miércoles, noviembre 28, 2007

Amestoy, La Gran Via de Madrid... la calle de Babel

jueves 29 de noviembre de 2007
La Gran Vía de Madrid… la calle de Babel
Alfredo Amestoy
S I la Gran Vía de Madrid, en lugar de una calle, fuera una torre su altura equivaldría a quince veces la Torre de Madrid y tendría más de cuatrocientos pisos. Pero este sueño de verticalidad, fantasía “newyorkina” de quien nació con vocación rascacielista, no necesita cumplirse porque la quimera babilónica se ha hecho realidad en la siempre imprevisible y desconcertante arteria de la capital de España. Sin ponerse en pie, desde su horizontalidad, tumbada “decúbito supino”, casi dormida…”en sus laureles”, la Gran Vía lleva camino de reproducir la osadía que relatada en el Génesis en lo que fue su primer intento, siempre ha acompañado a los seres humanos. Antes de que se cumpla, en 2.010, el centenario del comienzo de las obras que permitieron realizar una de las calles más hermosas del mundo, abriéndose paso, a golpe de piqueta, cortando con un implacable escalpelo el tejido urbano de una vieja ciudad, antes de que Madrid se convierta en sede olímpica de un mundo global, ya que la Gran Vía adquiere méritos para ser considerada “la calle de Babel”. El obsesivo mito de la fusión – tirios con troyanos, churras con merinas, agua con vino – no puede producir sino confusión…y caos. Poco tiene que ver ya esta Gran Vía con la de hace un par de décadas y, pronto, habrán desaparecido los rasgos más acusados de su personalidad. CONFUSIÓN DE IDIOMAS COMO en el caso de Babel, el dios Balal ha logrado que la confusión se adueñe de la Gran Vía, al introducir, como hiciese entonces en la Torre, un caos idiomático. El sistema es infalible: si usted quiere crear una incomunicación perfecta, favorezca la “olla podrida” lingüística. Es lo que ha ocurrido en la Gran Vía donde el idioma de los signos, ayudado de una semiótica arbitraria y empobrecedora, convierte a estos enclaves “globales” en lo más parecido a una concentración de sordomudos. Además de la quiebra en la comunicación oral, hay otra comunicación ya muy difícil de “sostener”. La que justificó la creación de la importante “Vía” y que ya traiciona su original calificativo de “Gran”: el desplazamiento de personas y vehículos a través de sus aceras y calzadas. El tráfico rodado – más de treinta mil vehículos diarios- debe convivir con el tránsito ocasional, pero cada vez más frecuente, de ambulancias, policía, bomberos, comitiva de embajadores de vuelta de Palacio, y hasta la caravana real que escoge la Gran Vía - ¡por algo será! – para mover a Su Majestad y a su numeroso séquito, alterando el ya de por sí tráfico con problemas. MERCADO PERSA Y CORTE DE LOS MILAGROS VISITAR en coche la Gran Vía y recorrerla por placer es cada vez una distracción preferente para “suburbanitas” de la periferia o para los inmigrantes que estrenan coche y lo celebran con esta excursión a la Gran Vía que queda exhausta ante tantos cortejos y homenajes de admiración. Y si a los inmigrantes hemos llegado, recordemos que “como éramos pocos debía parir la abuela”. Esa abuela de la Gran Vía, que es el Mercado de los Mostenses, ha quedado embarazada por el amor de los inmigrantes de todo Madrid que lo han convertido en el lugar donde los americanos, africanos y asiáticos, se abastecen de todos los productos “coloniales” que, ahora sí que son – mucho más que antes – “ultramarinos” de verdad. Se viene a estimar en más de doscientas mil el número de personas que transitan por la Gran Vía madrileña cualquier día y esta cifra se duplica en las vísperas de fiesta o con motivo de alguna “celebración” o “evento”, que es como se llama ahora a los fastos o a los acontecimientos. UNA CALLE CON DOS VELOCIDADES TODO lugar, cualquier espacio, nace con una determinada “suficiencia” de contenido y protesta y se solivianta cuando el continente se ve desbordado por un excesivo contenido. La viabilidad y su dificultad en la Gran Vía es un problema creciente, incrementado ahora con la invasión de las aceras por moto que aparcan, disfrutando de una total impunidad, en tramos de aceras relativamente anchas, pero también en otros lugares menos espaciosos, como por ejemplo el primer tramo de los números pares. O en la zona del edificio Madrid-París, número 32, donde los ejecutivos del Grupo Prisa y de la cadena SER, no dan el mejor ejemplo estacionando sus grandes “máquinas”, de doce mil euros, en plena acera. Todos los obstáculos, desde los “top-manta” a los vagabundos, etcétera, etcétera…, suponen, además de un atentado al decoro de una calle importante- antes se añadía “señorial”- un obstáculo para el buen flujo de la actividad, de negocio o de ocio, necesaria para su desenvolvimiento. Los distintos afanes de los variopintos visitantes de la Gran Vía están evidenciando la dificultad que existe para conciliar las distintas “velocidades” a que discurren unos y otros. Es decir, no es cómoda la convivencia de usuarios de una misma calle que transitan con distintos fines y a distintas velocidades. Los turistas, los visitantes, los ociosos, pueden distorsionar, sofocar y lograr hasta la asfixia de calles como la Quinta Avenida de Nueva York o la Gran Vía madrileña que tan orgullosas estaban de ser fabriles y febriles. SECTOR TERCIARIO Y TERCER SEXO EN LA GRAN VÍA TENGO la impresión de que, a diferencia de Bilbao que, sorprendentemente, ha asumido feliz la transformación de “fabril” en “lúdica”, de industriosa y mercantil en “terciaria” y contemplativa, la Gran Vía – siempre hedonista y festiva, pero de forma muy dinámica- no celebra el cambio. La Gran Vía no celebra que miles de oficinas, despachos, edificios enteros- y luego se habla de la “deslocalización”…- se hayan convertido en hoteles y hostales, abocando la calle prácticamente a una sola actividad que modifica su orientación tradicional al comercio muy diversificado y al espectáculo. La nueva oferta, la carta de bares y restaurantes, por culpa del turismo “altera el precio de las cosas” en perjuicio de residentes y nacionales que, además, se ven marginados por representar cada vez más una minoría avasallada y condenada a ver, por ejemplo, cómo crece en su área el llamado “turismo sexual”. Todas las ciudades turísticas son un poco “habaneras” y propician la presencia de prostitutas en las inmediaciones de los hoteles, pero la Gran Vía no puede ser otra “cubanada”. Tampoco brilla por su ausencia en la Gran Vía el omnipresente y numeroso turismo “gay”, procedente de todo el Reino y de otros reinos y repúblicas de Europa y del mundo que, tras la obligada visita al barrio de Chueca, fluye por las calles de Fuencarral y de Hortaleza hasta desembocar en la Gran Vía sonde sientan sus reales en restaurantes y bares otrora heterosexuales, como el célebre Bar Chicote. Estos turistas, casi siempre emparejados, la mayoría más cuarentones que treintañeros, muy reconocibles por su forma de vestir y de caminar, han sido muy bienvenidos a la calle de Babel por su nivel económico, que contrasta con el de otros visitantes, casi siempre de paises del norte de Europa, y también algo maduritos, y que procedentes del mundo hippie recalan en la Gran Vía para compartir con otros colegas, que no son ni mendigos mafiosos ni “drogatas”, su alcoholismo, menos perturbador pero igual de triste y lamentable. ¿DÓNDE ESTÁN LOS MADRILEÑOS? NO es ajena la Gran Vía al turismo de cuarenta y ocho horas, moda impuesta por la falta de tiempo, y de dinero para permanencias más largas y que marca la condición, el programa y la actitud del turista “urbano” que es el que integra estas nuevas “fuerzas de ocupación” que son los treinta mil visitantes que invaden los fines de semana la Gran Vía junto a los otros tantos inmigrantes que, procedentes de los alrededores de la capital, vienen a conocer y a disfrutar de nuestro Broadway particular, encontrando allí en lugar de españoles a otros…más “extranjeros” aún que ellos mismos. Y si los ecuatorianos, rumanos, marroquíes y senegaleses no salen de su asombro al ver tanta gente de fuera y tan pocos indígenas de este país, imaginemos la sorpresa y perplejidad de los llamados “guiris” que se maravillan de no ver apenas madrileños entre tantos eslavos, andinos bantúes, bereberes o chinos… Realmente, éstos son los nuevos madrileños; lo que ocurre es que los asimilados – que está por ver si quieren asimilarse –no hacen el menor esfuerzo – ni siquiera a través de la emulación o el mimetismo-, por favorecer la integración o la fusión. Más bien lo que fomentan es la confusión. Ya sabemos que es inevitable que la Plaza de San Marcos, en Venecia; Trafalgar Square o las Pirámdes de Egipto, han de soportar la visita de miles de personas que rompen, con su forma de vestir y de comportarse, la “escenografía” que determinados lugares reclaman. Sospecho que, a la vista de las presencias que han de soportar, más de uno de estos lugares renunciarían muy a gusto a ser una de las siete maravillas del mundo. ALGUNOS “RETROCESOS” QUE NOS HA TRAÍDO EL PROGRESO ADMITAMOS que es la servidumbre del turismo, a la que considero – y me gustaría demostrarlo- una de las industrias más contaminantes y , al masificarse, una de las actividades humanas más depredadoras, la que ha trastocado la armonía de los lugares y su contexto, pero es curioso que una plaza o una calle – en este caso la Gran Vía- pueda sufrir más que un monumento, por ejemplo la Alambra, el impacto de la presencia de una ocupación “asonante”, no en consecuencia con el “escenario”. Tras, o bajo las formas, siempre dignas de ser guardadas, suelen estar otros comportamientos y actitudes de más repercusión. Comer y beber en la calle, dejando regueros de líquidos y restos de sólidos es una costumbre desdichada. Pero no es la peor. Son, en su mayor parte, turistas e inmigrantes quienes incurren en una práctica que se castiga severamente en lugares como Singapur, cuando arrojan la goma de mascar al pavimento creando un problema a quien pise ese “chicle” y produciendo en la solería una huella indeleble. Esta práctica se extiende cuando la población autóctona, afortunadamente, ya empezaba a dejar de hacerlo. Algo similar sucede con la fea costumbre de escupir en la calle, hábito “tercermundista” que los españoles habíamos logrado abandonar, después de varias décadas de “represores” carteles de “se prohibe escupir” que figuraban por doquier y que de algo – como otras cosas de la dictadura- sirvieron. Pues bien; ya hacía muchos años que habíamos dejado de escupir en público, cuando llegan a este país millones de personas procedentes de las aldeas más incivilizadas de todos los continentes y se ponen a escupir en nuestras calles, incluida la Gran Vía. Esta costumbre, tan antihigiénica y antiestética, es común sobre todo entre la comunidad china que crece y se multiplica en el tercer tramo de la Gran Vía, una de las zonas escogidas por los orientales para su invasión “sunamítica”. Nos referimos al “sunami” y a esa zona que va desde la Plaza de España a la Plaza de Santo Domingo. ENTRE LA NOSTALGIA Y LOS NUEVOS TIEMPOS LA profusión de colores y la mezcolanza, confusión que no fusión, de gustos y de estilos, responden a la multitud de razas y de culturas que convergen en la Gran Vía. También a la diversidad generacional que se da entre quienes visitan esta calle. Junto a Tallin, en Estonia, o Riga, en Lituania, la capital de España lleva la fama de contar con la mejor oferta de sexo, alcohol y toda clase de estimulantes, a buen precio, a cualquier hora y en numerosos locales. Y, por supuesto, es la Gran Vía el centro de operaciones de este desembarco europeo para el que IFEMA es la gran coartada; como lo fue la evangelización y la colonización para ir a América y cambiar a la pudibunda castellana de dos sayas y tres “haldas” por indias con el pecho y el pubis al aire. ¿Quiere esto decir que la Gran Vía es una calle divertida? Quizás, no. Y podríamos añadir que “hoy, menos que nunca”. Porque la alegría, como el amor, no surge donde y cuando un o quiere; a fecha fija. Ni se incluye en un paquete turístico. La Gran Vía, eso sí, es “diversa”, lo que puede dar la impresión de “divertida”. No hay elegía en esta descripción de la actual Gran Vía, ni se entona su decadencia. Si no hay recuerdos no puede haber lamentaciones ni cabe la nostalgia. Y, triste o afortunadamente, guardamos recuerdos de una Gran Vía magnífica que competía con los Campos Elíseos y superaba a la romana Via Veneto. ¿”DECONSTRUIR” PARA “RECONSTRUIR” LA GRAN VÍA? LA confusión babélica y el actual caos en el que tiene arte y parte la “deconstrucción” de Derrida y los postestructuralistas y postmodernistas, no son hijos del desorden que quizás siempre imperó en la Gran Vía donde – y su comercio tan diverso y plural lo reflejaba – existía un desorden muy racional y muy calculado, frente al anodino monosectorial comercio actual. La falta de escalonamiento en los horarios, la coincidencia fatal de todo el mundo en el mismo lugar a la misma hora – lo que produce las horas punta-;la enajenación del espacio antes reservado para los peatones y ya ocupado por todo tipo de garitos y quioscos, terrazas, vendedores y publicidad , sería suficiente para hacer muy incómoda la estancia en la Gran Vía. A propósito de publicidad, ¿qué hay de esa publicidad que utiliza como soporte la totalidad de las fachadas de hermosos edificios, so pretexto de esconder la realización de obras…inexistentes? Pero hay más. A todo eso hay que sumar el hacinamiento de personas y vehículos que perturban y rompen también las coordenadas de espacio y tiempo hasta el punto de que, en aras de una mejor movilidad (¿?), en los últimos cinco años, el tiempo de que disponía un peatón para cruzar un semáforo “granviario” se ha reducido a la mitad; a veces a sólo veinte segundos-, mientras se ha aumentado al triple el tiempo adjudicado al paso de los vehículos. Interminable espera a la luz verde peatonal e insuficiente tiempo para que un anciano pueda cruzar el paso de peatones. La obsesión por la “movilidad” de los vehículos y la necesidad de dejar libres los carriles “bus”, impiden que coches particulares, y también los taxis, se acerquen a las aceras para poder cargar o descargar “personas, animales o cosas”. LA GRAN VÍA DE NUESTROS PECADOS EN la Gran Vía, como en el llamado “mundo mundial” pueden darse grandes problemas creados por las diferentes “querencias”: direcciones, tendencias y “velocidades”. Todo muy complejo y con el desorden como resultado. Bien es verdad que podemos aceptar lo que Richard Sennet afirma en “Los usos del desorden”: que en los sistemas con un alto grande de orden y estabilidad es sumamente difícil crear nada nuevo y las desestabilizaciones convienen de vez en cuando para que no sobrevenga la parálisis. No deja de ser un consuelo, pero parece un alto precio a pagar, para evitar la parálisis tener que aplicar en la Gran Vía la receta de las cuatro “P”: la parasitación, la proletarización, la polución y la prostitución. - La Gran Vía está sometida a la acción de todo tipo de parásitos que tratan de beneficiarse no sólo de la riqueza sino de la energía de la calle. - La Gran Vía se ha degradado – en “El Mundo” se ha titulado “La Gran Vía se pudre – por la masificación de sus ocupantes, que por su atuendo, porte y maneras representan a un voluminoso y pesado colectivo inmigrante y de turismo popular que ha llevado a la “proletarización”no deseada de una calle, no precisamente aristocrática ni burguesa, pero sí “distinguida”. - La Gran Vía está “polucionada”, altamente contaminada, por todo aquello que atenta contra la calidad de vida y que es desagradable al olfato, al oído, a la vista, al gusto y al tacto. O sea…a todos los sentidos. - La Gran Vía, por culpa de la presión que recibe desde sus calles afluentes y tributarias puede convertirse pronto en una de las mayores calles de Europa dedicada a la prostitución. Y, en gran parte, habrán sido la inmigración salvaje y el turismo basura los que han propiciado esta deriva. Aunque no incluyamos la delincuencia y la inseguridad, están sobre la mesa dos conceptos siempre en conflicto: la represión y la libertad. Este antagonismo puede parecer superado cuando nos referimos al caos donde el conflicto se establece entre el orden y el desorden. Frente a una comprensiva visión de esta teoría babélica que adjudica la pluralidad, la discontinuidad, el particularismo y el desorden a la “complejidad” de la situación, nuestra “percepción” es más pesimista y observamos en la Gran Vía muestras evidentes de una calle reflejo de una sociedad víctima de la “con-fusión”: depredada, desclasada, desnaturalizada, desvirtuada y desorientada. Si estos son los signos del fin de la Historia, y como opinan los postmodernistas”, ”la vuelta a Babel tiene más sentido de lo que parece”, entonces…marchemos francamente, y yo el primero, por la Gran Vía, senda babélica de la postmodernidad. (Alfredo Amestoy es Presidente de la Asociación Amigos de la Gran Vía)

http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4295

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