jueves, abril 22, 2010

Miguel Martinez, Dia de malos augurios: el ordenador, la sacarina y el mosquito que pudo ser tigre

jueves 22 de abril de 2010

Día de malos augurios: el ordenador, la sacarina y el mosquito que pudo ser tigre

Miguel Martínez

H AY días en los que uno presiente que algo no acaba de funcionar, a saber si es a causa de que los astros no están alineados de la forma propicia, o que su aura particular presenta resquicios y se muestra incapaz de contener las buenas sensaciones, o sabe Dios cuál es el motivo, pero lo cierto es que sin saber explicar el porqué, ayer pasó un servidor de ustedes un día de aquéllos en los que no se augura nada bueno. Mala sensación para una jornada en la que en Barça se jugaba gran parte de su futuro en la Champions enfrentándose al Inter de Mourinho.

Ya empieza el día acelerado. El despertador no ha sonado –probablemente un duendecillo desprogramó la alarma que un servidor, de forma laboriosa y responsable, programó sin duda alguna la noche anterior en su teléfono móvil- y ya sale uno por la mañana a trompicones, sin siquiera haber recibido su imprescindible dosis matinal de cafeína, tanteándose los bolsillos (móvil, tabaco, llaves, mechero, cartera, gafas de sol) mientras baja las escaleras, y, un día que empieza así, o cambia mucho, o no va a ser plácido. Mourinho es gato viejo, la puñetera nube del puñetero volcán -que ya dejó en tierra a un servidor este fin de semana y le mandó al garete un viaje programado (y pagado) a Hamburgo- obligó a mi Barça a desplazarse en autocar hasta Milán a jugarse la mitad de las semifinales de la Champions. Ayayaiiii…

Con el tiempo más que justo abre uno la puerta del garaje y… como era de esperar (algo más tenía que torcerse) una camioneta ocupa parcialmente el vado. Parece que sí salgo… A ver… Pues no. No salgo. Claxon como para alertar a todo ser vivo en trescientos metros a la redonda y nada. La camioneta lleva un rótulo con el nombre de la empresa y un teléfono.

- Construcciones Tal, buenos días.
- Buenas, mire usted, le llamo porque tienen una de sus camionetas estacionada delante de la puerta de garaje de mi casa, y llevo tocando el claxon como diez minutos y no aparece nadie. ¿Tendría usted manera de localizar al conductor, a ver si fuera tan amable de moverla?
- ¿Es amarillita con letras azules?
- No, es blanca con caja abierta.
- ¡Vaya por Dios!
- En todo caso, mejor que vaya por el chófer, ¿no?
- Sí, sí… está haciendo una reparación justo ahí. No se preocupe que en seguida se la sacan.

Y aparece un mastodonte, malcarado y maleducado que me recrimina mi poca paciencia.

- Oye (a mí) que yo estoy trabajando, eh?

Confieso a mis queridos reincidentes que si el mastodonte no hubiese sido tal, y si su tamaño no hubiese sido dos veces el mío, alguna ironía no exenta de mala leche hubiese salido de mi boca, pero ante tamaño mastodonte, que además lleva una llave inglesa del tamaño de una barra de pan en la mano, sólo atino a decirle que siento interrumpir, pero que un servidor también tiene el raro vicio de trabajar y que para su desgracia ha de hacerlo regularmente si quiere pagar la hipoteca.

Como mandan las leyes de Murphy, cuando uno lleva prisa el azar selecciona un generoso ránking de torpes al volante y los sitúa delante del coche de uno. La abuelita que a duras penas asoma la cabeza por encima del volante y que se mueve como una tortuga sedada, el chaval con la “L” que se acaba de sacar el carné y que se le cala el Peugeot tuneado en cada semáforo, la Maruja con el Microcoche que circula a 20 por hora cuando no se puede adelantar, el camión que se para en mitad de la calzada para recoger un contenedor de obras. Y, por supuesto, todos los semáforos inician una confabulación maligna y despiadada para ponerse en ámbar justo cuando llega el coche que te precede, conducido por la única persona del mundo mundial que se para con el naranja.

Tarde al trabajo pero, por suerte, no debe haber pasado nada destacable o ya me hubiesen llamado por teléfono preguntándome qué pasa que no aparezco.

- Oye… ¿Tú para qué quieres el teléfono? Llevo llamándote más de una de hora y lo tienes apagado.

Efectivamente. El duendecillo que desprogramó la alarma, también ha activado la casilla de “modo de vuelo” del terminal, casilla que deja el teléfono conectado y operativo excepto en su función principal. Vamos, que sí se le ven las lucecitas y demás pero está parado cual estatua. La madre que trajo al duende de las narices.

- No sé a que esperas para enviar aquello que nos pidieron ayer.
- Sí, sí.. ahora mismo lo envío, es que llevo una mañanita…

Un servidor no existe hasta que no ingiere su primera e indispensable dosis de cafeína, pese a eso, conecta el ordenador y…

Pip, pip, pip, pip. Y la pantalla negra cual sobaco de pantera.

-¿Departamento de informática? Oye, mira… que conecto el ordenador y pita, pero la pantalla sale negra.
-¿Cuando te refieres a que pita, te refieres a que funciona, o a que pita sin más?
- No, me refiero a que pita, a que emite un pitido, tal que así “Pip, pip, pip, pip” hecho lo cual se apaga la lucecita roja de la torre y se queda muerto.
- ¿Qué numero de PC es?
- Y yo qué coño sé. Es el que uso yo. El que está en mi mesa.
- Sí, ya, pero como comprenderás si no conozco a los usuarios, voy a conocer sus ordenadores. El número de PC está en una etiqueta, como un código de barras, en la parte de detrás de la torre, debajo del ventilador.

Revolcado por los suelos compruebo que el número del PC es el 537 y así se lo hago saber al informático.

- Bien. Le pongo un aviso al “cambiapiezas” para que pase a verlo, porque tiene todo el aspecto de ser una avería de hardware.
- ¿Sabes cuándo vendrá?
- Probablemente esta semana.
- ¿Esta semana? Tengo un documento que ya tenía que haber salido ayer.
- ¿Lo tienes en el disco duro? – pregunta incrédulo y alarmado como si me preguntase que si he asesinado a mi padre?
- Pues claro.
- Pues muy mal hecho. Ya sabes que se ha de grabar todo en la unidad compartida del servidor “Q”, precisamente para evitar pérdidas de datos.
- Sí, lo sé. Debes tener por ahí un aviso de hace días informando que llevo semanas sin poder acceder al servidor “Q” porque me dice no sé qué de privilegios insuficientes.
- No puede ser, si tu PC es el 537 tienes activados los privilegios suficientes. Eso es que no lo haces bien.
- Claro, claro… los ordenadores nunca fallan, por eso yo no te estoy llamando en este momento. Bueno, da igual, dile al cambiapiezas que es urgente.
- Vale, vale, pero si lo hubieses archivado en el servidor compartido “Q”, podrías recuperarlo desde cualquier PC.
- Sí, y si mi tía tuviese testículos (en honor a la verdad la palabra exacta fue “cojones”) no sería mi tía sino mi tío. - Cuelgo sin esperar respuesta.

A tomar por saco el documento el duende y la madre que los tajo a los dos. Asomo la cabeza por la sala donde mis compañeros se pelean con sus quehaceres y les suelto:

- Me voy a tomar un café aquí abajo Que no puedo hacer nada en el ordenador hasta que no venga el cambiapiezas. Si viene dadme un toque al móvil.
- Pues como no lo conectes ya te podemos ir dando toques, ya… -suelta el primero-
- Puedes recuperar el documento desde cualquier PC, sólo tienes que conectar con el servidor compartido “Q” –responde otro- éste con verdaderas ganas de colaborar.

En vez de mandarlos al carajo a los dos, respiro hondo y tiro para la cafetería.

- Un café solo, David.
- Joder, niño… traes mala cara, ¿eh?
- Calla, calla… Ni te cuento.
- Con sacarina ¿verdad?
- ¿Con sacarina? ¿Tú me has visto a mí pedir alguna vez un café con sacarina? ¿Te estás quedando conmigo o me estás llamando directamente gordo?
- Ui.. sí.. es verdad, disculpa. El de la sacarina es aquel compañero tuyo que viene a veces contigo, que siempre me lío.

Junto a mí, dos currantes se meten un bocata de chorizo y uno de ellos le cuenta al otro que su mujer había matado ayer un mosquito tigre de seis centímetros. Joder, seis centímetros –replica el otro- eso no es un mosquito. ¡Es un B-29! ¿Un qué? –pregunta el marido de la asesina- Un bombardero de la Segunda Guerra Mundial, como el que tiró la bomba sobre Hiroshima: Enola Gay, se llamaba, como la madre del piloto, el coronel Paul Tibbets Tres días más tarde, otro B-29, el Bockscar, lanzó una segunda bomba sobre Nagasaki y eso precipitó el final de la guerra pues Japón capitularía de inmediato.

Alucino con el currante, pago y me voy a ver si hay noticias del cambiapiezas.

Toda la mañana mareando la perdiz. El cambiapiezas se encuentra desaparecido, en Informática ya ni me cogen el teléfono y escucho más de diez veces lo de “¿Por qué no lo archivaste en el servidor “Q”? Filosofo sobre lo esclavos que nos hemos convertido de la informática, me juro que incumpliré sistemáticamente la ridícula prohibición, normativa interna, de emplear pendrives particulares en los equipos del trabajo y grabaré en ellos todos los documentos importantes y me acuerdo de la madre del cambiapiezas, del duende, del servidor compartido “Q” y de toda la genealogía de todos ellos trescientos trillones de veces, especialmente, cuando al volver después de comer, todo sigue igual. Golpecitos (golpetazos) al PC y nada. Pruebo con otro monitor y nada, con otros cables y nada.

- Oye, que han llamado preguntando por ti, que si te acuerdas que necesitan no sé qué que tenías que enviar.
- Si vuelven a llamar, les decís que estoy Brasil recogiendo cocos.
- Que se lo digo, ¿eh? Que soy capaz, ¿eh?
- Sí, y les dices que volveré mañana, pero para asesinar al cambiapiezas.

Llego a casa. Abro el correo electrónico y dos mensajes de la compañía de vuelo en las que me confirman dos reservas distintas para el mismo vuelo. Obviamente, cobradas dos veces.

Consulto la página de Internet y no consigo entrar en mi reserva, en ninguna de las dos. Centro de atención al cliente. No menos de 10 llamadas en las que, tras tenerme varios minutos en espera, se corta la comunicación. Para más INRI es un teléfono 807.


- ¿En qué podemos atenderle?
- ¡¡Aleluya!! Llevo más de una hora esperando.
- Disculpe, pero con lo de la nube del volcán, estamos saturados.
- Pues verás, que me habéis facturado dos veces la misma reserva.
- Eso es imposible, caballero.
- Bueno, en realidad me habéis hecho dos reservas distintas, para el mismo vuelo.
- Pero eso también es imposible, una persona no puede facturar “on line” dos veces.
- Pues será imposible, pero me habéis mandado un correo con dos reservas y dos confirmaciones distintas.
- Ya le digo que es imposible.
- Mira, si te parece, lo comprobamos. Anota los dos números de reserva.
- Dígame –se las doy, me dice que disculpe un segundo y responde.
- Esto es rarísimo. El ordenador no debiera permitir duplicidades.
- Debe ser el duendecillo, que me la tiene jurada.
- ¿Perdón?
- Nada, cosas mías. ¿Tiene arreglo?
- Sí, por supuesto. Ya está arreglado. Borre la confirmación de reserva que empieza por F, se la he anulado, y conserve la que empieza por E de España.
- Muy amable, señorita. Muchas gracias.
- Gracias a usted por confiar en nuestra compañía,

Hago cálculos y compruebo con alborozo que la llamada telefónica al 807 probablemente cueste tanto como el vuelo, si no más.

Se acerca la hora del partido y las sensaciones no son buenas.

Suena el teléfono.

- ¡Niño! ¿Te vienes a ver el Barça y nos pegamos unas papas bravas viendo el partido?
- ¿Dónde?
- En la cafetería de siempre.
- No, que me quieren poner sacarina.
- ¿Qué coño dices?
- Nada, nada. Nos vemos allí en media hora.


En la cafetería.

- Tienes mejor cara que esta mañana, eh?
- Claro, la sacarina, ya sabes…
- Ponnos unas cervezas y unas bravas antes de que empiece el partido, anda. Así, si pierden, ya hemos cenado.
- Bravas… No. No tengo patatas. Las llevo esperando toda la tarde pero el niño no ha venido. La madre que lo parió. Luego dicen que hay paro… Os hago unos bocatas de lomo.
- Venga. El mío con sacarina.
- ¡Vete al peo!


Gol de Pedrito. Esto pinta bien.

Gol del Inter. Pero si han agarrado a Messi de la camiseta. Claro… el árbitro es portugués.

Gol del Inter. Nada que objetar.

Gol del Inter. ¡Fuera de juego! ¡Árbitro! ¡Desgraciado! ¡Hideputa!

Penalty no pitado al Barça. ¡Árbitro! ¡Desgraciado! ¡Hideputa!

- Ponme un café descafeinado
- ¿Con sacarina?
- Mejor con un chorrito de Baileys.
- Baileys y sacarina, marchando.

Ambiente de duelo en casa. Ha perdido el Barça. Un dos a cero a la vuelta es posible, pero complicado. A menos que Messi tenga el día y les meta cuatro como al Ársenal.

- Hala, buenas noches, que descanséis, hasta mañana. Yo me voy a quedar un ratillo, a ver si hago el artículo para Vistazo a la prensa, que tengo medio mosca al director.

No hay manera de hilvanar más de dos palabras seguidas. Ni del proceso a Garzón, ni de la puñetera nube, ni del Gürtel. La madre que parió a Mouriho y la madre que trajo al puñetero árbitro portugués.

Ratito de lectura y a la cama.

No sé si a ustedes les ocurre que cuando acaban un libro que les ha encantado, sienten como una especie de desasosiego, una suerte de hueco interior que saben que difícilmente rellenarán con otro libro. Me acerco al rincón donde se acumulan los libros recientemente adquiridos y pendientes de lectura y, tras unos segundos de indecisión, me decanto por un tomo poderoso, más de un palmo de alto, encuadernación cara y letras doradas. Sigmund Freud. Obras completas. Mil páginas de nada. ¿Seré capaz de tragármelo enterito? ¿Resistiré pulsiones, histéricas y justificaciones de índole siempre sexual? El cuerpo me pide algo fuerte, algo que me permita olvidar al duende, al camionero irresponsable, al cambiapiezas, al servidor Q, a la sacarina, a Mourinho, al árbitro portugués. Venga.

Empieza con una breve reseña biográfica. Yo que pensaba que era austríaco y resulta que no. Pues mira… está interesante…

Y justo en ese momento.

Bzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzz (onomatopeya que simula el zumbido de un mosquito).

Levanto la vista y me veo un mosquito posado en la pantalla de la lámpara. ¿Qué digo un mosquito? La madre de todos los mosquitos. ¿Será un mosquito tigre? -rememoro la conversación de los currantes en la cafetería y un artículo aparecido en prensa local sobre la proliferación de este espécimen en una zona próxima así como su voracidad y sus tremendos picotazos-. Le lanzo un manotazo que el bicho esquiva con destreza y desaparece de mi vista. Corro a cerrar puertas para cortarle la retirada y busco sin éxito algún matamoscas –y mosquitos- en spray. Me tocará un combate cuerpo a cuerpo, sin recurrir a armas químicas.

Siento sobre mis hombros la responsabilidad de garantizar la seguridad del hogar y reclamo la colaboración de la infantería: mi perrita Magui, una teckel de cinco quilos a la que he visto perseguir, atrapar y torturar moscas en diversas ocasiones, pero ciertos problemas con las transmisiones –me mira como preguntándome si he bebido- impiden la comunicación necesaria para acometer un fin común, pese a ello, la mantengo a mi lado, por si la casualidad hiciese que el mosquito se le pusiese a tiro y ésta, lo derribase de un certero zarpazo. El mosquito, sigue desaparecido y me digo que la diferencia de tamaños entre nuestros cerebros, bien ha de proporcionarme cierta ventaja. Confinado el enemigo, se impone la estrategia de la paciencia: todas las luces apagadas, excepto la de la de la lamparita donde lo descubrí y mi perrita y yo, en el sofá, oído atento y ojo avizor a la lámpara, nos parapetamos emboscados esperando el momento de soltar el golpe de gracia. Que si quieres arroz, Catalina, el mosquito no aparece y la perrita y yo estamos a un paso de sucumbir al sueño. Cambiamos de cebo: apagamos la lámpara y encendemos el televisor –desde luego, sin sonido- confiando que el juego multicolor de lucecitas llame la atención del invasor.

Transcurren largos minutos manteniendo la posición sin detectar movimientos enemigos. Pensamos en ofrecerle un segundo cebo: El ordenador. Situados en un punto estratégico –en la butaca- dominamos los dos frentes, pero para conectar el ordenador hemos de encender la lámpara, no sea que caminando a oscuras por la habitación tropecemos con algo y formemos tal escándalo que despertemos a todo Quisque, aunque, en este momento, debo abandonar el plural, pues la infantería se ha quedado frita sobre el sofá y ronca como un minero. Enciendo la lámpara, conecto el ordenador y entonces escucho el zumbido que lo delata y lo veo posarse de nuevo sobre la lámpara que acabo de encender. Repto hasta el arsenal y me pertrecho de armamento ligero (una carpeta azul de cartón) y me deslizo con sigilo hasta las proximidades de la lámpara. Recuerdo a Kung Fu, cuando se concentraba para quitarle la piedra de la mano a su maestro. Respiro hondo, pero despacio. Concentro toda mi energía en el cerebro, tenso el abdomen, visualizo a mi cerebro proporcionando órdenes precisas y a mi sistema nervioso ordenar a los músculos de mi brazo que lancen un golpe seco, rápido y certero con la carpeta sobre la lámpara que, evidentemente, salta por los aires.

El golpe parece haber sido certero, pero el cadáver del enemigo no aparece. Quizás aquí sí resulte eficaz la infantería, que con el golpe se ha despertado y tiene las orejas hacia arriba. Reconvierto la infantería en cuerpo de rastreo: Busca, Magui, busca. Magui sale disparada debajo del sofá y se presenta con su pelota, moviendo el rabo, segura de haber desarrollado con éxito su misión. Me afano con una linterna en la alfombra, de colores ocres –como el mosquito- en busca del cadáver que evidencie la victoria del hombre sobre el insecto, tarea que se ve dificultada por la infantería –finalizó el rastreo al encontrar su pelota- que, insistentemente, irrumpe en el campo de la batalla con la pelotita, ofreciéndomela para que se la lance. Finalmente, hago comprender a la infantería que son las tres de la mañana y que se deje de pelotitas, a la vez que la conmino a que utilice su prodigioso olfato con fines más productivos. Se vuelve al sofá y se pone a roncar. Con el campo libre, y tras dividir mentalmente en cuadrículas la alfombra, ahí, desarmado y herido –mueve una antenita- se encuentra el enemigo. Pidiendo cuartel. La Convención de Ginebra me impide rematarlo, al hallarse indefenso, por lo que procedo a su detención y a su confinamiento -previas diligencias de identificación fotográfica, ora de frente, ora de perfil y ora del otro- aunque una vez confinado, el enemigo fallece, circunstancia que me libera de posteriores trámites ante la autoridad militar.

Victorioso, consulto en Internet cuanto encuentro sobre el temido mosquito tigre y compruebo que no era un tigre el mosquito que nos ha tenido en vela, a mí y a mi infantería –más a mí que a ella, en honor a la verdad- y que el espécimen capturado es un mosquito, del tamaño de una excavadora, eso sí, pero inofensivo en definitiva. Mi ignorancia –el mosquito tigre tiene el abdomen tuneado con franjas blancas y negras- me ha tenido en vela gran parte de la noche que culminaba un día de aquellos en los que uno no augura nada bueno. Y como han podido comprobar mis queridos reincidentes no iban desencaminados los augurios que les refería en el primer párrafo de este largo artículo que espero que ustedes sepan disculparme. Que lo que mal empieza, ya se sabe cómo acaba.

http://www.miguelmartinezp.blogspot.com/

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