miércoles, enero 16, 2008

Manuel Ramirez, Sobre la deseada cultura de unidad

miercoles 16 de enero de 2008
Sobre la deseada cultura de unidad
MANUEL RAMÍREZ, Catedrático de Derecho Político
TENGO para mí, incluso ignorando las razones para que así haya sido, que no se ha profundizado lo suficiente en algunos de los consejos contenidos en el mensaje que el Rey pronunciara en la pasada Navidad. A lo peor no es mera casualidad, pero no quisiera ser mal pensado. Lo cierto es que, por primera vez y en el legítimo derecho a moderar que constitucionalmente se le reconoce, podíamos oír que hay que entender la política «como servicio a los ciudadanos», que se precisa «elevar la calidad de nuestra educación», que los partidos políticos han de caminar juntos en los «grandes temas de Estado» (y uno piensa en la política universitaria, la sanidad o la política militar como ejemplos) y que urge una «política exterior consensuada». Sin olvidar, naturalmente, la unidad frente al fenómeno de la violencia terrorista. En este último punto, tal como estamos acostumbrados a oír casi a diario, se llama a «todos los demócratas». Y aquí me permito corregir algo. Contra la violencia, en política, hay que llamar a todos. A todos los españoles o a todos los ciudadanos. Sean o no amantes de la democracia liberal establecida. En nuestro país hay todavía personas que siguen creyendo en el modelo de la «democracia orgánica» vigente durante casi cuarenta años. Y falangistas. Y carlistas. Y no monárquicos por lo que sea. Y comunistas no creyentes en la democracia liberal. Y anarquistas. Y hasta puede que algún que otro maoísta o estalinista. De todo. Salvo el uso de la violencia, todo debe estar plenamente respetado en un Estado de Derecho. Y, por ende, a nadie hay que encasillar o excluir en la llamada.
Pero lo que hoy quisiera comentar con algún detalle es esa muy importante afirmación regia de que «necesitamos una cultura de unidad». El tema, como se comprenderá, nada tiene de baladí y viene necesitado de varias respuestas.
Unidad, en qué. Ante todo en lo común, en lo que diera vida y sentido a la formación de naciones, como bien estudiara el maestro José Antonio Maravall analizando el concepto de España incluso en la Edad Media. Es muy probable que en el extranjero no se entienda que, a estas alturas de la historia, nos estemos planteando esta necesidad. España realizó su unidad política antes que Italia o Portugal, por ejemplo. Y ellos son países que no padecen nuestro «problema regional». Unidad en el sentimiento común de pertenencia a una comunidad nacional a la que han imbricado siglos de conjunto caminar por la historia. Con alegría y orgullo por las razones de luz y también con resignado proceso de asumir las de sombra. Todo eso está ahí. Y todo eso se hereda, se transmite mediante la tradición. Unidad que no es uniformidad precisamente porque permite diversas formas de expresión que la llenan de riqueza, pero sin que esa diversidad conduzca al caduco «diferencial» que lleva a lo contrario, a la separación. «Indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», dice el artículo segundo de nuestra Constitución vigente. Como de la «Nación española» se ha venido hablando en toda nuestra cuajada historia constitucional. «Componen la Nación española» llega a decir hasta el Proyecto de nuestra única experiencia federal con la Primera República. Y como es lo que une, igualmente, a los diferentes Estados de Norteamérica. Con amor y respeto a lo que significa el patriotismo. Aunque, en algunos momentos, España no guste o su situación duela. Quizá el ejemplo intelectual y vital más expresivo esté en la persona que siempre tuvo a España como discrepancia: Unamuno. Hasta que, acaso para su propia convicción, esboza una fórmula en su discurso ante las Cortes republicanas el 18 de septiembre de 1931: «España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial».
¿Cómo se construye esta cultura de unidad que, repetimos, va mucho más allá de lo de unidad para vencer al terrorismo? Quizá algún castizo lo simplificaría con la conocida ocurrencia de «esto hay que mamarlo». No tanto, pero sí algo. Porque la creación y, sobre todo, la consolidación de esta creencia y esta práctica en lo que nos une constituye un largo y amplio proceso de socialización o educación política que va de la cuna a la tumba. Que nos acompaña siempre. De aquí que deba estar presente en el seno familiar, en la temprana escuela, en el posterior desarrollo educativo, en lo que puedan enseñar partidos, sindicatos o asociaciones en general, en los medios de comunicación, en las conductas de la ciudadanía y sus gobernantes, etc, etc. Se trata de divulgar y asimilar la idea de una común pertenencia y de una historia común. De éxitos que muchos han hecho realidad y de tropiezos que pocos o no tan pocos han dado. Orgullo de lo conseguido «como gran Nación», frase a la que alude el Rey en mil ocasiones.
Pero también empresas, metas que quedan por conseguir y que muy posiblemente sin el esfuerzo de todos no sean posibles. Sentir la gran satisfacción de que el Quijote saliera de pluma española y hoy esté traducido y alabado por doquier. Pero también dolernos de que nuestra educación escolar ocupe los últimos puestos en la estimación de los países europeos y ello se deba en parte a la pésima legislación sufrida y en parte a la crisis de valores esenciales para que nuestra sociedad no viva en el penoso desierto de la mediocridad.
Todo esto ha de entenderse como gran empresa nacional que motive la ilusión colectiva. Lo que tenemos ya y lo que nos queda como proyecto de un hermoso país con sólidas bases de convivencia. Cansado de vaivenes, traumas y bandazos. Y decidido a conseguir lo que en tantas ocasiones hemos dejado pasar por enfrentamientos ideológicos o incluso sangrientos. En el artículo sexto de nada menos que la primera de nuestras Constituciones (1812), al enumerar los deberes de los españoles, podían leerse así: «El amor de la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos». Era el mandato y deseo del temprano liberalismo que creía poder detener el curso de la Historia en un momento dado y a través de leyes construir un nuevo mundo para siempre. Aunque la referencia histórica tiene un valor insuperable, hoy sabemos que con la ley no es suficiente y que de nada sirve el legislar para siempre. Por eso hacen falta otros requisitos. Una educación común (¡craso error haber permitido los centros educativos de anti-españolismo!). Una común bandera que sirva como símbolo unitivo y que no sea quemada ante la pasividad más o menos tolerada (¡otro gran error!). Un himno que el pueblo pueda cantar con emoción y respeto y que sirva para cualquier clase de partido o régimen existente. Y hasta una voluntaria disposición de sacrificio personal ante todo ello. Precisamente porque eso, «todo ello» debe significar y llamarse Patria común. España.

http://www.abc.es/20080116/opinion-la-tercera/sobre-deseada-cultura-unidad_200801160244.html

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