jueves 1 de noviembre de 2007
LAICISMO, ACONFESIONALIDAD Y LIBERTAD RELIGIOSA
Restos de antaño, preguntas presentes
Por Alfonso García Nuño
Si la persecución religiosa en la época deutero-republicana llegó a tener el volumen que tuvo o incluso "caracteres de auténtico genocidio", como realmente dice Martín Rubio en La cruz, el perdón y la gloria, no fue por mero azar. Éste, indudablemente, cumple su papel, pero la historia la hacen ante todo los hombres con el ejercicio de su libertad.
Detrás de los terribles acontecimientos de aquella penosa década, hubo planificaciones y acciones sostenidas por unas ideologías que, aunque divergentes en muchos puntos, eran concurrentes en su actitud básica en lo que a la religión respecta, no simplemente a la Iglesia Católica.
Uno de los componentes de su postura era la expulsión de la religión del espacio público. Tanto la Constitución de 1931 como la legislación posterior fueron restringiendo los ámbitos de presencia de lo religioso en general y de lo católico en particular. Lo cual no es otra cosa que mutilar a personas concretas, porque la religión no es un abstracto sin más; cuando en la esfera pública se habla de religión o de cualquier otra cosa, de lo que se habla también es de personas concretas.
Hasta aquí el fondo común a todos los laicismos de aquel momento. Pero, una vez inclinado el plano y habiendo empezado a rodar la bola antirreligiosa, la aceleración llevó las cosas a una velocidad en la que los "moderados", es decir, los menos beligerantes, se vieron sobrepasados por los más violentos y la expulsión del espacio público empezó a llamarse muerte.
Actualmente tenemos en España una creciente y activa corriente laicista. Es fácil pensar, si se deja uno llevar por la inercia de los tópicos sociales, que es un problema de la religión o de la Iglesia. Sí, ciertamente lo es. Pero no solamente y ahí está precisamente el comienzo del falseamiento del debate. Se trata también de una cuestión de derechos individuales, porque, sea cual sea la decisión final, repercutirá en el modo de presencia de las personas en el espacio público. No es un divieso que le haya salido sólo a la religión, es un problema de cada uno y de todos. Como reconoce el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la libertad religiosa incluye "la libertad de manifestar, aisladamente o en común, en público o en privado, la propia religión o el propio credo en la enseñanza, en las prácticas, en el culto y en la observancia de los ritos".
Hace poco, Mario Vargas Llosa, en su artículo El velo no es el velo, decía algo que creo expresa muy bien la postura de nuestros laicistas: "En una sociedad de veras libre [...] la religión no desaparece, se confina en el ámbito privado, fuera de las escuelas y las instituciones públicas". Lo que incluye para él, como queda claro por su apoyo a la ley francesa, el que los individuos no hagan "uso de elementos ostentatorios de carácter religioso en las escuelas".
Indudablemente el Estado tiene que ser aconfesional y, por ello, las instituciones públicas no son sujetos activos de ninguna religión ni deben hacer ostensión de ningún signo religioso. Pero los ciudadanos, "aisladamente o en común", tienen derecho a que el componente central de sus convicciones –y, con él, de alguna manera, ellos mismos– no quede confinado, sea con o sin cordón sanitario. De hecho, al menos según el susomentado artículo 18, incluso tienen también derecho a manifestarlo en el espacio público. Lo que no quiere decir, indudablemente, que puedan imponérselas a los demás.
Una sociedad de veras libre lo es si sus miembros lo son de veras. Y, entre otras cosas, lo son si hay libertad religiosa. Este problema, sobre el que el recuerdo del pasado histórico proyecta mucha luz, pone de manifiesto que una de las deficiencias que llevan a nuestra sociedad a un constante problematismo es el no clarificar los presupuestos sobre los que se sustenta. Dos de ellos son: qué se entiende por espacio público y quién es el sujeto de los derechos. Es de agradecer que se diga que la religión no desaparece en una sociedad libre. Pero, si lo hace del espacio público, que es el propiamente social y del que no tiene el monopolio el Estado, probablemente su permanencia lo sea por el fulgor de su ausencia.
http://iglesia.libertaddigital.com/articulo.php/1276233933
jueves, noviembre 01, 2007
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