lunes 3 de diciembre de 2007
Conjuntos
Sería divertido (y muy instructivo) escribir un libro que recopilase todas las memeces que nos han obligado a aprender, todas las modas indumentarias a las que nos hemos adherido a sabiendas de que eran desfavorecedoras o rematadamente gilipollescas, todos los artilugios inservibles que hemos comprado para después relegarlos al desván. Un libro, en fin, que hiciese catastro de todas las estafas colectivas que, por efecto de la sugestión propagandística o de nuestra propia debilidad gregaria, hemos aceptado sin rechistar, temerosos de que nos tachen de retrógrados, o incapaces de soportar que el vecino del quinto pueda presumir de algo de lo que nosotros carecemos, o simples víctimas de la época turulata que nos ha tocado en suerte vivir. Pensemos, por ejemplo, en los pantalones de cintura baja que hace unos años se pusieron en boga y que todavía sufrimos, esos pantalones sin tiro que al agacharnos nos obligan a mostrar una franja de braga o calzoncillo, o –lo que todavía es peor– el nacimiento de la muy amedrentadora raja de nuestro culo. Sabemos que son unos pantalones indecorosos, sabemos que algún día no muy lejano nos abochornaremos de haberlos llevado (y siempre habrá una foto que perpetúe la ignominia), pero quien más y quien menos ha cedido a la moda oprobiosa. Pensemos, también, en un aparatito tan mentecato como la yogurtera. ¿La recuerdan? Hubo un tiempo en que no había hogar español que no contase en su menaje con una yogurtera, que indefectiblemente fabricaba unos yogures ralos e insípidos, yogures que en verdad no eran yogures, sino más bien una papilla desaborida de aspecto grimoso. La yogurtera, por lo demás, tenía un precio que exigía un desembolso mucho mayor que la calderilla que nos ahorrábamos al no comprar yogures, pero mientras duró la obnubilación todos estábamos convencidos de que habíamos hecho el negocio del siglo. Pero si tuviera que resaltar una estafa que haya marcado mi vida, una estafa que haya dejado su impronta desquiciada en mi memoria destacaría, sin duda, aquella moda pedagógica que se impuso durante unos años y que nos obligó a los niños de mi generación a iniciar cada curso el aprendizaje de las matemáticas con unas lecciones de conjuntos. ¡Conjunto disjunto! ¡Intersección! ¡Conjunto vacío! ¿Qué español de mi edad no recuerda esta jerga demencial y superferolítica? Se suponía que aquella entelequia de los conjuntos había sido inventada para desarrollar en los tiernos infantes destrezas lógicas que les hicieran más inteligible la aritmética clásica, pero sospecho que a la postre aquellos conjuntos cayeron sobre nuestras entendederas como una plasta pegajosa, obturándolas para siempre. Además, con los conjuntos ocurría lo mismo que con aquellos marcianos viscosillos que salían en las pelis cutres de ciencia ficción: nunca cesaban de crecer, era como si se alimentasen de nuestra materia gris, hasta provocarnos un ataque de meningitis. Año tras año, el manual de matemáticas se iniciaba con unas lecciones sobre la teoría de conjuntos que añadían mayor embrollo al disparate. No creo que aquellos teólogos del medioevo que se enzarzaban en discusiones peregrinas sobre el sexo de los ángeles alcanzasen tales cúspides de bizantinismo. Yo llegué a soñar con los conjuntos, sin necesidad de atiborrarme de sustancias lisérgicas: cerraba los ojos y desfilaban ante mí, satisfechos y orondos, con su característica forma de ectoplasma, henchidos de triángulos o rectángulos o cualquier otra figura geométrica, lanzándose flechas entre sí, entablando relaciones unívocas y biunívocas a destajo, procreando a velocidad de vértigo, invadiendo el mundo de subconjuntos hiperactivos que, apenas cortaban el cordón umbilical que los unía a sus progenitores, entablaban a su vez coyundas con otros subconjuntos vecinos, en un alarde de promiscuidad acongojante. Despertaba sudoroso y al borde de la asfixia, temeroso de que el mundo fuese también víctima de aquella plaga que infestaba mis sueños. La resaca de los sueños de conjuntos era peor que la de una borrachera de anisete. Nosotros, los amantes del saber, ya hemos descubierto que los conjuntos, como la yogurtera que nunca faltaba en el menaje del hogar, no servían para nada. Pero, mientras duró la fiebre, nos cayeron unos cuantos cates a su costa. Ahora, para no sentirnos del todo ridículos, sólo nos resta recordarlos con irónica condescendencia, como recordaremos los pantalones sin tiro que nos obligan a enseñar el nacimiento de la raja del culo cada vez que nos agachamos.
http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2627&id_firma=4991
domingo, diciembre 02, 2007
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1 comentario:
Querido Manuel de Prada,
Le agradecería que leyera la paradoja siguiente (de wikipedia, aunque existe en infinidad de formatos):
"En un lejano poblado de un antiguo emirato había un barbero llamado As-Samet diestro en afeitar cabezas y barbas, maestro en escamondar pies y en poner sanguijuelas. Un día el emir se dio cuenta de la falta de barberos en el emirato, y ordenó que los barberos solo afeitaran a aquellas personas que no pudieran hacerlo por sí mismas. Cierto día el emir llamó a As-Samet para que lo afeitara y él le contó sus angustias:
-- En mi pueblo soy el único barbero. Si me afeito, entonces puedo afeitarme por mí mismo, por lo tanto no debería de afeitarme el barbero de mi pueblo ¡que soy yo! Pero si por el contrario, no me afeito, entonces algún barbero me debe afeitar ¡pero yo soy el único barbero de allí!
El emir pensó que sus pensamientos eran tan profundos, que lo premió con la mano de la más virtuosa de sus hijas. Así, el barbero As-Samet vivió por siempre felíz."
Pregunta: ¿Que teoría se utiliza para explicar esta paradoja?
La última frase, "Nosotros, los amantes del saber, ... " no tiene desperdicio.
Un "amante del saber" antes de dar la opinión de "estafa colectiva" sobre la teoría de conjuntos, quizá debería leer a Bertrand Russell, Kurt Gödel, ...
Saludos
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