jueves, noviembre 15, 2007

Amestoy, Lo prometido no es deuda

jueves 15 de noviembre de 2007
Lo prometido no es deuda
Alfredo Amestoy
S I fuera aficionado a la ruleta mi pesadilla sería la desaparición de todos los números rojos. Ni es fijación ni manía persecutoria, pero lo rojo, que simula desaparecer de vez en cuando, aflora cuando menos lo esperamos. En la asignatura “Educación para la ciudadanía” se reedita, corregido y aumentado aquel “libro rojo” de los escolares. Ha pasado tanto tiempo de aquel engendro, ahora dicen “parida”- casi treinta años- que aquel libro bien pudo ser objeto de reflexión aquel niño, hoy ya cuarentón, que tenemos al frente del Gobierno de España. Entonces, como ahora, se trataba de “alterar los valores”. Y que el profesor José María Valero, en su respuesta al Libro Rojo, que se tituló “El otro libro- no rojo- de los escolares” describiera la situación que se quería favorecer e imponer, no deja lugar a dudas: “Ceguera axiológica profunda”, “huída por sistema del esfuerzo”, “pérdida de la Fe”, “desprecio a la familia, al matrimonio y a la autoridad”, “inmersión en la droga y en la sexualidad”, “desprecio de lo antiguo por lo antiguo”. Y el autor añadía: “Es la escuela que quieren socialistas y comunistas. Nada de ideario, dicen. Con lo que implantan su ideario que es no tener ninguno”. Veintinueve años después hay que reconocer que en gran parte lograron su objetivo. ¿Que es lo que ahora pueden pretender? La “alteración de los valores” ya es algo que han conseguido y, además, me empieza a parecer una frase hecha, un lugar común y un eufemismo que oculta un objetivo más perverso: la supresión de los principios. La axiología, que no sólo se adjudica el canon de los valores sino que también juega el papel de “árbitro”, modifica a veces, sin mala intención, el verdadero sentido que un valor, una virtud, tenía entre nosotros. “HONOR… OBLIGA” EN el caso de la popularidad que, por ejemplo, ha adquirido “autoestima” ha intervenido su uso, y abuso, a cargo de la pléyade de sicólogos argentinos que ofician en España, pero esa palabreja no puede sustituir ni representar a nuestro “amor propio”, concepto de más amplia y honda significación en nuestra “forma de entender la vida”; que, por cierto, “la forma de entender la vida” supera también al termino “cultura”, que utilizamos para todo. “Amor propio” no sólo es distinto sino que es “más” que “autoestima”.Como “honor” es más que “lealtad” Para un anglosajón la lealtad es suficiente, porque es de enorme valor, y el honor puede ser, para ellos, algo “excesivo”. El honor, más visigodo que romano, quizás el único valor acrisolado por cristianos, árabes y judíos, de común y total acuerdo, y que germina en el Renacimiento y eclosiona en el Barroco, ha sido hasta hace poco la clave de todas nuestras actuaciones. El sentido del honor ha impedido que, entre nuestros muchos defectos, destaque la traición. Por eso, aquí, más que grandes traidores hay pequeños, pero muchos, “traicioneros”. Y si a unos es la lealtad y a otros la nobleza la que les “obliga”, a nosotros era el honor el que acreditaba nuestros hechos y nuestras palabras. Así pues, la palabra de honor tenía la fuerza del juramento. Sustituido ya el juramento por la promesa, la “palabra de honor” es una pieza de museo tan rara como la Tizona de El Cid, el teléfono de Moscardó o el tricornio de Tejero. En esa Ley de la Memoria Histórica que algunos exhumadores quieren sacarse de la manga, antes que las reliquias de sus mondas, debían recuperarse valores en extinción como la palabra de honor. Nuestro pasado hebreo, tan presente y tan vigente, y que nos ha convertido por su obsesión prestamista, en el país más hipotecado del mundo, debía también – memoria histórica – recordarnos cómo la palabra, como ahora los pisos, se “empeñaba”. Y no en balde en Hispanoamérica aún hablan de “hipotecar la palabra”. Aquí, hoy, a esta generación de jóvenes que vivirán hipotecados hasta su jubilación, les hablan de dar su palabra de honor como único requisito para hacer un trato, una operación comercial, y no lo podrían entender. Para ellos “palabra de honor” es el nombre de un escote y que suelen llevar muchas novias en su traje nupcial. Las novias, que antes eran las prometidas, porque “de palabra” era como la gente se prometía amor eterno antes de pasar por la vicaría. Para cumplir su promesa de matrimonio miles de mujeres aguardaban el retorno del novio emigrante durante varios años; sin teléfono móvil para charlar de vez en cuando, sin internet y sin apenas escribirse cartas. Por supuesto que “lo prometido” era…”deuda”. Y la deuda había que pagarla. NO ES LO MISMO “VALER” QUE “COSTAR” Y del mismo modo que en los negocios bastaba el apretón de manos y tomar algo para celebrarlo (que esto también tenía su rito y su nombre, el “alboroque”, y el origen árabe de la palabra nos revela el tiempo de cuando data esta costumbre que se ha mantenido hasta finales del siglo XX ), en el amor, no el beso sino el hecho de cogerse la mano ya sellaba la promesa de matrimonio. Al menos en las Vascongadas, y así se constata en las letras de nuestras canciones. Y ¿por qué ese gesto era suficiente? Porque se había dado valor a la palabra. El valor, el mérito – no el otro, “el que se supone”-, es algo que se da o se quita. Y, desgraciadamente, aquí nada puede hacer Santa Rita. Nosotros tenemos el verbo “valorar”, y podemos “dar valor” a alguien o a algo, pero son los franceses los que acertaron plenamente con su expresión verbal “mettre en valeur”, que equivale además de “valorar”, establecer ese valor, instituirlo. Sí; porque no es lo mismo valer que costar. Y , como en el chiste “sudaca”, no sería hoy mal negocio vender las cosas por lo que cuestan y comprarlas por lo que valen. En “la otra Bolsa de Valores” ya hemos dicho que unos “valores”/”virtudes” bajan y otros suben en medio de “volatilidad” sorprendente. Hay que comprender que, hoy, el mundo es de las mujeres. Y, como todo conquistador, lo primero que ha hecho la mujer es imponer su idioma. La mujer “ha puesto en valor” palabras que a ella le gusta pronunciar, escuchar o materializar; por ejemplo: ”tierno”, “cálido”, “cercano”. “Reciedumbre”, “magnanimidad”, “pundonor”, “honor”… son virtudes en baja. Quizás por haber sido tan…”masculinas”. ¿Que una mujer puede tener también “sentido del honor”? ¡Claro que sí! Pero, igual que la prudencia era virtud más femenina que masculina, el honor, a veces por adjudicación, era privativa del hombre. La honra, y la honradez, eran prendas de mujeres. Una mujer podía perder la honra. La mujer era “honrada” y el hombre “honorable. No se trata de buscar el sexo a las palabras, como si fueran ángeles, pero las palabras nos pueden ayudar a resolver el gran “crucigrama nacional”, que más que un damero de palabras cruzadas es un “rompecabezas”. Las “palabras de honor”, los “prometidos” o los “deudos”… si desaparecen es porque ya hay muchas promesas sin cumplimiento y muchas palabras sin honor. Y en lugar de “deudos”…hay deudas. Cumplir la palabra o la promesa carece de valor porque tampoco se habla de lo contrario, de “romperla”. “Romper la palabra” era una posibilidad y una determinación que se anunciaba. CUANDO LO QUE SE DECÍA…”IBA A MISA” CUANDO hablamos de una moral y de unas costumbres propias españolas no caemos en la exageración ya que, al margen de regímenes forales, podían darse peculiaridades, singularidades, en una comarca o en una ciudad concreta. Precisamente en relación con las deudas y su cumplimiento, en el llamado “código motrileño”, que sólo regía en la capital de la costa tropical granadina, se decía que “ quien reconoce la deuda y no rehuye presencia, no está obligado al pago”. En muy pocas leyes puede darse mayor grado de indulgencia, longanimidad y predicamento al honor y a la bonhomía. Mostrar buena disposición, ser cumplido, era una forma de cumplir en un país donde lo importante era cumplir: cumplir con la patria (más que “prestar”, se “cumplía” el servicio el servicio militar). Y con el cónyuge se cumplía con el “débito matrimonial”… En el idioma español cumplimos hasta los años. Y, cuando uno se muere, ya ha cumplido. Se tenía a gala cumplir y se presumía de lo que uno decía “iba a misa”. El cumplimiento de la palabra, del deber, hasta de la ley es la consecuencia y epítome de unas normas por las que nos regíamos aquí no sólo los españoles “celtíberos” o los “judeocristianos”, también con sus fueron, los vascos, los catalanes, los maragatos o los de la Axarquía malagueña. El cambio es enorme. Hemos pasado en una generación de interesarnos por la poesía, por los refranes – por la literatura, porque este pueblo era trovador, decidor y sentencioso-, a preocuparnos sólo por todo género de fruslerías y trivialidades; de menospreciar el dinero a adorar el becerro de oro, noche y día; de minusvalorar el ornato y el cuidado personal a no salir de los spás, las saunas y los salones de belleza; de la frugalidad en la comida a atiborrarse – hay incluso quien dice “abarrotarse”- de comida, hasta convertirnos en un país de obesos; también de “obsesos”: obsesos sexuales, porque de la continencia y la pudibundez, hemos pasado a ser la última versión , corregida y aumentada, de Sodoma y Gomorra; de rezar a todas horas y de ser uno de los paises más levíticos, a no saber muchos ni siquiera santiguarse… Y lo último, pero no por ello menos peregrino: como consecuencia de la inmigración y la llegada de tantos “cuerpos extraños”, hemos dejado de discriminar a los gitanos y considerarles, cuerpo de nuestro cuerpo, alma de nuestra alma, y, qué digo primos, ¡hermanos! Tantas derivas nos han hecho perder el rumbo y ni el patrón sabe a dónde quiere llevarnos. Ha prometido pero no se ha comprometido. Y ya sabemos que lo prometido ha dejado de ser deuda. Desde el primer gran fraude que fue el “puedo prometer y prometo”, del ilusionista y prestímano – algunos le llamaron “el tahúr del Mississippi”- este país es el país del “yo te daré”, el auténtico parque de atracciones del Tibi Dabo. Como escribió en “ABC” y comentó “Alfa y Omega”..”Ya casi no quedan más resquicios de felicidad que prometer”. LA ÚLTIMA PROMESA COMO lo prometido ya no es deuda, la promesa incumplida juega el papel de falsa moneda que, como se sabe, siempre desplaza a las auténticas que hubiera y que deben retirarse de la circulación. Todo lo que toca la moneda falsa se devalúa y envilece… La pérdida de la confianza en la promesa política, en el compromiso del amor, en el valor del dinero, no contribuye a que este sea un mundo más justo y más feliz. Pasan los siglos y aquí seguimos sin pena ni gloria. A lo mejor tendrá que ser así, para que esperemos con más ganas “el cielo que nos tienen prometido”. Que, supongo, que esta promesa será cierta y que el cielo-¡ no faltaría más que eso!- sea algo que valga la pena. ¿Valdrá la pena la gloria? Seguro que sí. A propósito…Hace tiempo que me pregunto cómo será el cielo. ¿Por qué no tratamos de imaginarlo?

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