viernes 11 de enero de 2008
El rector, el vicario y la fotocopiadora
Miguel Martínez
H OY he conocido a un rector y a un vicario. Buena gente. El rector lleva casi tantos años como tiene sirviendo a sus feligreses. El vicario, un chaval joven, llegó recientemente desde Ruanda a trabajar para la Iglesia. Aunque probablemente en su país fuese más necesario que en el nuestro, su jerarquía nos lo ha enviado aquí debido a la falta de vocación entre nuestra juventud, o quién sabe si lo que de veras cree dicha jerarquía es que aquí hace más falta, que en estos lares la familia está en tal peligro que los mosenes patrios necesitan refuerzos foráneos para que la sociedad no se desmadre más de lo que ya lo ha hecho. A saber…
Y es que anda uno liado en temas históricos, investigando un personaje que lleva muerto casi doscientos años, buscando entre libros viejos, épicas historias y leyendas de nuestra Guerra de Independencia y necesitaba husmear entre partidas de bautismo y de defunción de entonces para corroborar ciertas fechas. La disposición de ellos a ayudarme ha sido total “ven cuando quieras y lo buscamos. Eso sí, no tenemos fotocopiadora, si necesitas sacar copias de la partida…”. Le interrumpí para decirle que no me hacía falta, que las cámaras fotográficas de hoy bien podían captar esos documentos, y que si así no fuera, un servidor acudiría en otro momento con su ordenador portátil y su impresora multifunción –de la que la SGAE ya cobró su correspondiente y reglamentario canon, pero en cuanto se fastidie ésta lo tienen claro porque la próxima la compro en Andorra como Dios es Cristo- y fotocopiaríamos lo que fuese menester. El rector debió pensar que aquello era mucho lío para este columnista y llegó a insinuar que dado el caso -la investigación de que les hablaba probablemente haga que la historia de dicho personaje, y por tanto el pueblo y la parroquia, aparezcan en medios informativos nacionales- podrían hacer una excepción a la norma que tienen de no sacar ese tipo de documentos tan antiguos de sus archivos. Ni hablar, padre, no va a ser necesario –le interrumpía de nuevo quien les escribe- seguro que con las fotos será suficiente. Más que nada porque siendo como es un servidor de despistado, no se fuese a olvidar encima de la fotocopiadora unos documentos del mil setecientos y pico, y, en el colmo de la desdicha, cualquiera de sus compañeros que ejerciese de siguiente usuario del ingenio copiador echara esos papeles viejos al triturador de papeles. Dios nos libre.
Total, que seguimos charlando de tópicos e intrascendencias, y aunque lo que le pedía el cuerpo a quien les escribe era preguntarles qué les parecía la moda pancartera a la que se han dado sus jefes últimamente, y por aquello de que todavía no hay confianza –aunque todo se andará- quien les escribe se mordió la lengua y la conversación se mantuvo en asuntos domésticos y de pueblo, como los desperfectos sufridos en las instalaciones parroquiales a causa de la trastada de un gamberro, y que andaban ellos sin saber si dar o no dar parte al seguro hasta conocer el importe de las reparaciones, a fin de calcular si les salía a cuenta comunicar el hecho a la compañía, sabiendo que al dar parte a la aseguradora perderían la bonificación por no siniestralidad, que a éstas y a otras cábalas se veían obligados para estirar el modesto presupuesto parroquial.
Y les cuento todo esto, porque el encuentro que les relataba y la conversación mantenida con eso dos entrañables curas han dado al traste con el artículo que pretendía escribir esta semana, cuyo tema ya llevaba dando vueltas alrededor de la neurona de quien les escribe desde la semana anterior, y para el que ya tenía incluso título: “Libertad para los obispos”, que no me negarán que, tal y como está el patio, resultaba –como poco- sugerente, e incluso un pelín provocador.
Y el artículo pretendía sugerirles a los obispos que se planteasen la posibilidad de solicitar la cancelación, rescisión, anulación, denuncia -o como sea que se llame a la acción de suprimir ese acuerdo- del concordato por el cual la Iglesia percibe en España, y a cargo de los Presupuestos Generales del Estado, la asignación económica que contribuye importantemente a su sostenimiento.
Y es que no se puede ser objetivo, ni se puede ser claro, cuando se critica a la mano que te da de comer, pues pueden haber obispos que se corten y que sean incapaces de llamar a las cosas por su nombre, temiendo que a resultas de sus críticas el gobierno se viese tentado a cierto modo de chantaje, amenazando con cortarles el pienso si no dejan de dar la vara con sus cosas, por lo que resulta evidente que sería mucho más recomendable que se buscasen métodos alternativos e imaginativos de autofinanciación –como llevar publicidad en las sotanas, o alquilar espacios exclusivos, como la Capilla Sextina, para bodas de gente pija y adinerada-, métodos que les liberasen del yugo de la subvención, el convenio y el concordato.
Unos obispos libres, que cuando se manifestaran lo hiciesen sin miedo, expresándose libremente sin temor a represalias monetarias por parte de quienes en gran medida les patrocinan. Porque no se vayan a creer mis queridos reincidentes que la Iglesia de financia exclusivamente de aquellos declarantes del IRPF que marcan la casilla correspondiente en sus impresos de la renta, que ésa no es más que una aportación extra – y mínima- que complementa los magros aportes con los que el Estado –o sea todos nosotros- subvencionamos de diversas maneras a la Iglesia. Mandar el concordato a paseo sería, sin duda, un acto de valentía, de independencia y de liberación.
Pero como les decía antes a mis queridos reincidentes, un servidor ha decidido no pedirles eso a los obispos, más que nada porque estoy convencido de que a quien más afectaría tal medida no sería a los prebostes de la Conferencia Episcopal, ni a los distinguidos mitrados. Éstos bien sabrían encontrar la forma –e incluso los espónsores- que les permitieran mantener su privilegiada posición. No sabe un servidor por qué, pero le da en la nariz que los que se verían de veras afectados por la anulación del concordato serían los miles de curas que verdaderamente se lo curran, curas que ayudan a la gente con problemas, que se preocupan de las necesidades de sus feligreses, curas que no se andan con zarandajas políticas y a los que probablemente les importe bastante menos que a sus jefes con quién se acueste o se case cada cual. Curas como los que conocí esta mañana, que tienen que hacer números y números para llegar a final de mes como la mayoría de los currantes pese a trabajar bastantes más de las 40 horas semanales, o que pese a administrar un archivo de incalculable valor histórico no les llega el presupuesto ni para una fotocopiadora.
http://www.miguelmartinezp.blogspot.com/
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario