lunes 5 de noviembre de 2007
La diplomacia a la española Manuel Martín Ferrand
“La diplomacia es la ciencia de aquellos que no tienen ninguna y que son profundos como el vacío”. La expresión, tan cruel como certera, es de Honoré de Balzac, el padre de la novela realista, y, a pesar de su procedencia, le cuadra mucho más a los servicios exteriores que dependen de José Luis Rodríguez Zapatero que a los que obedecen a Nicolas Sarkozy. Valga como demostración de última hora la vuelta a casa, gracias a la mediación francesa, de las azafatas españolas detenidas en Chad. Si tuviéramos embajada y servicios consulares en Yamena no sería descartable la hipótesis de que esas cuatro inocentes muchachitas ya hubieran sido condenadas a cadena perpetua o cosa por el estilo.
Estoy, claro está, pensando en Miguel Ángel Moratinos y en el viaje que los Reyes de España inician hoy por Ceuta y Melilla, dos ciudades inequívocamente españolas desde hace cinco siglos. Como Navarra, para entendernos. A cualquiera le hubiera parecido un viaje difícil y, sin dudar del derecho y la obligación que tiene un jefe del Estado de recorrer el territorio nacional, hubiera tomado las debidas precauciones preparatorias dada nuestra compleja vecindad con Marruecos, incómodo vecino y gran proveedor de inmigrantes.
Mariano Rajoy, que tampoco brilla por sus luces internacionales, lo vio venir y, aprovechando la cena inaugural del Museo del Prado, le preguntó al presidente del Gobierno sobre las cautelas tomadas en la preparación del viaje de los Reyes. “No te preocupes —dijo Zapatero—, está todo controlado y pactado”. No digo yo que no lo esté; pero, a la vista del revuelo que se ha organizado en Marruecos, no lo parece.
El Reino de Marruecos es una dictadura férrea y, las más de las veces, represora y errática. Cual corresponde a un monarca teocrático y caprichoso, como Mohamed VI, no parece capaz de distinguir lo privado de lo público y, como suele ocurrir con cuantos detentan un poder absoluto, le conviene y resulta útil atribuirle maldad a sus vecinos para, al calentar los fervores nacionales, trasladar el centro de gravedad de sus problemas domésticos hacia el exterior. A nosotros no toca ser sus vecinos.
Ceuta y Melilla son dos de las más frecuentes muletillas con las que el monarca alauita entretiene a sus súbditos y les distrae de sus problemas más reales y próximos. En ésas estamos. El viaje de Don Juan Carlos es complejo y, por ello mismo, resulta sorprendente que no haya sido “controlado y pactado” con mayor mimo y cuidado. Hace setenta años que ningún jefe del Estado español visitaba esas ciudades, desde Alfonso XIII, y ni Francisco Franco se atrevió a hacerlo a pesar de su Guardia Mora y su especial conocimiento del terreno y del problema.
La diplomacia española, comandada por el siempre inquietante y nunca preciso Moratinos, ha estimado que ahora es el momento. Ya veremos. Quizás no fuera éste, ya en vísperas electorales y enfriadas nuestras relaciones con Argelia, el idóneo para su celebración. Menos aún cuando estamos a las puertas de una solución (?) que dé salida a la esperanza de nuestros, en otro tiempo, compatriotas y, en cualquier caso, amigos saharahuis.
Mucho es el ruido que generan los altavoces de Mohamed VI y, en consecuencia, mucha es la inquietud que ya evidencia la opinión pública española. No olvidemos que, cuando la Guerra de África —hace siglo y medio—, un libro de Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la Guerra de África, fue el primer gran superventas de nuestra industria editorial. Era tanta la pasión popular que, a pesar del analfabetismo imperante, se hizo una primera edición de 25.000 ejemplares que, en menos de un año y con sucesivas reimpresiones, superó los 100.000 ejemplares vendidos y promovió una correspondencia que inundó las oficinas del editor con más de 20.000 cartas.
Ceuta y Melilla están en lo más hondo de la fibra sentimental española. Cinco siglos de integración no pasan en balde y, aun contando con el pasotismo imperante, no es éste un asunto menor. A juzgar por las apariencias, ni el Gobierno ni su especializada cartera de Exteriores han estado ni están a la altura de las circunstancias. ¿Una tormenta en un vaso de agua? Nuestro servicio exterior es capaz de convertirla en un huracán demoledor, pero también existen la suerte y los vientos favorables.
http://www.estrelladigital.es/a1.asp?sec=opi&fech=05/11/2007&name=ferrand
domingo, noviembre 04, 2007
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