Inteligencia emocional
Miguel Martínez
N O les hará falta a mis queridos reincidentes que les prevenga de que quien les escribe no posee titulación académica alguna que certifique el conocimiento en la materia sobre la que va a aburrirles en la columna de esta semana, y que los razonamientos que a colación de susodicho tema les plantee son fundamentados, exclusivamente, desde la condición de “enterao” que un servidor asume gustoso tras –eso sí- no pocas sesiones de tertulia cafetera con amiguetes, la lectura distraída de algún que otro artículo más o menos interesante sobre la materia, el hojeo más bien laxo de algún que otro libro – regalado- que trata –ni que sea de soslayo- el tema, y la presencia –a menudo forzosa- de un servidor de ustedes en ciertos cursos con los que algunas organizaciones pretenden formar y motivar sus miembros más descarriados; que poca más suele ser la formación específica recibida en algunos temas por muchos de los tertulianos mediáticos de indiscutible éxito, y eso que ellos ejercen a menudo como creadores de opinión, y que lo mismo disertan sobre la evolución de la macroeconomía y su repercusión en el IPC, que de la boda –graviditatis causam- de la nueva nuera –veremos lo que le dura- de la baronesa Thyssen. Para aquellos de mis queridos reincidentes que hayan estado en coma en los últimos años, o realizando la concurrida ruta pedestre de Tian Shan hasta Altai, a través del inhóspito desierto del Gobi, referirles que la inteligencia emocional es, grosso modo, la capacidad de gestionar las emociones, ya sean propias o ajenas, de manera que nos permitan interactuar con el prójimo y con el mundo de una forma, no ya propicia, sino agradable. Buscando por la red se pueden encontrar infinidad de textos y artículos con comentarios del tipo “esta capacidad engloba habilidades tales como control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Estas habilidades configuran rasgos de carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, que resultan indispensables para una buena y creativa adaptación social”. No les habrá pasado por alto a mis queridos reincidentes más avispados -y con cierta antigüedad en el insano ejercicio de leerme regularmente- que este columnista ya escribió sobre el tema, hará poco más de un año, en su artículo “Respirando hondo”, en la edición 219 de esta misma página, y en el que les relataba cómo un servidor, sucumbiendo ante los pequeños inconvenientes que habitualmente padece el más pintado cuando se halla en un entorno urbano y a ritmo frenético, mandaba a la porra, al unísono, a su firme voluntad de tomarse las cosas con filosofía y relajadamente como mandan los dictados de las teorías de la inteligencia emocional, y al amigo que le recriminaba el no poner en práctica dichos dictados y dichas teorías. A usted, mi querida/o y veterana/o reincidente, decirle que de eso hace ya casi cuatrocientos días, durante los cuales este columnista ha seguido un intenso proceso de autoconvencimiento y ha llevado a cabo ejercicios tendentes a desarrollar los mecanismos necesarios para pasar los problemas por el tamiz de la inteligencia emocional, y se halla ya a pocos pasos de conseguir que un conflicto se convierta en un ligero inconveniente, y que un inconveniente se convierta en un aliciente que torne en atractivo reto la resolución del otrora conflicto. Una vez un servidor desparrame en este folio virtual todo lo que pretende decirles esta semana, les mostraré algunos ejemplos que les permitirán comprobar cómo se puede acometer de forma emocionalmente inteligente situaciones que antaño sacaban a este articulista de sus casillas, pero me va a permitir, mi siempre comprensivo y solícito reincidente, que ahonde un pelín más en el asunto, en parte por mejor ilustrarles sobre el tema y en parte por proporcionar a esta columna una extensión más acorde con la que suele esperarse de los artículos de un servidor. Y es que tradicionalmente hemos etiquetado como personas inteligentes a aquéllas capaces de realizar de forma inmediata trepidantes operaciones matemáticas, o a las dotadas de una espectacular memoria capaz de recordar la genealogía completa –incluyendo hijos no legítimos- de los reyes visigodos, o a las de ágil verbo y mejor prosa que nos deleitan con su culta conversación y sus magníficos textos, y, siendo esto cierto en la mayoría de ocasiones, no siempre se ha reconocido como inteligente a aquella persona capaz de gestionar sus emociones y sentimientos de manera que no le afecten los problemas, que no se altere ante las provocaciones o que resuelva los conflictos en el lapso de tiempo que el común de los mortales empleamos en maldecir nuestra mala fortuna y en soltar una reiterada sarta de exabruptos y palabras soeces. Un servidor les plantea un ejemplo real como la vida misma que aconteció a quien les escribe cuando –al revés que ocurre hoy- aún creía que esto de la inteligencia emocional era una patochada que sólo servía para que cuatro espabilados se forrasen vendiendo libros y organizando seminarios. Conducía un servidor, camino del aeropuerto de El Prat, para llevar a una de sus primas de Almería a tomar el vuelo que la había de llevar a su casa. El tiempo más que justo. La nacional II, como siempre, hasta las trancas. El minutero del reloj parecía alimentado, no por diminutas baterías de níquel-cadmio, sino por una solución saturada a base de café exprés, tabasco y Red Bull. Actitud de quien les escribe: Todo el camino renegando, pensando que debiera haber tenido en cuenta la hora y desplazarse por otra ruta menos congestionada, y acordándose durante todo el trayecto de la ministra Álvarez (la “reprobá”), de sus antecesores -y de sus homólogos autonómicos-; del organigrama al completo de la Dirección General de Tráfico -y otra vez de sus homólogos autonómicos- y del resto de conductores que, poco concentrados, reaccionaban casi una décima de segundo tarde cada vez que la caravana de vehículos reanudaba su marcha para recorrer otros siete u ocho metros antes de detenerse por enésima vez. Actitud de su prima (persona emocionalmente inteligente) - No te preocupes Miguel, probablemente el vuelo salga con retraso. Y si no, pues tomo el siguiente, y si no fuera posible, pues cambio el billete por otro para mañana y salimos con más tiempo. Es absurdo agobiarse porque ahora no depende de nosotros, sino del tráfico, el hecho de que lleguemos a tiempo. Y -como suele acontecerles a las persones emocionalmente inteligentes, que el destino es cruel y castiga siempre a quien peor se lo toma- efectivamente, el vuelo llevaba el retraso suficiente como para poder perder una hora larga, después de haber facturado, tomando un cafetito con mi inteligente prima y reflexionando sobre la inutilidad de haberme pasado hora y media agobiado porque existía la posibilidad de que mi prima perdiese el vuelo, cuando ella -que era la principal interesada- se lo tomaba con inteligencia. Defienden los expertos en el tema que confundimos nuestras expresiones hasta el punto de que éstas nos hacen caer en trampas que nos conducen al desasosiego. Ejemplo: Es frecuente la expresión “Este tío me pone de los nervios”. ¡Error! Los nervios son nuestros. Están a nuestras órdenes. Somos nosotros los que los gestionamos. La expresión correcta sería “No consigo evitar controlarme cuando veo a esta persona”. Sólo así, asumiendo que somos nosotros los que gestionamos mal nuestras emociones o nuestros impulsos, podremos intentar corregir ese déficit de autocontrol, porque resulta evidente que el hecho de que una persona nos saque de nuestras casillas no nos reporta nada positivo, y que si esa persona, con su mera presencia, provoca en nosotros reacciones desagradables, estamos propiciando que, en cierto modo, pese más en nosotros la presencia de ese sujeto que nuestra propia voluntad, con lo cual le estamos dando al interfecto o interfecta una jerarquía en nuestra vida que probablemente no tenga. De ahí la importancia del discurso y de las expresiones. Otra expresión, muy dada a aparecer tras la ruptura de una relación sentimental: “No puedo vivir sin él/ella” ¿Cómo que no? La expresión correcta sería “no quiero vivir sin él/ella” o “me resulta muy difícil aceptar su ausencia”, pero poder, mi querido reincidente, sabe usted que se puede y -ahora sí viene una expresión emocionalmente inteligente- querer es poder. Y dirán ustedes que sí, que vale, que de acuerdo, pero que todo esto no es más que teoría y que llevarlo a la práctica resulta muy difícil y un servidor les contestará que sí, que vale, que de acuerdo, que nadie ha dicho que la vida sea fácil pero que con cierto aprendizaje se consigue. Existen diversos tipos de inteligencia y los humanos estamos más dotados para unas que para otras. Rememorando nuestras épocas de estudiantes recordaremos cómo a los que nos tiraban las letras nos resultaban más complicadas las Matemáticas que a los que les tiraban los números, pero al final, unos y otros, con mayor o menor esfuerzo en cada uno de los casos, conseguimos aprender a resolver ecuaciones, a operar con quebrados, e incluso a llegar a descubrir el logaritmo neperiano de “n” cuando éste tiende a infinito. Si logramos descubrir quién narices era aquella “n”, y eso que el límite –o quizás fuera la “n”- tendía a infinito, y como ustedes sabrán el infinito está cerca de la Conchinchina, (zona meridional del Vietnam próxima a Camboya) ¿no vamos a lograr gestionar nuestras emociones de manera positiva? Es cuestión –como entonces- de entrenamiento y de practicar con los ejercicios que nos pone la vida, no derrotándonos antes de empezar por sentirnos incapaces de conseguirlo. Infinitamente más difícil es hallar un límite neperiano entre Vietnam y Camboya. Otro ejemplo, algo gamberro si ustedes quieren, pero hoy me pide el cuerpo meterme con Jiménez Losantos, que llevaba meses sin hacerlo. A un servidor le ponía de los nervios escuchar al radiopredicador. Especialmente cuando soltaba por esa boca perlas como la de “este Gobierno sólo habla con terroristas, maricones y catalanes, a ver cuándo habla con la gente normal”. Pues bien, este columnista llegó a la conclusión de que el radioagitador no era lo suficientemente importante en su vida como para modificar su estado de ánimo y tomó una decisión inteligente. No escuchar jamás su programa, no asomar siquiera por sus publicaciones y cambiar de canal, ipso facto, si el susodicho pretendía colarse en casa a través de la tele. No me digan que no es una decisión inteligente porque lo es. Tanto como lo sería que cualquiera de ustedes, en vez de invertir su tiempo leyendo columnas insustanciales como ésta, hiciesen lo propio con la de cualquiera de mis compañeros de página. Que lo verdaderamente inteligente es tener claro que -al contrario que ocurre con las Matemáticas- las verdades, ni siquiera las de un servidor, jamás son absolutas. Y siendo esto así, no debiéramos permitir que las opiniones de nadie nos solivianten el ánimo. Aquellas opiniones que se puedan digerir sin empacho, se digieren y santas pascuas. Y las que resulten manifiestamente indigestas se evitan. Así de fácil y así de inteligente. Que no todos los estómagos soportan de igual manera ciertos condimentos. Y el de un servidor es especialmente sensible a la intolerancia y a la incongruencia. ¡Ah! Y que tengan mis queridos reincidentes una feliz –y emocionalmente inteligente- Navidad.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4339
miércoles, diciembre 26, 2007
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