jueves, enero 03, 2008

Oscar Molina, Felicidad

jueves 3 de enero de 2008
elicidad
Óscar Molina
P OR razones profesionales últimamente viajo bastante a los Estados Unidos. Conozco este país desde los quince años, y a pesar de haber pasado una temporada sin visitarlo, he podido comprobar que del mismo modo que algunas, pocas, cosas han cambiado (la mayoría de ellas a peor) lo esencial del espíritu que inspiró su fundación sigue vivo. Detesto, por ejemplo, esa obsesión enfermiza por la Seguridad que ha llevado a los Estados Unidos a convertirse en un país incómodo en algunos momentos y lugares. Y no por la incomodidad en sí, sino por lo que la imposible apuesta por la Seguridad absoluta tiene de renuncia a la esencia de esa nación: la Libertad. La carrera por la Seguridad total nunca puede ganarse, y sin embargo es evidente que deja tremendos jirones de Libertad por el camino. Me dirán que se trata el precio que ha de pagarse por conservar esa Libertad, pero yo opino que no son muy rentables ciertos negocios en los que la cuantía de la inversión acaba siendo igual al beneficio. Menos aún cuando ambos pagos se hacen con la misma moneda. En cualquier caso, los Estados Unidos siguen siendo ese lugar en el que vive una legión de personas que se han creído algo que está escrito en su Carta Magna: “el derecho de todo ser humano a la búsqueda de la Felicidad”. Fíjense que no habla del inexistente y nada garantizable “derecho a la Felicidad”, sino de su búsqueda. Habla de la fe en la potencialidad del ser humano como ente capaz de encontrar por sí mismo, a través de sus acciones, méritos e iniciativas, un lugar físico y espiritual en el que ser feliz. Tanto lo enunciado en el párrafo anterior, como la declaración de la Constitución norteamericana pueden parecer de Perogrullo, pero no lo son en absoluto. Reflejan muy claramente algo tan vital como es la concepción de una sociedad y el papel del individuo dentro de ella. Todos los sistemas políticos, pese a la aberración práctica de algunos, persiguen en el fondo la felicidad del individuo, es su fin. Para ello emplean medios como la Paz, la Justicia o la Igualdad; no obstante, la forma de llegar tanto a los medios como al fin difiere mucho de unos a otros. Los padres de la Declaración de Virginia de 1776 creen en el hombre como artífice principal de su propia Felicidad; hacen de él el protagonista de una película (su vida) en la que es él, y nadie más, quien ha de elegir los caminos que lleven a un final feliz. Por el contrario, en las sociedades de la Europa Continental se ha instalado la creencia de que hay alguien externo a nosotros, el Estado, que ha de garantizarnos nuestra propia Felicidad. El derecho a la búsqueda de esa Felicidad, se convierte instantáneamente en un derecho a la Felicidad puro y duro; lo hace desde el momento en el que no depende de nosotros mismos, sino de un ente superior que ha de proporcionárnosla. La teoría deviene así en la creación de Administraciones plenipotenciarias y ubicuas; organismos oficiales omnipresentes que aparecen, medran y se consolidan con la finalidad de proporcionarnos la Felicidad. Aceptando este esquema somos los creadores y patrocinadores de nuestra propia minoría de edad, nuestra pequeñez e insignificancia. Y cuando el monstruo crece, e intentamos pararlo, siempre resulta demasiado tarde: le hemos otorgado algo tan personal, íntimo y humano como la capacidad de proveernos Felicidad, y se cree legitimado para decirnos cómo hemos de ser educados, qué hemos de comer y hasta para definir lo que es bueno y malo en términos absolutos. Nos engaña, porque nos promete una existencia feliz sin necesidad de preocuparnos, dejándolo todo en sus manos, anestesiándonos contra lo infumable a cambio de una vida regalada en la que nada cuesta el menor esfuerzo, el mérito es un concepto vacío y sólo existen derechos: todos aquellos que me llevan a la Tierra Prometida que el invento ha de proporcionarme. Algunos de nuevo cuño, como el presunto derecho a abortar, que atenta contra la existencia misma, pero es necesario para que no pare la fiesta del todo a cambio de nada. A la postre, el tipo de existencia, valores y costumbres que jamás proporcionaríamos a nuestros hijos pequeños, el marco en el que de ninguna manera desearíamos que fuesen educados, es el que al final regula nuestra vida de adultos. Piénsenlo, porque personalmente no tengo duda a la hora de elegir. Quiero que se me reconozca el derecho a buscar mi propia Felicidad, y detesto que el Estado intente dármela. Primero porque no puede, segundo porque su intención real de máquina insensible se lo impide, y tercero porque al final del camino puedo no llegar a encontrarla, pero seré feliz mientras la busco.


http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4365

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