: «El hecho de ser liberal no impide pensar que la economía liberal tiene necesidad de regulación, de normas, de límites, como el derecho al trabajo, el salario mínimo, el derecho sindical y las reglas de representación de los asalariados, el derecho de los consumidores, el derecho a la concurrencia, para estar al servicio del hombre y no al revés». Son ultracautelas necesarias en un país que siempre se queja antes del ultraliberalismo que del ultrasocialismo. Más o menos liberal, Sarkozy tiene ese brío del joven oficial de húsares que fusta en mano salta a lomos de su caballo, dispuesto una vez más a la batalla antes de que rompa el alba.
vpuig@abc.es
Ignacio Camacho, El espejo de Sarko
jueves 1 de marzo de 2007
El espejo de Sarko
IGNACIO CAMACHO
TIENE Nicolas Sarkozy un aspecto enjuto y enérgico, como de un pequeño Napoleón neogaullista, vibrante y fibroso, retórico y entusiasta, pura pasión política encerrada en un perfil esculpido en aristas de firmeza. Su discurso trepida en un verbo incandescente que llama a los viejos ideales del mérito, el esfuerzo, la ejemplaridad y el sacrificio; combate el falso igualitarismo proteccionista, predica el derecho a triunfar con el trabajo, exalta la creatividad y reclama el orgullo de la herencia liberal europea. Llama delincuentes a los delincuentes y terroristas a los terroristas, y habla con la determinación de quien empeña un compromiso en cada palabra. Un tipo sólido, en fin, este Sarko en quien la derecha española quiere espejarse con cierta sana envidia de su tirón efervescente y populista.
Más próximo a la obstinada determinación de Aznar que al sereno moderantismo de Rajoy, Sarkozy encarna a una derecha anclada en los valores republicanos de la libertad y el patriotismo. Su tradición laica le despega de los tics clericales y lo emplaza en las coordenadas del racionalismo y de la Enciclopedia. Por eso se puede proclamar heredero de Juana de Arco y de Danton, de los constructores de catedrales y de los redactores de la Enciclopedia. Hábil estrategia con la que, al declararse hijo de la ilustración y el regeneracionismo, le arrebata a la izquierda las banderas del progreso y la encierra en un rincón de estatalismos anquilosados, caducos intervencionismos y escleróticas recetas de ingeniería social.
Su ventaja respecto a los conservadores y liberales españoles es que vive en una nación unida que no siente complejos de serlo, y que si acaso tiene el problema colectivo de echar en falta la grandeza perdida de un pasado sin retorno. La otra noche, por ejemplo, en el Campo de las Naciones de Madrid, sonó «La Marsellesa» para cerrar el mitin que dirigió a los franceses residentes en España. Y nadie se llamó a escándalo, ni a nadie se le ocurrió protestar por la presunta apropiación indebida del himno nacional, ni nadie lo consideró una extravagancia patriotera. Pura normalidad: los asistentes se pusieron de pie, cantaron el «allons enfants de la patrie» y se marcharon tan tranquilos a sus casas. Algunos ni siquiera votarán a Sarko.
Porque, eso sí, esta fulgurante esperanza de la derecha europea aún no ha ganado nada. Su llamada al sacrificio, su discurso de virtud, merecimiento y disciplina social -«quiero un país en el que los alumnos se levanten cuando entra el profesor»- puede topar contra la pared pancista de una sociedad instalada en las éticas indoloras, la cultura de la queja, el crepúsculo del deber y el miedo a la libertad. La ambigüedad relativista y zapateril de Ségol_ne Royal acaso sirva de burladero para esos millones de ciudadanos que envuelven en el buenismo abstracto su alergia a las obligaciones cívicas y disimulan bajo la capa del proteccionismo su acomodaticia conformidad con un futuro de mediocridades sin zozobras. Quizá la apuesta comprometida y valiente de Sarkozy merezca la victoria, pero la Historia no es casi nunca como creemos merecerla.
El espejo de Sarko
IGNACIO CAMACHO
TIENE Nicolas Sarkozy un aspecto enjuto y enérgico, como de un pequeño Napoleón neogaullista, vibrante y fibroso, retórico y entusiasta, pura pasión política encerrada en un perfil esculpido en aristas de firmeza. Su discurso trepida en un verbo incandescente que llama a los viejos ideales del mérito, el esfuerzo, la ejemplaridad y el sacrificio; combate el falso igualitarismo proteccionista, predica el derecho a triunfar con el trabajo, exalta la creatividad y reclama el orgullo de la herencia liberal europea. Llama delincuentes a los delincuentes y terroristas a los terroristas, y habla con la determinación de quien empeña un compromiso en cada palabra. Un tipo sólido, en fin, este Sarko en quien la derecha española quiere espejarse con cierta sana envidia de su tirón efervescente y populista.
Más próximo a la obstinada determinación de Aznar que al sereno moderantismo de Rajoy, Sarkozy encarna a una derecha anclada en los valores republicanos de la libertad y el patriotismo. Su tradición laica le despega de los tics clericales y lo emplaza en las coordenadas del racionalismo y de la Enciclopedia. Por eso se puede proclamar heredero de Juana de Arco y de Danton, de los constructores de catedrales y de los redactores de la Enciclopedia. Hábil estrategia con la que, al declararse hijo de la ilustración y el regeneracionismo, le arrebata a la izquierda las banderas del progreso y la encierra en un rincón de estatalismos anquilosados, caducos intervencionismos y escleróticas recetas de ingeniería social.
Su ventaja respecto a los conservadores y liberales españoles es que vive en una nación unida que no siente complejos de serlo, y que si acaso tiene el problema colectivo de echar en falta la grandeza perdida de un pasado sin retorno. La otra noche, por ejemplo, en el Campo de las Naciones de Madrid, sonó «La Marsellesa» para cerrar el mitin que dirigió a los franceses residentes en España. Y nadie se llamó a escándalo, ni a nadie se le ocurrió protestar por la presunta apropiación indebida del himno nacional, ni nadie lo consideró una extravagancia patriotera. Pura normalidad: los asistentes se pusieron de pie, cantaron el «allons enfants de la patrie» y se marcharon tan tranquilos a sus casas. Algunos ni siquiera votarán a Sarko.
Porque, eso sí, esta fulgurante esperanza de la derecha europea aún no ha ganado nada. Su llamada al sacrificio, su discurso de virtud, merecimiento y disciplina social -«quiero un país en el que los alumnos se levanten cuando entra el profesor»- puede topar contra la pared pancista de una sociedad instalada en las éticas indoloras, la cultura de la queja, el crepúsculo del deber y el miedo a la libertad. La ambigüedad relativista y zapateril de Ségol_ne Royal acaso sirva de burladero para esos millones de ciudadanos que envuelven en el buenismo abstracto su alergia a las obligaciones cívicas y disimulan bajo la capa del proteccionismo su acomodaticia conformidad con un futuro de mediocridades sin zozobras. Quizá la apuesta comprometida y valiente de Sarkozy merezca la victoria, pero la Historia no es casi nunca como creemos merecerla.
Dario Valcarcel, La Europa del derecho, solo
jueves 1 de marzo de 2007
La Europa del derecho: solo
DARÍO VALCÁRCEL
LOS padres fundadores imaginaron una Unión Europea como comunidad de derecho, unión política y mercado único. Corría 1953: una alianza militar debería proteger esa forma de civilización. Se ha repetido: si llega a cerrarse el edificio, Europa será una construcción de hechos y derechos, no de declaraciones. La Unión se ha formado para proteger la libertad y la solidaridad. No son palabras. El orden europeo, creado a partir de guerras de religión y campos de exterminio, quiere huir de aquel horror. Un solo modo, defender el derecho frente a la voluntad del que puede. Un modelo interesante es la Organización Mundial del Comercio, presidida hoy por Pascal Lamy. ¿Igualdad? En la línea de salida, sí: no en la de llegada. Vigilar la tendencia humana a la desigualdad: Estado corrector, asegurador de la igualdad en la salida. No olvidar a la cupletista madrileña: la igualdad es cuestión de intervenir en el reparto de la buena o mala suerte. El azar.
La construcción de un nuevo orden europeo necesita grandes dosis de prudencia política: plazos de aplicación de directivas contra la rémora de los intereses nacionales, burocracias apegadas al clientelismo, arbitrios interesados, nunca confesados... En estos meses, los europeos han dado pasos discretos en la construcción de un espacio comunitario real. Tres ejemplos, liberalización de servicios, movimientos en compañías energéticas, directivas contra la piratería (DVD, CD). En las sociedades más avanzadas, el sector servicios ocupa el 70 por ciento de la economía. «Estamos haciendo historia... El mercado interior es el corazón de la UE», declaraba el ministro finlandés, Mauri Pekkarinen. Quizá no sea todo su corazón, pero sí un ventrículo. El comercio es la vida. Un entramado de directivas protege el mercado interior europeo. Si ese entramado se agujerea, se amenaza la libertad de los consumidores. El intervencionismo autonómico, tantas veces filisteo y torpe, trata de obstaculizar las directivas recurriendo a versiones interesadas de la subsidiariedad. La directiva liberalizadora de los servicios, suscrita en diciembre por el Parlamento Europeo, llevaba la firma de su presidente socialista (el 1 de enero, José Borrell cedió los trastos al democristiano Hans-Gert Pöttering). La directiva afecta a todo el comercio europeo; asegura a los prestadores de servicios un clima de certidumbre política, de garantías legales frente al arbitrio. Gracias a lo cual cada europeo puede servir y recibir servicios, comprar y vender, viajar o no viajar...
La gran batalla de la energía se ha mantenido ahí, agazapada. En España, Manuel Pizarro ha acertado, según un equipo de especialistas independientes, 97 veces de cada 100. Seguiremos informando.
En Madrid, a la luz del día, en la plaza de Carlos V -si el emperador levantara la cabeza...- siguen los vendedores de DVD y CD: delito menor, pero delito, del que son responsables sobre todo los compradores. La comercialización clandestina afecta a los productores de cine y a las cadenas de televisión, hoy enfadados entre sí.
La única Europa posible es el derecho: sus principios son letra muerta si no se traducen en leyes. Los europeos, con su moneda y su comercio, han creado una primera potencia económica. Han construido a trancas y barrancas la base de sus instituciones. Si no se admite que Europa es el derecho, la Unión se deshará. Lástima: la autoridad del Tribunal de Justicia de la UE es hoy indiscutida; su legitimidad de ejercicio no es menor que la de origen; el nexo del derecho europeo con los derechos nacionales funciona con fluidez; una norma básica -la prevalencia del derecho europeo- ha creado una práctica, los jueces nacionales reconocen primacía a la ley comunitaria. Es, gracias a los redactores de los tratados originales, el gran activo de la Unión.
La sentencia platónica advierte, existe el derecho y existe la fuerza. En ocasiones, aplicar la fuerza es amordazar al derecho. Europa trata de abrir paso a la ley y a la libertad. Defiende para ello el horario de las panaderías.
La Europa del derecho: solo
DARÍO VALCÁRCEL
LOS padres fundadores imaginaron una Unión Europea como comunidad de derecho, unión política y mercado único. Corría 1953: una alianza militar debería proteger esa forma de civilización. Se ha repetido: si llega a cerrarse el edificio, Europa será una construcción de hechos y derechos, no de declaraciones. La Unión se ha formado para proteger la libertad y la solidaridad. No son palabras. El orden europeo, creado a partir de guerras de religión y campos de exterminio, quiere huir de aquel horror. Un solo modo, defender el derecho frente a la voluntad del que puede. Un modelo interesante es la Organización Mundial del Comercio, presidida hoy por Pascal Lamy. ¿Igualdad? En la línea de salida, sí: no en la de llegada. Vigilar la tendencia humana a la desigualdad: Estado corrector, asegurador de la igualdad en la salida. No olvidar a la cupletista madrileña: la igualdad es cuestión de intervenir en el reparto de la buena o mala suerte. El azar.
La construcción de un nuevo orden europeo necesita grandes dosis de prudencia política: plazos de aplicación de directivas contra la rémora de los intereses nacionales, burocracias apegadas al clientelismo, arbitrios interesados, nunca confesados... En estos meses, los europeos han dado pasos discretos en la construcción de un espacio comunitario real. Tres ejemplos, liberalización de servicios, movimientos en compañías energéticas, directivas contra la piratería (DVD, CD). En las sociedades más avanzadas, el sector servicios ocupa el 70 por ciento de la economía. «Estamos haciendo historia... El mercado interior es el corazón de la UE», declaraba el ministro finlandés, Mauri Pekkarinen. Quizá no sea todo su corazón, pero sí un ventrículo. El comercio es la vida. Un entramado de directivas protege el mercado interior europeo. Si ese entramado se agujerea, se amenaza la libertad de los consumidores. El intervencionismo autonómico, tantas veces filisteo y torpe, trata de obstaculizar las directivas recurriendo a versiones interesadas de la subsidiariedad. La directiva liberalizadora de los servicios, suscrita en diciembre por el Parlamento Europeo, llevaba la firma de su presidente socialista (el 1 de enero, José Borrell cedió los trastos al democristiano Hans-Gert Pöttering). La directiva afecta a todo el comercio europeo; asegura a los prestadores de servicios un clima de certidumbre política, de garantías legales frente al arbitrio. Gracias a lo cual cada europeo puede servir y recibir servicios, comprar y vender, viajar o no viajar...
La gran batalla de la energía se ha mantenido ahí, agazapada. En España, Manuel Pizarro ha acertado, según un equipo de especialistas independientes, 97 veces de cada 100. Seguiremos informando.
En Madrid, a la luz del día, en la plaza de Carlos V -si el emperador levantara la cabeza...- siguen los vendedores de DVD y CD: delito menor, pero delito, del que son responsables sobre todo los compradores. La comercialización clandestina afecta a los productores de cine y a las cadenas de televisión, hoy enfadados entre sí.
La única Europa posible es el derecho: sus principios son letra muerta si no se traducen en leyes. Los europeos, con su moneda y su comercio, han creado una primera potencia económica. Han construido a trancas y barrancas la base de sus instituciones. Si no se admite que Europa es el derecho, la Unión se deshará. Lástima: la autoridad del Tribunal de Justicia de la UE es hoy indiscutida; su legitimidad de ejercicio no es menor que la de origen; el nexo del derecho europeo con los derechos nacionales funciona con fluidez; una norma básica -la prevalencia del derecho europeo- ha creado una práctica, los jueces nacionales reconocen primacía a la ley comunitaria. Es, gracias a los redactores de los tratados originales, el gran activo de la Unión.
La sentencia platónica advierte, existe el derecho y existe la fuerza. En ocasiones, aplicar la fuerza es amordazar al derecho. Europa trata de abrir paso a la ley y a la libertad. Defiende para ello el horario de las panaderías.
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