jueves 29 de noviembre de 2007
Católico y coñón que es uno
Me llama mi chica predilecta (la más bella, la más divertida, la más sagaz de las mujeres en el espejo público de mi devoción), descojonada de la risa, para decirme que el talibancito episcopal la ha emprendido conmigo desde su sentina radiofónica. Para tratar de denigrarme ante sus oyentes, el talibancito episcopal ha insinuado que mi biografía está jalonada de episodios escabrosos que podrían ofender las castas orejas de un niño; y, a modo ilustrativo, ha recordado que soy autor de un libro titulado –¡horreur, paveur, espanteur!– Coños. «¡Cómo un tipo que ha escrito Coños –ha venido a afirmar el talibancito episcopal– pretende dárselas de católico!» Sospecho que el talibancito episcopal tiene en muy poco a sus oyentes: los imagina meapilas y sugestionables, y supone que invocando el título rotundo del más cándido de mis libros provocará en ellos una suerte de sarpullido. Pero los vituperios del talibancito episcopal, tan chuscos y marrulleros, me invitan a reflexionar sobre algunas cuestiones que atañen a la naturaleza propia de la fe católica, y también a la condición de ‘escritor católico’, que alguna gente despistada confunde con escritor gazmoño o pudibundo. Uno de los rasgos distintivos del católico es su apertura a la belleza incesante y siempre renovada de la redención. A los católicos no nos importa lo que las personas han sido, no nos interesan los episodios escabrosos de su biografía ni lo que en el pasado hayan hecho o dejado de hacer. El católico sabe que el hombre es salvado en cada momento, que en cada momento es abrazado por Dios; sabe que todos los yerros del pasado nada valen, comparados con ese instante vertiginoso en que decidimos convertirnos en otro. La existencia del católico es una incitación constante al cambio: de Pablo, Agustín o María Magdalena no nos importa su pasado; nos importa la alegría de su conversión, el momento en que deciden abrazar esa nueva vida que se les ofrece. Una nueva vida que quizá mañana mismo traicionemos, pero a la que podemos volver, porque las puertas de la casa paterna están siempre abiertas al hijo pródigo que regresa contrito. Porque, como escribió el gran Lope en el más hermoso y católico soneto de la lengua castellana, Jesús pasa «las noches del invierno oscuras» a la puerta de nuestra alma, no importa cuán duras sean nuestras entrañas, esperando paciente y jubilosamente que se la abramos, esperando que cesemos en nuestro «extraño desvarío». Sólo a alguien que no entiende la belleza incesante y siempre renovada de la redención se le ocurriría denigrar a otra persona invocando episodios de su pasado. Y la mención de Lope de Vega me sirve para enlazar con otro asunto. El talibancito episcopal pretendía impresionar a sus oyentes recordándoles que yo había escrito páginas de temática non sancta. También las escribió el ‘Fénix de los Ingenios’, aun después de ordenado sacerdote; y el Arcipreste de Hita puso todo su bendito mester de clerecía en el Libro del buen amor, que no es que sea precisamente un devocionario. La literatura festiva y amatoria no está vedada a un escritor católico; por el contrario, pienso que un escritor católico puede cultivarla mejor que ningún otro, pues a la postre es literatura que nos habla del gozo de la creación. Un gozo que incluye la carne (recordemos que, según el dogma católico, resucitaremos en cuerpo y alma); no el desorden de la carne, sino la carne como «templo del espíritu». Sólo cuando se desprende del espíritu, la chair est triste, que diría Mallarmé. Y la religión católica, como nos enseña Chesterton, fue siempre una religión gozosa; al menos hasta que se dejó contagiar por las turbiedades puritanas que disocian carne y espíritu. Yo escribí, en efecto, un libro titulado Coños, como recordaba el talibancito episcopal. Y lo escribí con espíritu festivo, coñón y jocundo; lo escribí en homenaje a Ramón Gómez de la Serna, autor de otro libro de índole similar titulado Senos, tratando de recuperar ese aire de poesía perpleja, entre el surrealismo y la humorada sentimental, que caracteriza las greguerías ramonianas; lo escribí, además, siendo doncel, o casi, y todo el libro transpira la ingenuidad balbuciente de quien se aproxima a un misterio que no conoce. Es el libro más blanco e inocente de cuantos llevo escritos; y en su celebración gozosa de las palabras, junto con los despistes y aturullamientos propios de la juventud, estaba gestándose el hombre nuevo que yo iba a ser. No reniego de él; y mucho menos desde que mi chica predilecta me ha llamado, descojonada de la risa, para decirme que el talibancito episcopal me denigra con sus turbiedades puritanas.
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jueves, noviembre 29, 2007
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